jueves, 26 de julio de 2007

La familia

Por su especial interés antropológoico, reproducimos parcialmente la voz "FAMILIA", del DICCIONARIO GENERAL DE DERECHO CANÓNICO DEL INSTITUTO MARTÍN DE AZPILCUETA, DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA, escrito por Joan Carreras y de próxima publicación.

La familia es la primera comunidad de personas. Por comunidad se conoce aquel tipo de sociedades cuyos lazos unitivos son de carácter natural o espontáneo, no meramente convencional. Por personas se entiende no tanto los individuos −la familia no es una comunidad de individuos− sino unos determinados sujetos que constituyen una familia en virtud de las relaciones que les unen. Es la primera comunidad de personas porque la familia cumple la misión insustituible e indelegable de tejer las relaciones primigenias o primordiales de la persona: filiación, paternidad, maternidad, conyugalidad y fraternidad. Antes que sociales, estas relaciones son personales, es decir, constituyen la intimidad de la persona. En el pasado quizá se ha destacado más la misión socializadora de la familia −al introducir a las personas en la sociedad de manera ordenada y eficaz−. En la actualidad, el personalismo ha subrayado su misión personalizadora. Antes que nada, en ella se forja la persona como ser relacional.

Desde el punto de vista de la antropología filosófica, la noción de familia está ligada a las nociones de persona −como único sujeto digno de ser querido por sí mismo−; de comunión de personas −fruto del amor interpersonal−; y de relación familiar. Las relaciones familiares no son meros accidentes (en el sentido filosófico) de la persona, sino que pertenecen a la esencia de la estructura empírica de la vida humana, tal como ésta se da en la existencia (MARÍAS). Se trata de relaciones biográficas en el sentido más riguroso. Una vez constituidas, estas relaciones acompañan todo el arco de su existencia, determinando las exigencias de justicia necesarias para que entre los sujetos por ellas vinculados pueda existir una verdadera comunión de personas. Cada relación familiar tiene algo en común o genérico −el ser familiar− y algo específico.

Naturaleza, cultura y Revelación.

Por ser comunidad de personas, la familia es una institución natural, no una realidad meramente convencional. Por natural, sin embargo, no debe entenderse lo que es espontáneo en sentido meramente naturalista, sino más bien aquello que es conveniente a la dignidad de la persona humana. Como la experiencia humana siempre se da en una cultura, la familia es una realidad cultural que puede adoptar multitud de formas de organización social, que los antropólogos denominan sistemas de parentesco y que pueden definirse como los modos «culturalmente organizados en que se presentan −a través del lenguaje− las relaciones interpersonales de un sujeto que se derivan de la condición sexuada» (MORENO). El hecho de que existan diversos modos culturales de organizar la familia no impide que ésta sea una institución natural, sino que más bien lo confirma. La naturaleza humana es la propia de un ser libre y las relaciones interpersonales sólo pueden constituirse en y por la libre voluntad de los sujetos.

Entre naturaleza y cultura existe una estrecha relación precisamente porque las relaciones familiares sólo pueden constituirse por la voluntad libérrima y amorosa de las personas y siempre con respeto de su intrínseca naturaleza jurídica. Hay dos modos de eludir el juego entre naturaleza y cultura. En primer lugar, poniendo la naturaleza de lo familiar en el carácter o dimensión biológica (que suele acompañar a las relaciones familiares, como elemento integrante de las mismas). En segundo lugar, negando la existencia de toda naturaleza y admitiendo únicamente una instancia cultural. En el primer caso, se infravalora no sólo la naturaleza, al considerarla como un dato de tipo biológico, sino también y en consecuencia la dimensión cultural de lo familiar. En el segundo, se infravalora la cultura, al arrancarla de la raíz que la sustenta, es decir, la conveniencia o conformidad respecto a la dignidad de la persona. Si vale lo mismo toda forma cultural de organización, entonces ninguna es natural.

La revelación judeocristiana proyecta una potente luz sobre este tema. El hombre y la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios. Lo son no sólo individualmente, sino también en cuanto comunidad conyugal y familiar. Ambos reciben como bendición de Dios una fecundidad propia y exclusiva: la de constituirse en una sola carne. Esta expresión bíblica −basar− puede traducirse en nuestros días como familia, al menos en alguna de sus acepciones. Los lazos de la carne surgen del dinamismo de la unión conyugal. En esta noción bíblica cabría señalar dos elementos esenciales: heterosexualidad y alianza conyugal. La enseñanza de Jesucristo confirma y enriquece esta noción, al advertir que en la constitución de la familia −y de cada una de las relaciones familiares, podríamos precisar nosotros− existe un acto de Dios Creador: lo que Dios ha unido no lo separe el hombre (Mt 19, 6). La acción de Dios respeta la acción de la criatura, que debe ser libre y conforme a su naturaleza espiritual y personal.

Desde la Revelación cristiana se puede afirmar que toda familia viene de Dios (cf. Ef 3, 14). La familia es un concepto análogo cuyo analogado principal cabe encontrarlo en Dios (Trinidad). En virtud de la sacramentalidad originaria del matrimonio, en el orden de la Creación, la familia constituye una vía privilegiada de comprensión teológica no sólo del hombre, sino también de Dios mismo, por el hecho de haber sido constituida a imagen y semejanza suya. Juan Pablo II expresó está estrecha relación con la noción de genealogía de la persona: no es un caso del cosmos, sino un ser querido por sí mismo y cuyo único modo digno de venir al mundo es a través de un acto procreador.

Por último, cabe advertir que todas las civilizaciones y todos los pueblos, por pobres y rudas que hayan sido sus costumbres e instituciones, celebran las nupcias o bodas, es decir, la unión del hombre y de la mujer que se entregan recíprocamente para constituir una nueva familia. Las bodas son el reflejo antropológico de la sacramentalidad originaria del matrimonio y de la familia: no sólo suponen una fiesta civil o social sino que presentan una dimensión sagrada. En esta fiesta civil y religiosa se advierte que lo natural en el hombre no puede comprenderse al margen de su naturaleza social y cultural. Es natural celebrar la constitución de la familia. Es cultural, en cambio, el modo de realizar dicha celebración.

Los paradigmas de familia

Aunque el analogado principal de la familia se encuentra en Dios, Él no puede cumplir la función de paradigma, es decir, de modelo o referente para los hombres. Necesitamos un modelo más cercano a nosotros, que pueda desarrollar la función de medida. «Un hombre y una mujer −leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica− unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella. Se la considerará como la referencia normal en función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco» (CEC 2202). Es evidente que el núcleo del paradigma está constituido por la heterosexualidad −un hombre y una mujer− y la alianza −unidos en matrimonio−, y no tanto por la existencia de los hijos. Esta noción paradigmática que nos proporciona la tradición y el magisterio de la Iglesia está tan lejos del biologismo −que cifraría en las relaciones sexuales la esencia de la familia− como del relativismo cultural, que prescinde de toda referencia natural e incluso de la heterosexualidad. En un sentido paradigmático, los hijos son tales no tanto por haber sido engendrados como consecuencia de un acto sexual sino porque sus progenitores están unidos en matrimonio, es decir, constituyen la unidad generativa que participa del poder creador de Dios. Sólo los cónyuges pueden procrear. La procreación humana difiere esencialmente de la reproducción propia del mundo animal.
Hasta tiempos muy recientes, Occidente había establecido un paradigma biológico de familia. Aunque tal error quisiera compensarse con otras leyes culturales, privilegiando la familia de institución matrimonial como única legítima, lo cierto es que el paradigma biológico cifra la esencia de la familia en las consecuencias biológicas de la sexualidad. En la actualidad, en algunos países −entre los que se encuentra España−, se ha instituido un paradigma de familia que consiste en la unión homosexual. Tal legitimación no supone sólo una equiparación de dicha unión con el matrimonio, en el sentido de hacer extensibles a los homosexuales unos derechos cuyo ejercicio les habría estado vedado. Se trata de establecer un nuevo paradigma familiar, por lo que tiene de antagónico con el paradigma biológico. Hasta tal punto la familia estaría desligada de la biología que el modelo nuevo de lo familiar estaría constituido por una relación que es constitucionalmente infértil. En la cultura del género late un deseo de liberar a la sociedad de la visión biologista y, de hecho, se trata de una visión libertaria en la que desaparece toda referencia a la naturaleza humana.

Sin embargo, las relaciones homosexuales no pueden constituir una familia. No es la infertilidad biológica la que lo impide −en esto, incluso podría decirse que la cultura del género tiene algo de razón− sino el hecho de que la relación conyugal está constituida sobre los dos pilares antes mencionados: la heterosexualidad (o complementariedad interpersonal sexual) y la existencia de una alianza, por la que el hombre y la mujer se entregan recíprocamente el uno al otro. Por otra parte, la imposición del paradigma homosexual produce necesariamente consecuencias importantes en todos los órdenes: el falseamiento institucionalizado de la realidad familiar, el colapso del sistema de parentesco (que está sustentado sobre la heterosexualidad), el desprecio o profanación de la dimensión sagrada de la familia, el desmoronamiento de todas las normas que rigen el sistema de parentesco de Occidente, como son entre otras la monogamia, la prohibición del incesto o la misma ilicitud de la pedofilia.
Tanto el paradigma biológico como el homosexual prescinden de la dimensión interpersonal del matrimonio y de la familia. El primero sitúa la esencia de la familia en una dimensión que podríamos calificar de infrahumana, por ser la que nos asemeja a los animales. El segundo paradigma, en cambio, al querer situar la esencia de la familia en un acto de libertad, parece superar el error biologista, pero en realidad incurre a su vez en otro grave error, al pensar que las relaciones familiares sean creación exclusiva de la libertad humana. La de los homosexuales que quieren formar entre sí una familia constituye una voluntad veleidosa: nunca podrán constituir una verdadera comunidad de personas. Nunca podrán ser una sola carne: seguirán siendo dos subjetividades incapaces de trascender los límites de su individualidad, precisamente porque no son conyugables o complementarias. Su unión carece de la fecundidad comunional y relacional propia de la conyugalidad y que proviene de la bendición del Creador.

La soberanía de la familia

El concepto de naturaleza es actualmente fuente de confusión. Con frecuencia, y por lo que se refiere a la familia, los defensores del derecho natural han tendido a fundamentar el mismo en las leyes biológicas que rigen la sexualidad humana. Tal fundamentación es errónea y en cierto modo justifica la reacción moderna de rechazo del derecho natural. Este estado de cosas explica que Juan Pablo II optase por una expresión nueva para transmitir la misma enseñanza que encierra el término natural en la tradición jurídica occidental. En su Carta a las familias, Juan Pablo II mostraba la urgencia de que se respete la identidad de la familia: «Conviene hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo, “soberana”» (CF 17). La soberanía de la familia radica, en última instancia, en la fecundidad conyugal. Si los ejes sobre los que gira el paradigma de familia son la heterosexualidad y la alianza conyugal, se comprenderá que el origen de las relaciones primordiales no brota espontáneamente del ejercicio de la sexualidad sino que deriva de la fecundidad del amor conyugal.
Es preciso distinguir con toda nitidez la diferencia entre fecundidad y fertilidad. En cierto sentido, la fecundidad es una propiedad exclusiva de la relación conyugal, es decir, del hombre y de la mujer en cuanto están unidos por la alianza conyugal. La fertilidad constituye sólo un aspecto integrante de la fecundidad, pero no se confunde con ella. Fuera de la relación conyugal, sólo se puede hablar de familia en sentido análogo pero no paradigmático. En este último y preciso sentido, la relación filial sólo puede ser generada por los cónyuges, bien sea a través del acto conyugal o bien por medio de la adopción.

Siendo esto así, se comprenderá hasta qué punto todas las instituciones −tanto sociales como eclesiales− están obligadas a reconocer la «soberanía» de la familia. Ni el Estado ni la Iglesia pueden crear una sola relación familiar: su potestad se limita a reconocer el poder exclusivo de los cónyuges (es decir, su soberanía) para la constitución de la familia y de cada una de las relaciones familiares. Ésta es la verdadera urgencia: que los cónyuges sean plenamente conscientes del poder soberano que sólo ellos poseen, de modo que puedan hacer valer ante las distintas instancias sociales y eclesiales los derechos y deberes que derivan de dicho poder. En 1983, la Santa Sede publicó la Carta de los Derechos de la Familia dirigida a todas las personas, instituciones y autoridades interesadas en la misión de la familia en el mundo contemporáneo. En ella se recogen los principales derechos-deberes de la familia, que son manifestación de su específica soberanía. Quizá lo más importante consiste en que los titulares de dicha potestad sean conscientes de su soberanía y estén decididos a ejercitarla. En el V Encuentro Mundial de las Familias, el Papa Benedicto XVI destacó «la importancia y el papel positivo que a favor del matrimonio y de la familia realizan las distintas asociaciones familiares eclesiales. Por eso −siguió diciendo el Papa, citando un texto de la exhortación apostólica FC−, “deseo invitar a todos los cristianos a colaborar, cordial y valientemente con todos los hombres de buena voluntad, que viven su responsabilidad al servicio de la familia”, para que uniendo sus fuerzas y con una legítima pluralidad de iniciativas contribuyan a la promoción del verdadero bien de la familia en la sociedad actual».

miércoles, 25 de julio de 2007

Rechazar la carrera de armamentos

«Nunca más la guerra»

(ZENIT.org).- Benedicto XVI lanzó un apremiante llamamiento este domingo 22 julio 2007 a rechazar la carrera de armamentos y exigió superar la tentación de resolver los problemas con la guerra, «masacre inútil». Sus palabras resonaron en la plaza Calvi de Lorenzago de Cadore, la localidad de los Dolomitas italianos, en la que desde hace 13 días transcurre las vacaciones de verano y donde rezó el Ángelus junto a seis mil personas.

«Desde este lugar de paz, en el que se experimentan más aún como inaceptables los horrores de las “matanzas inútiles”, renuevo el llamamiento a seguir con tenacidad el camino del derecho, a rechazar con determinación la carrera de armamentos, a oponerse más en general a la tentación de afrontar nuevas situaciones con viejos sistemas», afirmó con fuerza.
 
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El obispo de Roma recordó que hace noventa años, el pontífice del que ha tomado el nombre, Benedicto XV, el 1 de agosto de 1917, publicó su famosa «Nota a las potencias beligerantes», en la que pedía que acabaran con la primera guerra mundial. «Cuando arreciaba aquel enorme conflicto, el Papa tuvo el valor de afirmar que se trataba de una “matanza inútil”. Esta expresión suya se ha grabado en la historia», recordó su sucesor. «Aquellas palabras, “matanza inútil”, tienen también un valor más amplio, profético, y se pueden aplicar a otros muchos conflictos que han desgajado innumerables vidas humanas», añadió.

En particular, Benedicto XV propuso para llegar a superar la guerra: «la fuerza moral del derecho, el desarme balanceado y controlado, el arbitraje en las controversias, la libertad de los mares, la condonación recíproca de los gastos bélicos, la restitución de los territorios ocupados y negociaciones justas para dirimir las cuestiones». «La propuesta de la Santa Sede estaba orientada al futuro de Europa y del mundo, según un proyecto de inspiración cristiana, pero que puede ser compartido por todos, pues se fundamenta en el derecho de gentes», siguió evocando el Papa actual.

«Este es el mismo planteamiento que siguieron los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II en sus memorables discursos ante la Asamblea de las Naciones Unidas, repitiendo en nombre de la Iglesia: “¡Nunca más la guerra!”», afirmó. «Si los hombres vivieran en paz con Dios y entre sí, la Tierra se parecería verdaderamente a un “paraíso”», aseguró el sucesor de Pedro.

«El pecado, por desgracia, ha arruinado este proyecto divino, engendrando divisiones y haciendo que entre la muerte en el mundo --concluyó--. De este modo, los hombres ceden a las tentaciones del Maligno y se hacen la guerra mutuamente. La consecuencia es que, en este estupendo «jardín», que es el mundo, se abren espacios de “infierno”».

Sigue creciendo el gasto en armamento

El gasto militar mundial creció un 3,5% en el 2006, alcanzando los 1.204.000 millones de dólares. Lo revela el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo en la última edición de su libro anual publicado el 11 de junio, en el que se proporciona un amplio panorama sobre temas de armamento y seguridad global.

El incremento del año pasado significa que entre 1997 y el 2006 el gasto militar mundial subió un 37%. Además, se comercializaron internacionalmente casi el 50% más de almas convencionales que en el 2002.

Elisabeth Sköns, una de las responsables del informe, comentaba: «Vale la pena preguntar en qué medida es rentable el gasto militar como forma de aumentar la seguridad de las vidas humanas, si hablamos de evitar muertes y discapacidades prematuras debidas a los actuales peligros».

«Por ejemplo, sabemos que millones de vidas podrían salvarse por medios de intervenciones médicas básicas que costarían una fracción de lo que el mundo gasta en fuerzas militares cada año», afirmaba en una nota de prensa acompañando la publicación del informe.

El informe precisaba que el gasto militar mundial se distribuye de forma extremadamente irregular. En el año 2006, los 15 países con el mayor gasto sumaron el 83% del total mundial. Estados Unidos gastó 528.700 millones de dólares. El gasto militar de Estados Unidos ha aumentado de forma acusada debido al coste de las operaciones en Afganistán e Irak.

El informe observaba que el gasto militar chino ha continuado aumentando rápidamente, alcanzando los 49.500 millones de dólares. Por primera vez ha superado a Japón (43.700 millones de dólares), convirtiendo a China en el país que más gasta en Asia y en el cuarto del mundo. De hecho, Japón disminuyó su gasto militar el año pasado, por quinto año consecutivo. India es el tercer país en gasto de Asia, con 23.900 millones de dólares.
 
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Aumentan las ventas

Las ventas de armas de las 100 mayores empresas productoras del mundo (con cifras del 2005) aumentaron en un 3% en términos reales con respecto al 2004, y un 18% con respecto al 2002. Las empresas norteamericanas dominan la lista de las 100 primeras, con 40 compañías de Estados Unidos que suman el 63% de los 290.000 millones de dólares de las ventas de este grupo en el 2005.

Treinta y dos empresas de Europa occidental suman otro 29% y 9 rusas el 2%. Las empresas con sede en Japón, Israel e India, en orden descendente, suman la mayoría del 6% restante de las ventas de armas mundiales.

El informe explicaba que un importante factor tras los cambios en la industria armamentística se debe a los altos y crecientes costes de los sistemas avanzados de armas. De hecho, la mayoría de los gobiernos no pueden afrontar el mantenimiento de los actuales niveles de adquisición de armas debido los costes crecientes.

En términos de comercio internacional de armas convencionales, Estados Unidos y Rusia han sido los mayores suministradores en el periodo 2002-2006, sumando cada uno cerca del 30% de las entregas mundiales. Las exportaciones de los países miembros de la Unión Europea sumaban sólo cerca de un 20% de las entregas de armas. La lista de los 10 principales importadores está encabezada por China e India, pero también había cinco países de Oriente Medio entre los 10 principales.

El informe añadía que el año 2006 se prestó atención al problema de las entregas de armas por parte de estados a grupos rebeldes, debido al arsenal adquirido por Hizbulah a Irán y usado en su guerra con Israel. Hay poca transparencia en las transferencias de armas, lamentaba el informe. Aunque hubo mejoras en esta área en los noventa, con más y mejores informes de los países sobre sus exportaciones, no ha habido ulteriores mejoras en los últimos años.

Preocupación nuclear

Es preocupante la situación de las armas nucleares, comentaba el informe. En octubre de 2006, Corea del Norte llevó a cabo una prueba de explosión nuclear. La explosión siguió a una serie de pruebas de vuelo de misiles balísticos. A esto hay que añadir que Irán ha puesto fin a la suspensión voluntaria de su programa de enriquecimiento de uranio.

En cuanto a las armas químicas, existe la preocupación de que se respete por todos los estados el límite de abril de 2012 para la destrucción de todas estas armas, establecido por la Convención de Armas Químicas de 1993.

En cuanto a las armas biológicas el informe observaba que continúan los esfuerzos en términos de supervisión y respuestas, y siguen las conversaciones sobre medidas de no proliferación y desarme. No obstante, hay poca información disponible al público sobre los intentos de adquirir, desarrollar o utilizar estas armas.

El año pasado también han continuado las conversaciones para el control y la reducción de las armas convencionales, pero siguen estancadas según el informe. En el lado positivo, sin embargo, sigue creciendo el número de estados adheridos a la Convención de Minas Antipersona de 1997. El informe también observaba que el interés en los esfuerzos humanitarios para contener la expansión de lo que se denomina "armas inhumanas" crece de forma sostenida.

Esfuerzos constantes

Durante el año pasado, los representantes del Vaticano han intervenido en varias ocasiones durante los encuentros de Naciones Unidas para dejar clara la postura de la Iglesia con respecto a las armas.

El 6 de octubre pasado, el arzobispo Celestino Migliore, observador permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas, habló ante la primera comisión de la Asamblea General durante una sesión dedicada a desarme y seguridad internacional.

Comentaba que han fallado algunos esfuerzos para controlar las armas. Por ejemplo, los encuentros del pasado verano sobre armas ligeras no dieron lugar a resultados concretos. Además, los gastos en armas siguen siendo altos.

«Con demasiada frecuencia los debates sobre armas ligeras y armas nucleares se tienen en términos abstractos desde posturas preconcebidas y hay pocos signos de querer aprender», afirmaba monseñor Migliore.

Observaba, sin embargo, que, en el lado positivo, se ha reducido el número de conflictos entre estados. Asimismo, las misiones de paz controlan guerras en muchos lugares. El representante vaticano animaba a las Naciones Unidas a seguir con sus esfuerzos en el diálogo sobre temas de armas, observando en particular la urgencia de dar pasos para controlar la proliferación de armas nucleares.

Pocos días después, el Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz publicaba una declaración apoyando la resolución de la ONU sobre control internacional de la importación, exportación y transferencia de armas convencionales.

En la declaración, con fecha del 10 de octubre de 2006, el consejo hacía notar que durante las últimas décadas ha habido muchos millones de muertes como resultado de conflictos donde se usaban armas convencionales. Hay, de hecho, indicaba el documento, pocos controles sobre la venta de estas armas y ningún sistema eficaz de supervisión del comercio de armas convencionales.

«Las armas no pueden considerarse como cualquier otra mercancía comercializada en el mercado mundial, regional o nacional», indicaba la declaración. «Su posesión, producción y comercio tiene profundas implicaciones éticas y sociales y debe regularse prestando la debida atención a los principios específicos del orden moral y legal», exhortaba el consejo.

En el tema de las armas nucleares, monseñor Michael W. Banach se dirigió a un encuentro de las Naciones Unidas el 1 de mayo en Viena para revisar el tratado de no proliferación de estas armas.

Comentaba la importancia tanto del desarme nuclear como de la no proliferación, no sólo para derrotar al terrorismo nuclear, sino también como un importante paso para hacer realidad "una cultura de la vida y de la paz capaz de promover de forma eficaz el desarrollo integral de los pueblos".

«La verdad de la paz requiere que todos – ya sean aquellos gobiernos que abierta o secretamente poseen armas nucleares, o los que planean adquirirlas – estén de acuerdo en cambiar su curso con decisiones claras y firmes, y se esfuercen en un progresivo y concertado desarme nuclear», indicaba monseñor Banach.

Por el padre John Flynn

sábado, 21 de julio de 2007

El drama de la inmigración

Reproducimos otro artículo de JUAN MANUEL DE PRADA que invita a pensar. En este caso sobre el drama de la inmigración. Lo titula Cayucos de la muerte y nos hace reflexionar sobre la falta de generosidad de los países "avanzados".

 
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TODAVÍA hay quienes piensan que esos africanos que abandonan su aldea y atraviesan desiertos calcinados y embarcan en frágiles cayucos, a riesgo de perecer ahogados o consumidos por la sed, lo hacen ofuscados por la promesa de un inexistente Eldorado. Tendemos a creer que, además de negros, son imbéciles; y los imaginamos en su aldea natal, sintonizando en sus televisores descacharrados un canal europeo que les muestra una tierra prometida donde manan la leche y la miel. La realidad es muy distinta: vecinos de su aldea, miembros de su propia familia han probado antes que ellos la misma aventura. Saben que necesitan mucha suerte para sobrevivir a las penalidades del viaje; saben que, si acaso lograr arribar a la playa de destino, serán recogidos por patrulleras y devueltos a su lugar de origen; saben que, aun sorteando la vigilancia de tales patrulleras, les aguardan trabajos infrahumanos y una condena a la miseria y a la clandestinidad. Lo saben antes de emprender su periplo y, sin embargo, no cejan en su empeño. ¿Por qué? Simplemente, porque están desesperados: la misma muerte se les antoja una suerte de alivio o recompensa; y la vida que les aguarda allende el océano, aunque sórdida y mendicante, se les figura incomparablemente mejor a la vida depauperada que sobrellevan.
Resulta una tarea vana tratar de imaginarse el tamaño de esa desesperación, desde nuestra perspectiva occidental. Esos hombres han visto morir a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, infestados de enfermedades indescifrables o de pura inanición, y huyen de un destino cierto, en pos de otro que no es más halagüeño, pero que la incertidumbre, la mera incertidumbre, hace más deseable. En eso consiste la desesperación: en preferir lo malo por conocer antes que lo malo conocido; en preferir la incertidumbre a la certeza. Las desazones de un hombre corriente son exactamente las contrarias: nos inquieta la falta de seguridad, la irrupción de contingencias que desbaratan nuestro horizonte vital. A un hombre desesperado, a un hombre que carece de horizonte, cualquier contingencia -aun la más funesta- le parece promisoria. Y se abalanza sobre ella, sin miedo a inmolarse.
Cincuenta hombres desesperados acaban de perecer en el mar, después de que el cayuco que los transportaba se volcase, cuando estaban a punto de ser rescatados. La noticia ha trepado a los titulares de la prensa por unas horas, pero enseguida será deglutida por otras noticias más banales. A fin de cuentas, la desesperación que empujó a aquellos hombres a abandonar su aldea y a embarcarse en una aventura de resultado incierto resulta ininteligible para nosotros, hombres corrientes acuciados por desazones menos extremas. Tratar de comprender esa desesperación nos obligaría a afrontar preguntas demasiado embarazosas. ¿Por qué una época en que se han derribado las barreras a la libre circulación de los capitales y de la información mantiene restricciones a la libre circulación de personas? ¿Es legítimo restringir el acceso a la riqueza a una parte de la población? Todo hombre tiene derecho a acceder a la riqueza que garantiza su supervivencia; se trata de un derecho natural, anterior por lo tanto a cualquier derecho positivo, un derecho inalienable inscrito en la naturaleza humana que no puede estar supeditado a trabas administrativas, tales como el reconocimiento de ciudadanía o la posesión de un permiso de residencia. Todo hombre tiene también derecho originario a utilizar plenamente su inteligencia y habilidades en el acceso a los bienes que le son absolutamente indispensables para alimentarse. ¿Es legítimo poner trabas a ese libre acceso?
Son preguntas que preferimos no hacernos, porque remueven los cimientos de nuestras seguridades, asentadas sobre un orden jurídico injusto. Occidente decidió negar la existencia de un derecho natural para ahorrarse precisamente preguntas tan embarazosas como estas. Pero, mientras no las afrontemos, la desesperación de esos hombres nos seguirá resultando ininteligible. Tal vez esa desesperación nos provoque cierto sucedáneo de piedad; pero enseguida lograremos espantarla y sustituirla por nuestras desazones de hombre corrientes.

sábado, 14 de julio de 2007

Reflexión sobre la esencia del amor

Nos parece una interesante reflexión sobre la "esencia del amor" la que hace Javier Aranguren, siguiendo a Spaemann, en su ANTROPOLOGIA FILOSÓFICA (Mc Graw Hill, 2003). Resumimos algunos párrafos del capítulo 6 titulado: PERSONAS

 
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La experiencia del encuentro

Spaemann (Personas. Acerca de la distinción entre “algo” y “alguien”) ha expresado de un modo sucinto las características de la experiencia de descubrimiento del “otro” cuando dice que «el modo como la identidad de cada hombre reclama ser real para los demás es la aceptación» ("esta persona es lo más real que me ha ocurrido en mi vida"). Es decir, las personas piden que las demás personas decidan aceptarlas, a reconocerlas, a afirmarlas como personas, con su nombre propio.

¿Cómo se asegura tal aceptación? «Hace falta seguramente experimentar de modo inmediato la identidad del otro, es decir, sentir amor y haber amado». Quizá hay que dejar que la pasión despierte, y más tarde mantener la fidelidad de la voluntad aun en el caso de que esa emoción vaya a menos: el amor se siente pero también, -y sobre todo- se cultiva. Por ese motivo, la actitud que se pide no es solamente la de sentir amor, sino también la de haber amado: situar el acto de la voluntad en la afirmación del otro, en su aceptación como otro ante los propios ojos.

Amar no es sólo sentir. También conlleva la decisión de amar: es un acto libre -no algo que le acaece al sujeto-, de modo que se trata de una actividad intrínsecamente personal. Es la persona -desde la instancia de la voluntad- la que decide ponerse a amar, aplicarse al amor, aunque el primer paso lo dé el despertar de una pasión. El amante no es un títere en manos de la casualidad anónima de la emoción que viene y se va, sino que, por la decisión de amar que parte desde su voluntad, es el origen de su propia palabra en la historia de esa relación. Como el amor depende de la decisión de la persona, a la persona se le afirma porque se la acepta, y se la acepta porque se la quiere, y se la quiere porque se está dispuesto a mantener esa aceptación más allá del estado de ánimo, más allá de la propia circunstancia subjetiva.

La despersonalización del amor en manos del emotivismo es la primera causa de la ausencia de fidelidad en nuestra sociedad: la gente no se ama, ha desvirtuado la realidad del amor, que queda reducida a un estado de ánimo. El emotivismo («sentimos mucho el uno por el otro», «se nos murió el amor») es la reducción del amor personal a totalidad: no preocupa tanto quién sea el otro como qué reacciones despierta en mí. Eso constituye un auténtico fracaso. «¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?», se pregunta el título de uno de los relatos de Raymond Carver, y ninguno de los borrachos erotizados que protagonizan esa historia sabe encontrar una respuesta cabal.

La fidelidad es la actitud de una razón despierta que, al descubrir el valor absoluto de la persona, dice «siempre» a su entrega. Hace que su aceptación trascienda las circunstancias coyunturales del otro y las propias (salud, dinero, belleza, edad). Y porque se hace cargo de la realidad del amado es capaz de prometer -trascender el tiempo- convirtiendo su promesa en compromiso, en una palabra en la que él mismo se encuentra plenamente integrado como contenido de lo prometido. «Te doy mi palabra» se dice, y significa: al prometer, me prometo con lo prometido, adquiero un compromiso.

La mirada

Continua Spaemann: «La forma fundamental de semejante experiencia «absoluta» de la realidad es la mirada del otro que se cruza con la mía». El prisionero es obligado a humillar la mirada, a dirigida al suelo, a esconder su condición personal. Quien está solo otea a su alrededor buscando unos ojos que le rescaten de su aislamiento: los ojos buscan la casa de los ojos de otro. Mirarse es reconocer y ser reconocido como persona, como alguien absoluto que ya no puede seguir respondiendo a un cliché, a un tópico. Los ojos del niño hambriento interpelan desde la foto de publicidad gratuita entre las esquelas pidiendo dinero, porque su mirada lo exige, porque se trata de alguien (no “algo”) que necesita comida. Y el amor aparece cuando los amantes se miran, y esa mirada les destaca entre la multitud (como si tuvieran un aura especial, o porque ese descubrimiento es la sorpresa por antonomasia).

Ocurre, además, que la mirada no es solitaria: yo reclamo mi condición de persona ante los demás porque pido que me acepten. Es decir, no me basta con mirar, sino que yo mismo «soy mirado. Cuando esta mirada no es objetivadora, escrutadora, devaluadora o meramente codiciosa, sino encuentro con la propia mirada en reciprocidad, se constituye para la vivencia de ambas lo que llamamos el ser personal. Sólo en plural hay personas» (la soledad frustra la noción misma de persona). No es que si no me miran no sea persona: la mirada del otro no me constituye. Pero sí me reconoce, y es capaz de decirme lo que soy porque me acepta. Al ser mirado se desvela lo que yo soy.

Por esos motivos «no hay» razones suficientes con las que se pueda justificar el amor hacia alguien: la mirada llena de codicia, o que cosifica, o que exige algo a cambio, o que se queda con alguno de los atributos de esa persona -desgajado, abstraído del conjunto- pero no con la persona misma, no sabe lo que es el descubrimiento del Otro. No ha superado la totalidad, no ha sabido mirar. El devaluador, el codicioso, no están capacitados para mirar en el otro a una persona y, como consecuencia, con frecuencia tampoco pueden creerse que la mirada del otro hacia él se mantenga en una dimensión estrictamente personal (pues no verá en ella sino cálculo, interés, abstracción, los mismos atributos que él tiene). Quien es egoísta lo es para amar, y para ser amado. El amor es recíproco. Su motivo no puede ser ni el cálculo ni la codicia. El amor es porque sí, porque al mirar reconozco y soy reconocido, soy amante y amado.

«Sólo en plural hay personas»: yo necesito ser aceptado, pero para poder serlo debo ser capaz al mismo tiempo de aceptar a quien me mira. Una persona sólo encontrará una relación proporcionada cuando ésta se produzca de la mano de otra persona (no tiene sentido ser amigo de un caballo, o del vino, porque no son capaces de reciprocidad), y por eso sólo en la relación personal la persona es capaz de hacerse justicia a sí misma. No es verdad que «el infierno son los otros» (Sartre). Más bien la experiencia de la soledad absoluta es cuando se debe hablar con toda propiedad de «infierno» (F. Inciarte).

 
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Máscaras y el momento de la libertad

Ahora bien, la misma relación personal exige la posibilidad del riesgo, está abierta a cierta indefensión. Continúa Spaemann: «En principio, la mirada del otro también puede ser simulada». La palabra persona viene del griego prósopon, la máscara tras la cual el actor de teatro escondía su rostro. La persona, dada su no identificación con la naturaleza, dada su excentricidad o distancia respecto de sí, es como el actor que sostiene la máscara: su sonrisa o su llanto pueden ser simulados, fingidos; puede ocultar sus verdaderas reacciones. La interioridad se manifiesta de un modo voluntario, y la hipocresía, la mentira o el disimulo (callar un dolor para no contristar o para evitar la vergüenza) entran dentro del mapa de lo personal. El otro no se da como un fenómeno, no se muestra de forma inmediata, sino que, en principio, aparece como quiere. El otro no es una cosa, sino un quién con potestad sobre sí mismo, de modo que mi control sobre él nunca será pleno y ni siquiera puedo desear que tal cosa ocurra.

«Tener al otro como un ser real, no como una simulación, entraña un momento de libertad. El acto fundamental de la libertad es la renuncia a apoderarse de lo otro, que es una tendencia viviente». La libertad renuncia a imponer al otro un modo de ser, a tratar de dirigirle desde fuera, como si nos encontráramos ante una marioneta, y no frente a alguien que cuenta con palabra propia. La libertad renuncia (debería renunciar) al deseo de apoderarse del otro y reducirle a un ser que responde de manera automática y fija a estímulos. Si el otro es persona, también será libre, y, por lo tanto, trasciende desde su excentricidad el punto de vista reducido del instinto.

No es fácil conseguir ese momento de libertad porque, como todo viviente, el ser humano también busca asegurarse, y con frecuencia se ve dominado por su dimensión instintiva (interés, utilidad). Mas ahí radica lo más propiamente humano: la maravilla y el asombro que provoca el descubrimiento de lo personal consiste en la posibilidad de trascender ese interés posesivo, ese deseo de apoderarse de lo otro para dejar abierto un momento de libertad. Decíamos antes que el pecado se puede identificar con esa tentación: no dejar que las cosas (y especialmente los' demás) sean lo que son. Apoderarse de ellos porque uno se ha convertido en su propio dios. Se ve claro entonces que este pecado implica el maltrato de otra persona (así ocurre, por ejemplo, siempre que se la reduce a objeto de placer o interés) y de uno mismo en la medida en que se deteriora nuestra capacidad más característica: la posibilidad de ejercitar un amor benevolente.

¿En qué consiste tal libertad? De un modo negativo, en la renuncia a constreñir.
Positivamente, esta renuncia «significa dejar ser. Dejar ser es el acto de la trascendencia que constituye el signo auténtico de la personalidad». ¿Por qué? Porque supone la implícita aceptación de que en el otro te encuentras ante un ser que es principio de sus actividades, es providente sobre ellas y, por eso, está en condiciones de aceptarte tal y como eres, o de no hacerla si no quiere. Está en condiciones de aceptarte precisamente porque le da la gana, de una manera gratuita; esto es, a consecuencia de un acto de amor, como fruto de una entrega. El amor sólo puede ser voluntario, libremente deliberado: únicamente puede entregarse quien se tiene, quien se posee. Y posesión sobre sí -distancia frente a su esencia- sólo tiene la persona. La pasión se despierta de pronto, pero amar es afirmar, aceptar, acoger... y ser acogido.

miércoles, 11 de julio de 2007

El rostro

“El rostro supera a todas las demás partes del cuerpo por la facilidad y multiplicidad de sus movimientos. En él asistimos a un movimiento casi continuo de las partes, que muchas veces no se hacen patentes como tales partes, sino más bien como modificaciones del todo. A éstas se añaden otras modificaciones: cambio radical del color del rostro, o modificaciones de este mismo y del tamaño o del brillo de los ojos. Si la cabeza ya por su posición desempeña el papel preponderante en el conjunto de la estructura del cuerpo humano, esta multiplicidad de posibilidades de cambio le presta aún más relevancia” (Edith Stein).
 
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El rostro tiene en el cuerpo un singular efecto comunicativo. El rostro puede crisparse, descomponerse, desencajarse, desdibujarse, lucir, reflejar, transfigurarse. El rostro puede ser adusto, agraciado, altivo, angelical, apesadumbrado, aquilino, candoroso, celestial, cariacontecido, compungido, congestionado, crispado, demacrado, desafiante, enjuto, escuálido, estático, inexpresivo, impertérrito, imperturbable, inmutable, lívido, malicioso, pesaroso, pletórico, risueño, siniestro. La alegría y la tristeza son evidentes, aunque se intente disimularlas. La actitud reflexiva o los sentimientos no se advierte en otras partes del cuerpo como en el rostro. La admiración, la extrañeza, la duda, el pesar, el perdón, la compasión y muchos otros actos interiores se ven sin necesidad de emitir palabras que los expliquen, es más, con frecuencia basta una mirada para decir casi todo lo que se piensa o se quiere decir sin encontrar el modo. El rostro supera a todas las demás partes del cuerpo por la facilidad y multiplicidad de sus movimientos. En él asistimos a un movimiento casi continuo de las partes, que muchas veces no se hacen patentes como tales partes, sino más bien como modificaciones del todo. A éstas se añaden otras modificaciones: cambio radical del color del rostro, o modificaciones de este mismo y del tamaño o del brillo de los ojos. Si la cabeza ya por su posición desempeña el papel preponderante en el conjunto de la estructura del cuerpo humano, esta multiplicidad de posibilidades de cambio le presta aún más relevancia.

La riqueza de expresiones revela la expresividad de las emociones, de los sentimientos y de los estados de ánimo que se observan en el rostro. En el rostro se encuentran diversos órganos: ojos, nariz, boca, oído, a los que se puede añadir como expresivos: frente, pómulos, barbilla. Los músculos principales son unos cincuenta, varios alrededor de cada órgano. Las posibilidades de gesto combinando unos y otros son innumerables. Por otra parte existen culturas y temperamentos que tienden a la inexpresividad, este gesto ya es muy expresivo de la interioridad. La mayoría de los humanos suele ser muy expresivo y, aunque algunos gestos son modos de comunicación aprendidos culturalmente, la mayoría son espontáneos conjugando esas miles de posibilidades con resultados que son un verdadero lenguaje.

El rostro del santo y del libertino reflejan dos mundos, y sin grandes esfuerzos de análisis, sino por un sentido natural más profundo que la misma razón, adivinamos la santidad o el vicio en sus rostros. Entre esos dos extremos se sitúa ese rostro enigmático, variable, mediocre, que muchas veces es el nuestro; pues somos unos miserables que no estamos hundidos en el vicio por pura misericordia de Dios, pero que oprimidos por la debilidad humana nos hallamos lejos de la santidad. Todo lo cual confirma el adagio: el semblante es el espejo del alma”.

Además de ser el rostro medio de significación del interior Levinas hace referencia al rostro como superación del ensimismamiento subjetivista e idealista. Al descubrir el rostro del otro se sale de la interioridad y subjetivismo. “Este acontecimiento único, radicalmente nuevo se produce, según Levinas, en una experiencia absoluta, la epifanía del rostro, es decir la aparición del otro como rostro al desnudo.

Encontrar una mirada es encontrar una exigencia que irrumpe en el ghetto de mi suficiencia, que rompe el cerco de la totalidad. La mirada del otro es algo distinto de una cosa y se resiste a ser encerrado en el horizonte objetivo que proyecta mi yo, es como un relámpago inasequible que rasga la bóveda englobante del yo”.

“En el cara a cara de la epifanía del rostro, el ser se presenta como exteriorizado, muestra la transcendencia. El rostro es exterior en el sentido de que no puede ser reabsorbido en el círculo de la interioridad. El prójimo es transcendente. En la irrupción visible de su transcendencia se manifiesta la transcendencia del Completamente-Otro, del Invisible, de Dios. El prójimo, precisa Levinas, es la huella del completamente Otro”.

viernes, 6 de julio de 2007

Que es amar

Se habla mucho del amor, pero uno tiene muchas veces la sensación de que se nos escapa el significado pleno de esta palabra. Es muy posible que utilicemos la palabra amor con tanta frecuencia como ambigüedad. Se ha dicho que el amor es el uso más humano y más profundo de la voluntad, pero eso nos parece insuficiente, porque no aclara hacia dónde se debe dirigir el amor. Algo más clarificador es ARISTÓTELES cuando afirma que “Amar es querer el bien para otro”.
 
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De todos modos nos sigue pareciendo algo insuficiente y buscamos una mayor clarificación acerca del contenido de esta actividad, que según intuimos, es la más alta que puede realizar el ser humano. Se dice que el amor tiene afectos, en cuanto es acompañado de sentimientos, y efectos en cuanto supone actos de la voluntad. "Obras son amores..." dice el refrán. Por eso quisiera detenerme ahora a enumerar esos actos en los que se basa el amor verdadero y por tanto una vida lograda y feliz.


Amar es poseer, alcanzar lo amado, hacerse uno con ello. Qué duda cabe de ello. La inclinación a la propia plenitud nos hace desear y amar aquello que nos perfecciona, y consideramos un fracaso no alcanzar el objeto amado. Por eso los caminos del amor son siempre los que conducen a la unión con el amado, una unión que está llamada a ser lo más plena posible.

Amar es gozar, poseer lo amado significa gozo. “El gozo lo causa la presencia del bien amado, o también el hecho de que ese bien amado está en posesión del bien que le corresponde y lo conserva” dice TOMÁS DE AQUINO. Hay formas distintas de gozar según sea el bien poseído, es decir, hay tantos tipos de felicidad como clases de bienes, siendo mayor la felicidad cuanto más alto es el bien poseído.

Amar es conocer. No se puede amar lo que no se conoce, y al revés, nadie conoce mejor que quien ama lo conocido. Para amar hay que conocer y para conocer -sobre todo a las personas- hay que amar. Ningún amante se conforma con conocimientos superficiales del ser amado: busca conocerlo a fondo hasta identificarse con él.

Amar es dialogar, para conocerse (y darse a conocer) ha de haber un diálogo. Amar es una relación de ida y vuelta en la que se produce una donación recíproca, en la que uno al otro se manifiestan su intimidad. Precisamente es con el diálogo como comienza a compartirse una intimidad. Estar abiertos al diálogo y fomentarlo siempre es tarea obligada para el que quiere amar.

Amar es compartir, lo más importante que comparten los que se aman es la intimidad. Sólo se comparten realmente los bienes espirituales (se pueden tener en común sin que el bien disminuya) un bien material no se comparte sino que se reparte. Es importante revisar con frecuencia qué cosas compartimos con las personas que amamos, pues este será un buen indicador del contenido de esa realción.
 
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Amar es recordar. Muchas veces los que se aman tienen que separarse, entonces amar es recordar, evocar la presencia del amado cuando está ausente, traer a la memoria esa vida en común que se retiene como los momentos en que vivir ha sido una actividad verdaderamente intensa y bella. El recuerdo aviva de esta manera el amor haciendo presente al amado y provocando desear el reencuentro.

Amar es estar juntos, del compartir surge el deseo de seguir compartiendo y del goce que da la presencia de la persona amada nace la voluntad de no separarse, de estar juntos. Dice ARISTÓTELES que “nada hay tan propio de la amistad como convivir”. El amor busca la compañía del ser amado, soporta mal la separación, que siempre es motivo de dolor: mal de amor sólo se cura con la presencia y figura.

Amar es alegrarse, quien ama está alegre: se advierte en su semblante, en sus gestos. La alegría es el sentimiento que nace al afirmar “¡es bueno que tú existas!”, dice PIEPER. Amar es alegrarse con el bien del otro, y por tanto es una alegría que predispone siempre a actuar a favor de la persona amada.

Amar es perdonar es “borrar” las limitaciones y defectos del otro, no tenerlas excesivamente en cuenta, no tomarlas demasiado en serio, sino con buen humor, quitarles importancia diciendo “¡sé que tú no eres así!” Quien no perdona no ama. Nos encontramos aquí con una de las facetas más sublimes del amor: el amor redime, que hace bueno al amado.

Amar es ayudar el que ama está pendiente de las necesidades del otro y de ayudarle a mejorar. Amar es por tanto estar disponible para todo lo que necesite la persona amada. También hay que dejarse ayudar, dado que el amor exige reciprocidad, saber aceptar ese ofrecimiento no adoptando actitudes de autosuficiencia.

Amar es sacrificarse, si queremos colaborar en el bien del amado necesariamente tendremos que sacrificarnos por él, tendremos que olvidarnos de nosotros mismos, salir de nuestra comodidad y de nuestro egoísmo porque sólo así seremos felices: haciendo feliz a quien está junto a mí. "Lo que se necesita para conseguir la felicidad -dice san JOSEMARÍA Escrivá- no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado"
 
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Amar es cuidar hay que tener cuidado del ser amado para que no se estropee, para que no corra peligro, para que nada frene su andar hacia la perfección y la felicidad. Amar es tomar al otro como tarea para lograr que aflore lo mejor de sus posibilidades: "quiero sacar de ti tu mejor tú” dice SALINAS. En especial es necesario cuidar a los débiles, a los niños, a los enfermos, a los ancianos.

Amar es curar siempre que se puede. Curar es remediar los defectos del ser amado, aliviar el mal del alma o del cuerpo. Esto exige una especial atención hacia la persona amada, una mirada que detecte las "heridas" a tiempo y una solicitud que ponga remedio eficaz en cuanto sea posible para aliviar en la medida de lo posible todo sufrimiento o todo peligro que amenace al amado.

Amar es sufrir ante la posibilidad de perder el bien poseído. Sólo quien ama puede sentir la pérdida porque no se puede perder lo que no se ama. También es propio del amor el sufrimiento que nace de compartir los dolores con el amado: “quien ama considera al amigo como a sí mismo, y hace suyo el mal que padece” dice SANTO TOMÁS. De este modo quien ama multiplica las posibilidades de sufrimiento.

Amar es compadecer, si amar es hacer nuestros los problemas de los demás, amar es padecer-con es no pensar que ese problema es "su problema", porque también es "mí problema". Esta es la auténtica solidaridad, la que provoca el amor que hace imposible la indiferencia ante cualquier forma de sufrimiento que se nos haga presente.

Amar es consolar, si el amado está triste porque le aflige algún mal, amar es querer consolarle, es decir, procurar sacarle de ese sufrimiento, restituir su alegría. No siempre es fácil, quizá muchas veces ni siquiera es posible consolar, pero por eso mismo en este terreno el más pequeño gesto es muy de agradecer y denota gran finura por parte del amante.

Amar es acoger. La llegada del amado es siempre alegre, pues es estar al fin con él. Un acto específico del amor es por tanto acoger, recibir bien a la persona aceptando todo lo que nos ofrezca, aunque sean problemas. Amar es alegrarse por la “vuelta a casa”.
 
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Amar es comprender esto es, conocer al otro de tal manera que nos ponemos en su lugar y entendemos sus puntos de vista. El esfuerzo por comprender las razones del otro, sus puntos de vista, sus sentimientos, etc. es quizá una de las consecuencias más importantes del verdadero amor, en cuanto supone una clara disposición a valorar al otro saliendo de uno mismo. Con frecuencia el amante deberá ejercitarse en este costoso, pero fructífero, modo de actuar.

Amar es escuchar. Para conocer al otro y sus razones, es necesario el diálogo. Para dialogar -y para comprender- hay que escuchar, dar nuestro tiempo al amado para conocerle mejor y poder ponernos en su lugar, atendiendo a sus razones. La atención al escuchar es una de las muestras más exquisitas de educación y respeto a la otra persona. Dice ORTEGA que "el amor es una alteración patológica de la atención". El cariño es atento, nada le pasa inadvertido, se interesa por todo lo que se refiere al amado.

Amar es obedecer porque el amor lleva a la identificación de las voluntades, es querer lo que el otro quiere. Algo propio de los amigos querer lo mismo, nada une más que querer las mismas cosas o tener los mismos proyectos. Por eso se puede decir que amar es actuar gustosamente con la voluntad del otro. Y eso es obedecer, pues supone saber que la voluntad del otro, de quien me fío, encaja perfectamente con mis propios proyectos, aunque esto, a veces, no sea evidente a primera vista.

Amar es prometer porque es entregar nuestro futuro al amado. Sólo podemos entregarnos en el tiempo, y nuestra decisión de darnos se ha de mantener en el tiempo. El hombre es un ser que "promete" porque es capaz de asumir un proyecto amoroso que tendrá que ir realizándose paso a paso en un futuro, dado que la vida humana es algo que se despliega en el tiempo. Aunque quisiera, el amante no puede darse del todo en un instante, tiene que prometer su amor, que es "comprometer su futuro".

Amar es ser leal es decir, estar dispuesto a seguir amando cuando el ser amado está ausente. Resulta fundamental que se de esa confianza, esa seguridad de que el amante será fiel en todo momento, también, por supuesto, en ausencia del amado. Ser leal es también no permitir "habladurías" del amado, no creer a quien habla mal de él ni consentir que lo haga

Amar es confiar el amante confía en el amado, le deja actuar como quiera porque sabe que será fiel. Es, dar libertad al amado sabiendo que el uso que haga de ella servirá para que crezca el amor. Confiar es no fiscalizar ni recelar, es esperar siempre el bien del amado, es no pensar mal. "El amor -dice SAN PABLO- todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre".

Amar es decir la verdad sin herir, buscando el momento oportuno, con delicadeza, procurando que la verdad presida siempre la relación amorosa. Nunca puede esperarse que el amor se edifique sobre la mentira o la falsedad o la pura apariencia. Hay que amar al amado con toda su verdad, aunque ésta, a veces, no corresponda al ideal que podemos habernos forjado.

Amar es esperar el verdadero amante todo lo espera pues sabe que pretende un bien futuro que puede ser arduo de conseguir y que exigirá sacrificios por ambas partes. La esperanza fundada en el amor es la más tenaz, la que aguanta todas las dificultades. En realidad la más bella esperanza es la que se basa en el amor.

Amar es regalar que es la forma más pura de dar porque sólo importa que el otro reciba un bien, sin interés propio en el regalo. El regalo siempre tiene algo de inesperado y, por tanto de ilusión y exige desprenderse de algo que cueste.

Amar es agradecer es saber corresponder al bien recibido. La gratitud es uno de los sentimientos más nobles y desinteresados. Es valorar lo que otro hace por mí. Es reconocer el don que otro me hace. Sin agradecimiento no puede darse verdadero amor, porque apenas se es capaz de reconocer lo valioso.

Amar es darse porque el regalo más valioso es uno mismo, o al menos debería serlo, por eso amar es un constante estímulo para mejorar. Nadie da lo que no posee, por eso lo primero que debe procurar el amante es ser dueño de sí mismo: poseerse para darse a quien nos ama. Darse exige un destinatario: alguien que reciba el don de mí mismo, por eso amas es saber que el destino de mi vida es otra persona, que mi vida no tiene un destino ciego sino un destino libremente elegido: el destino te lo montas tú. Al amar es cuando experimentamos más claramente que somos dueños de nuestro destino.

Amar es enseñar, es hacer partícipe a la persona amada de la verdad que se tiene o de la experiencia que se ha adquirido, a veces con gran esfuerzo y tiempo. Sacar de la ignorancia es uno de los primeros hechos que exige el amor. Todo conocimiento verdaderamente enriquecedor deberá estar entre los dones que se quieren comunicar.

Amar es corregir. Cuando vemos que la persona amada se equivoca: no podemos dejarla en el error porque eso le podría hacer mucho daño. Cuando la conducta de la persona amada no tiene una adecuación al bien que le es propio, debe ser ayudada a salir de ese trance.

Amar es contemplar, es mirar con amor sabiendo descubrir todo lo que de positivo y bello tiene el amado. Contemplar es mirar amando. Es mostrar el máximo interés por la persona amada. Es descubrir las facetas más bellas, que quizá permanecen ocultas incluso para el propio amado.

jueves, 5 de julio de 2007

La virtud en Aristóteles

Siguiendo la selección te textos de la Eticas de Aristóteles nos vamos a centrar hoy en un concepto importante: la virtud. Para Aristóteles y sus innumerables seguidores se trata de esa capacidad específicamente humana de auto-perfeccionamiento mediante el desarrollo de hábitos. Necesitamos virtudes para obrar siempre de modo certero, firme y gustoso.


La virtud es el mayor de los bienes humanos. Pero lo importante no es saber qué es la virtud, sino cómo se conquista. Pues no nos conformamos con saber lo que son el valor y la justicia, sino que queremos ser valientes y justos. De la misma manera, queremos estar sanos más que saber en qué consiste la salud.

La conducta humana se consolida gracias a los hábitos. Y los hábitos no son innatos sino que se adquieren por repetición de actos (cosa que no vemos en los seres irracionales, pues si lanzas hacia arriba una piedra diez mil veces, jamás subirá si no es obligada por la fuerza).

La virtud es precisamente un hábito, una costumbre que se adquiere mediante la reiteración de actos semejantes. Es lo que sucede con cualquier aprendizaje: para dominar un instrumento musical hay que practicar, y para ser constructor hay que construir. Del mismo modo, nos hacemos justos practicando la justicia. Y si nos ejercitamos en la fortaleza y la templanza, seremos templados y fuertes. Prueba de ello es lo que ocurre en la sociedad: los legisladores hacen buenos a los ciudadanos haciéndoles adquirir costumbres, y si no obran así se equivocan, y en eso se distingue un régimen de gobierno bueno, de otro malo.

 
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Si la conducta no necesitase de la educación y la costumbre, no habría ninguna necesidad de maestros, pues todos seríamos buenos o malos de nacimiento. Pero lo cierto es que la repetición de los mismos actos es imprescindible para alcanzar la virtud, pues es nuestra actuación habitual en los negocios lo que nos hace justos o injustos, y nuestra actitud ante el peligro lo que nos hace valientes o cobardes. Lo mismo ocurre con los placeres y la forma de ser: unos se vuelven moderados y apacibles, y otros desenfrenados e iracundos, según se hayan comportado de forma habitual.

Así pues, los hábitos se consiguen por repetición de actos. De ahí la importancia de repetir actos buenos. Por consiguiente, adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos no tiene poca importancia, ni siquiera mucha: tiene una importancia absoluta.

Para ser bueno no basta querer. Tampoco basta saber. Si no se realizan muchos actos buenos, nadie tiene la menor probabilidad de llegar a ser bueno. Los que se dedican a teorizar sobre el bien se parecen al enfermo que escucha atentamente al médico y luego no hace nada de lo que le prescribe. Y así, éste no curará su cuerpo con la Medicina, y aquellos no sanarán su espíritu con la Filosofía.

De la conducta humana es difícil hablar con precisión. Más que reglas fijas, el que actúa debe considerar lo que es oportuno en cada caso, como ocurre también con el piloto de un barco. Hablando en general se puede afirmar que una conducta es mala tanto por defecto como por exceso, igual que es malo para la salud tanto la falta de ejercicio como su exceso. También si la comida y la bebida son insuficientes o excesivas, arruinan la salud.

Lo mismo sucede con la templanza, la fortaleza y las demás virtudes. El que siempre se acobarda y nunca planta cara se vuelve cobarde. El que no conoce el miedo y afronta cualquier peligro es un temerario. Y el que persigue todos los placeres se convierte en un desenfrenado. Así pues, estas virtudes se destruyen por exceso y por defecto, y el término medio las conserva.

En toda acción puede haber exceso, defecto y término medio, al menos respecto al que actúa. Sucede en la gimnasia, en la medicina, en la arquitectura, en la navegación y en cualquier tipo de conducta. Por consiguiente, la virtud ética se refiere a determinados términos medios, entre los que figuran los siguientes ejemplos:

Irascibilidad – indolencia: mansedumbre
Intemperancia – insensibilidad: moderación
Fanfarronería – disimulo: sinceridad
Adulación – desabrimiento: amabilidad
Obsequiosidad – antipatía: dignidad
Vanidad – pusilanimidad: magnanimidad
Prodigalidad – avaricia: generosidad

Irascible es lo contrario de indolente: aquél se irrita más de lo que debe, y éste apenas reacciona. Temerario es el que no teme lo que se debe temer, y cobarde es el que teme lo que no debe, cuando no debe y como no debe. Intemperante es el que, respecto a sus deseos orgánicos, cae en todos los excesos posibles. Fanfarrón es el que dice tener más de lo que posee, y disimulador, el que se atribuye menos. Es adulador el que alaba más de lo debido, y desabrido, el que alaba menos. El que se excede en satisfacer al prójimo es obsequioso, y el que apenas lo hace es antipático. Vanidoso es el que se cree más de lo que es; pusilánime, el que se cree menos. El que no soporta ningún dolor es blandengue; el que lo soporta todo es sufrido. Pródigo es el que se excede en todo gasto; tacaño, el que en todo se queda corto.

En general, toda conducta ética, elogiable o censurable, es un exceso o un defecto o un término medio respecto a una pasión.

Entiendo por pasiones los afectos o tendencias que van acompañados de placer o dolor. Por ejemplo: la ira, el miedo, la envidia, la alegría, el amor, el odio, los deseos, los celos, la compasión.

Los placeres y los dolores influyen mucho en los hábitos, pues somos capaces de hacer cosas malas si son placenteras, y nos apartamos del bien cuando nos causa dolor. De ahí la necesidad de haber sido educados desde jóvenes -como recomienda Platón- para distinguir qué placeres y dolores conviene aceptar o rechazar. En realidad, esa es la auténtica educación.

La virtud es, según vemos, un hábito selectivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón prudente. Término medio no significa en este caso mediocridad, sino lo contrario: excelencia y superioridad sobre dos vicios extremos.

No todas las acciones y pasiones admiten el término medio, pues hay algunas malas de por sí. Por ejemplo, pasiones como el odio o la envidia, y acciones como el adulterio, el robo o el homicidio. Todas ellas son malas en sí mismas, precisamente porque son excesos o defectos, y por ello son siempre equivocadas y nunca buenas.

Hallar el término medio no es fácil. Por eso tampoco es fácil ser bueno. En cambio, irritarse está al alcance de cualquiera, y también gastar dinero, pero gastarlo cuando se debe y donde se debe ya no está al alcance de todos ni es cosa fácil. Por eso el bien es raro, laudable y hermoso. Y el que se propone encontrar el término medio debe en primer lugar apartarse de los extremos contrarios, como aconseja la ninfa Calipso a Ulises: -De este vapor y de esta espuma mantén alejada la nave.

Respecto a la ira, por ejemplo, es virtuoso el que se irrita cuando debe, con quien debe y como debe. Pues el que parece incapaz de irritarse es tenido por necio. Sin embargo, no es nada fácil determinar cómo, con quiénes, por qué motivos y por cuánto tiempo debemos irritarnos, ni hasta dónde es razonable hacerlo. Por eso a veces alabamos lo mismo a los que se quedan cortos y a los que se exceden, y los llamamos benignos o duros respectivamente. Lo que está claro es que la posición intermedia es la mejor, y que los excesos y defectos son reprensibles.

miércoles, 4 de julio de 2007

la perspectiva cristiana de la sexualidad

Jokin de Irala, profesor de la Facultad de Medicina de las Universidad de Navarra, y doctor en Salud Pública por la Universidad de Massachussets, escribe en su libro “Un momento inolvidable” (2005) acertadas reflexiones sobra la sexualidad humana. Copiamos aquí algunos párrafos del Capítulo 7, donde habla de “El punto de vista cristiano”. El autor, entre otras cosas, pretende mantener relación con los lectores a través de la página web de la Asociación de Profesores de Planificación Familiar Natural (http://www.renafer.org/) así como a través de la dirección de correo electrónico: unmedico@gmail.com

 
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Son muchos los cristianos que no conocen del todo bien su propia religión. De hecho, podemos afirmar con cierta seguridad que vivimos una época con una auténtica crisis de formación por parte de los cristianos. Esta crisis de formación se extiende incluso a personas con responsabilidades educativas en el seno de la Iglesia. Por dar un ejemplo, ¿cuántos educadores de la Iglesia saben que la Planificación Familiar Natural es hoy una alternativa fácil de aprender y tan eficaz como algunos métodos artificiales como la píldora? ¿Cuántos saben que estas eficacias se publican en revistas científicas con toda naturalidad?

Esta crisis se puede intuir al observar la cantidad de opiniones que se vierten al margen de la enseñanza de la Iglesia, en materias tan importantes para la sociedad como el matrimonio, la sexualidad, el aborto, la eutanasia, por no citar más que algunos. Muchos opinan, pero no se ven capaces de defender claramente las razones de sus opiniones o se limitan a repetir lo que es políticamente correcto en nuestros tiempos o lo que está de moda en los medios de comunicación.

En ciertas ocasiones, se vierten incluso ataques injustos contra el Magisterio de la Iglesia, hasta el punto de que algunos autores afirman que el ataque a la Iglesia es «uno de los últimos prejuicios aceptables en nuestras sociedades» (Jenkins P, 2003). Efectivamente, vivimos en sociedades donde, por fortuna, la tolerancia es cada vez más importante pero donde, sin embargo, se acepta como «graciosa» la burla sistemática hacia la Iglesia, o hacia el cristiano que puede ser incluso ridiculizado en público.

La falta de formación nos lleva sin remedio hacia la pérdida de la fe propia y de nuestros descendientes. Sin formación adecuada, nuestras opciones no pueden ser atractivas para los demás porque no las viviremos con convicción. Sin formación adecuada, es más fácil el desánimo ante corrientes contrarias y no sabremos transmitir nuestros valores y la propia fe a nuestros hijos. Una generación puede vivir de las costumbres y de la cultura que emana de nuestra fe pero la generación siguiente se quedaría irremediablemente alejada de la fe. Ni siquiera podemos depender en exclusiva de la educación que puedan recibir nuestros hijos en el colegio si nosotros no sintonizamos con ella.

La enseñanza de la Iglesia sobre sexualidad humana es extremadamente rica en textos, algunos de los cuales incluso sorprenderían a quienes los leen por primera vez por entender que buscan la verdadera felicidad del ser humano a través de la integración de su sexualidad. Uno puede pensar que la enseñanza de la Iglesia no persigue más que ciertos oscuros intereses partidistas basadas en prohibiciones más o menos ridículas. Sin embargo, las prohibiciones inteligentes y bien razonadas también se pueden comprender como medidas encaminadas a protegemos del sufrimiento. Véase, por ejemplo, la prohibición de un padre que no deja a un hijo de 2 años acercarse a una piscina. La Iglesia se puede percibir como una institución que conoce bien al ser humano en todas sus facetas y que pretende ayudarle a lograr esa felicidad que, de hecho, anhela. No en vano, lleva siglos enseñando básicamente lo mismo.
Sería un error pensar que la Iglesia considera bueno todo lo que enseña simple y ciegamente porque dichas enseñanzas forman parte de su doctrina. Ocurre justo lo contrario, la Iglesia adopta y enseña lo que ha percibido como bueno para el ser humano. Por esta razón muchas de sus enseñanzas son patrimonio de todos los seres humanos, son comunes a muchas culturas y son buenas para cualquiera, aunque no sea cristiano. Desde esta perspectiva, uno puede entender mejor algunas de sus enseñanzas.

Algunas pinceladas sobre la enseñanza de la Iglesia en materia de sexualidad

La sexualidad humana es de trascendental importancia en la revelación cristiana, no sólo por ser un medio a través del cual dos personas que se aman se pueden entregar mutuamente por entero (don del cuerpo y don de toda la persona) sino, también y sobre todo, porque puede dar origen a la vida de un nuevo ser humano. De esta manera, el hombre y la mujer participan con su libertad y generosidad en la obra creadora de Dios, haciendo posible que una nueva vida humana comience.

Para el cristiano que cree en la vida eterna después de la muerte, dar vida no es un acto banal porque uno es consciente de que, desde su sexualidad y generosa entrega, puede abrir el camino para que un nuevo ser humano nazca. Sus hijos pueden participar en la vida terrenal siendo activos y solidarios para ayudar al prójimo y sobre todo con el potencial de alcanzar la felicidad eterna viendo a Dios después de la muerte. Este bien en potencia es tan grande que la Iglesia cuida muy celosamente todo aquello que pudiera alterar el significado profundo de la sexualidad humana como lo son su banalización y su comercialización en la sociedad actual.

Incluso en el seno del matrimonio, aconseja también (al igual que otras religiones o culturas como las orientales) la continencia periódica, como modo de vivir la sexualidad conyugal, precisamente para proteger en todo momento el sentido pleno de la sexualidad humana y del amor a la persona (Wojtyla K, 1996). Esta recomendación va más allá de su utilización para planificar nacimientos.

Por otra parte, para la Iglesia, todo ser humano tiene una dignidad que debe ser respetada y protegida y no puede aceptar que una persona sea utilizada como mero objeto y en el caso de la sexualidad como objeto de placer. De ahí la importancia que se da a la preparación y formación personal de los jóvenes antes de iniciarse en la vida sexual. Sin la preparación adecuada, es más fácil equivocarse y confundir, por ejemplo, un deseo con el auténtico amor. La auténtica sexualidad humana se puede convertir en un mero instrumento egoísta de búsqueda mutua de placer. Los fracasos tan frecuentes hoy en materia de amor y sexualidad son, en gran medida, consecuencia de estos errores cometidos por falta de una adecuada preparación previa. Hago mía la afirmación siguiente:

Quizás nunca hubo, como hoy, un interés tan masivo por las cuestiones relacionadas con el sexo y el amor. Además de la bibliografía abundante, inunda los productos mediáticos y la praxis corriente. Al mismo tiempo, tal vez como nunca, los amores son tan frágiles, el anhelo de compañía y de confianza íntima tan volátil y difícil, las soledades tan frecuentes, profundas y desconcertantes. (Viladrich , 2003).


La espera antes del compromiso, aconsejada al cristiano, se convierte entonces en una auténtica protección contra el sufrimiento en el amor humano; le ayuda a prepararse mejor para ese gran servicio de la vocación del matrimonio, de la paternidad y la maternidad.
 
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El matrimonio cristiano

El matrimonio cristiano responde perfectamente a la toma de conciencia del cristiano del papel que debe desempeñar en la sociedad donde vive: por respeto y solidaridad con esa sociedad, anuncia públicamente su matrimonio y se compromete con su pareja ante ella. Además, el sacramento del matrimonio cristiano presenta características propias (modificado de Sonnet D, 2002):

1) Es un signo del amor de Dios. El sacramento es una ayuda concreta para que podáis amar como Él os ha amado, con un amor fiel y capaz de llegar al extremo por la otra persona. Se entiende entonces que un cristiano quiera contar con esa ayuda espiritual antes de embarcarse en semejante aventura apasionante. El carácter indisoluble del matrimonio es, de hecho, un apoyo para que los esposos luchen día a día por su matrimonio y ante las adversidades que siempre vienen.

2) Es un signo del amor que le tenéis a Dios porque le ofrecéis, en esos momentos, vuestro amor; le hacéis copartícipe del compromiso con vuestro cónyuge y le pedís ayuda para cumplirlo con fortaleza y generosidad. En ese momento también estáis ofreciendo, en su caso, el esfuerzo de la espera sin relaciones sexuales que ha habido antes del matrimonio porque habéis querido contar con ese sacramento, antes de entregaros por completo a la otra persona.

La fecundidad matrimonial alentada por la Iglesia es amplia y abarca, de hecho, las tres fecundidades que observábamos en el esquema anterior. El matrimonio cristiano maduro debe estar abierto a la vida (con sus hijos y/o con los hijos de los demás), debe ser solidario y debe ser rico en amigos. En el caso de no poder lograr una descendencia propia, evidentemente no acaba por ello vuestra finalidad como matrimonio cristiano ya que podéis adoptar los hijos de otros o podéis aumentar la dedicación a los demás aspectos de la fecundidad matrimonial que veíamos en la figura del desarrollo del amor humano adulto (recordad que las tres aperturas eran:
procreación, solidaridad social y amigos).
 
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La sexualidad humana como «buena noticia» también para el cristiano

La sexualidad humana es, por lo tanto, una «buena noticia» también para el cristiano. El cristiano cree que la sexualidad humana ha sido creada por Dios para que el hombre y la mujer, a semejanza del amor que Él les tiene, puedan amarse en cuerpo y alma, puedan gozar a través del placer de la gratificación sexual y puedan tener hijos, como reflejo del amor que se tienen y como fruto de su generosidad al querer compartir su amor con ellos. En este sentido algunos afirman que «la sexualidad es el camino más corto entre dos almas». La generosidad también se ejerce hacia la sociedad ya que la familia es la célula más importante de la misma, donde se forman y preparan las personas que constituyen su futuro, la fuerza de la solidaridad futura. Este mensaje debe ser por lo tanto festejado por el cristiano.

Al saber que las relaciones sexuales que les unen como una sola carne están bendecidas por Dios, la entrega del cuerpo se hace de una manera inseparable de la entrega de la persona. La entrega física es cada vez mayor y se acompaña de una entrega también cada vez mayor de la persona de tal manera que el cuerpo expresa realmente lo que hay en el interior del ser humano (confianza, agradecimiento, respeto, admiración, afán de eternidad, esperanza de estar juntos siempre, deseo de hacer feliz al cónyuge y, en su caso, amor por el hijo que puede venir) con la seguridad de estar haciendo algo muy bueno con el propio cuerpo que entregamos a la persona amada y con la conciencia de que el placer que se deriva de esta entrega, y que debemos querer procurarle a la persona amada, es bueno y querido por Dios (Aysa M, 2001).

Los cristianos pueden dar gracias a Dios por su sexualidad y, al igual que el cristiano reza agradeciendo cualquier don recibido, la oración antes y/o después de una relación sexual debe resultar natural. El placer compartido constituye un nexo de unión entre las personas que se aman y facilita el agradecimiento y la alabanza a quien nos lo proporciona y desde luego a Dios, si se es creyente (Sonnet D, 2002).

La paternidad responsable

El concepto de paternidad responsable es importante para la Iglesia. Paradójicamente, es también objeto de mucha confusión. Para poder hablar de responsabilidad ante una decisión determinada, se entiende que deben estar presentes tanto el conocimiento suficiente sobre las circunstancias que rodean la decisión como la libertad para poder, de hecho, tomarla. Por ello, se habla también de «libertad informada» o de «libertad formada». Esta formación continua es necesaria para el cristiano, para que pueda formar su conciencia y tomar mejores decisiones a lo largo de su vida. En definitiva, para elegir bien, debemos formamos bien antes.

Para entender el concepto de paternidad responsable, es preciso comprender antes la enseñanza de la Iglesia en materia de sexualidad. Para la Iglesia, la sexualidad humana tiene un valor trascendente por varias razones:

1) Cuando la sexualidad se vive siguiendo, como norma, el valor y el respeto de la persona, es un lugar de encuentro y donación total entre dos personas.

2) Fruto del amor y de esta entrega es posible dar la vida a un ser humano. Para el cristiano, esto tiene una relevancia especial porque le permite ser copartícipe directo en la creación. Dios ha querido que la disponibilidad generosa del matrimonio sea el lugar natural para dar vida a un nuevo ser, en alianza con los padres.

3) Dar vida a un ser humano significa, para el cristiano, darle a alguien la oportunidad de poder gozar de la felicidad eterna viendo a Dios.

4) A través de la procreación, el cristiano también es consciente del papel importante que desempeña para la sociedad porque da vida a una persona que puede contribuir a mejorarla. La familia suele ser el núcleo más importante para todo ser humano, y por lo tanto para la sociedad, porque es el primer lugar donde uno es aceptado y valorado no por lo que tiene sino simplemente por lo que es.

Se entiende entonces, que los hijos sean un bien, un don que se nos confía a los padres. Tenemos la responsabilidad de ayudarles a que alcancen su máximo potencial como seres humanos.

Todas estas consideraciones explican el empeño de la Iglesia en proteger cualquier aspecto referido a la sexualidad. Lo que se juega en esta cuestión afecta profundamente al ser humano. Por ejemplo, la Iglesia no considera lícita la utilización de métodos anticonceptivos que sean mutilantes e irreversibles por cerrar para siempre la posibilidad de dar vida (métodos como la ligadura de trompas o la vasectomía). Otros métodos llamados anticonceptivos son claramente abortivos (RU486) o pueden serlo en ciertos momentos en una misma mujer: píldora anticonceptiva, píldora del día después, dispositivo intrauterino.

Algunos métodos, como el preservativo, no tienen efectos abortivos pero se asocian a una actitud, por parte de los usuarios, diferente respecto a aquellas personas que utilizan la Planificación Familiar Natural (PFN). Asumiendo que ambos tipos de personas hayan tomado su decisión en conciencia, los que utilizan preservativos acaban impidiendo la fecundación directamente por su actuación, en el caso de que dicha posibilidad exista tras una relación sexual. Este sería un ejemplo de acto sexual «no abierto a la vida», en palabras de la encíclica “Humanae Vital”, puesto que, de no haber utilizado una barrera entre el espermatozoide y el óvulo, el embarazo habría sido posible como fruto de esa relación sexual. Es, además, una situación provocada directamente por la pareja.

Por el contrario, las parejas que utilizan la PFN adaptan el ejercicio de su sexualidad a los ritmos de fertilidad e infertilidad del ciclo, que naturalmente existen en la mujer, en vez de provocar este efecto de barrera. Ambas actitudes son diferentes y, dada la trascendencia del proceso de la fertilidad humana, la Iglesia pide a los matrimonios cristianos que tengan más bien una actitud prudente de «adaptación y respeto», una actitud de autocontrol ante la sexualidad, en lugar de perseguir sus fines personales por encima de cualquier consideración y a pesar de la posibilidad real de acabar impidiendo directamente una fecundación.

La paternidad responsable implica, en primer lugar, que dos personas sean lo suficientemente sensibles para mantener sus conciencias abiertas a la evolución y al crecimiento personal. De esta manera, estarán capacitadas para ponderar mejor, en cada momento, su situación personal frente al significado trascendente de traer o no a un ser humano al mundo. Querrán, por ejemplo, solucionar cualquier problema que les impida tener más hijos y es lógico que puedan sentirse «insatisfechos» en el caso de no poder tener más hijos por percibir que están renunciando a un bien objetivo.