lunes, 31 de marzo de 2008

La unidad psicosomática humana

Comenzamos con la serie de reflexiones de Antropología Filosófica de Gonzalo Beneytez. Para muchos autores la explicación de la realidad humana de basa en la triada de cuerpo, psique y espíritu. El hombre es un ser corporal y espiritual. La corporalidad y la espiritualidad del hombre son distintas, no se confunden, pero al mismo tiempo se integran y se complementan en la unidad del ser humano.

El cuerpo humano

El cuerpo humano es un compuesto de elementos materiales comunes al resto de las sustancias del universo. El cuerpo humano realiza las actividades específicas corpóreas comunes a los demás seres animales del universo: nutrición, crecimiento, respiración, digestión, moción, relación y reproducción. El cuerpo realiza esta actividad de manera autónoma.

El cuerpo humano está dotado de la capacidad de reaccionar ante los estímulos y cuerpos externos con el fin de aprovechar para su propio beneficio las sustancias que vienen de fuera y repeler lo que puede dañarle. Esta cualidad, denominada reactividad, está regida por el principio de conservación de la vida. La vida es un valor automáticamente salvaguardado por la naturaleza humana.
El cuerpo humano se encuentra integrado en una realidad superior que podemos llamar unidad psicosomática. Se trata de un cuerpo unido a una estructura psíquica por la que el sujeto siente el cuerpo y vive insertado en el mundo material a través del cuerpo. Por el cuerpo la unidad psicosomática humana se relaciona con el mundo: lo ve, lo huele, lo oye, lo siente, lo experimenta, lo vivencia de manera humana.

El psiquismo humano

La dimensión psicológica de la persona humana (“psique”, en griego) constituye una unidad con el cuerpo. El hombre posee una constitución psicosomática: una unidad dinámica corpórea y al mismo tiempo psíquica por la que puede realizar actividades diversas:

—específicamente corpóreas: la digestión de alimentos, la respiración, el movimiento local: andar, correr...
—específicamente psíquicas: los actos de los sentidos externos e internos: ver, oler, sentir alegría, sufrir pasiones como la ira, etc.
El psiquismo humano está constituido por un entramado muy rico de afecciones denominadas sentidos, sentimientos, emociones, pasiones, deseos… Algún autor ha dicho que el hombre se haya sumergido en un cierto "laberinto sentimental" como dice J. A. Marina.

La psicología humana es en cierto modo semejante a la psicología de los animales más desarrollados. Desde el punto de vista psicológico el hombre parece ser más inepto que algunos animales que poseen sentidos más desarrollados y aprenden a ser autosuficientes con más facilidad y rapidez. La psicología humana posee una mayor plasticidad o capacidad de desarrollo aunque sea más lento. Ahora nos interesa destacar que la psicología humana tiene la capacidad de integrarse con las facultades espirituales. Más adelante estudiaremos que su actividad está a caballo entre la materialidad del cuerpo y la espiritualidad de lo propiamente personal del hombre.

Algunos animales poseen un psiquismo semejante al humano; e incluso –en cierto modo– más desarrollado: las águilas tienen una vista superior a la humana. La diferencia estriba en que el psiquismo animal representa la cúspide de su naturaleza. La conducta animal corre enteramente por cuenta de este psiquismo. La psicología animal sigue pautas más o menos predeterminadas: el animal actúa según el dinamismo que se deriva de su psicología: una psicología limitada, cerrada a un mundo limitado.
El psiquismo establece las pautas más elementales de la conducta. Gracias al psiquismo cada hombre conoce en primer lugar el estado del propio cuerpo. Cada hombre "siente" su cuerpo. Puede sentirse bien: con energía, con fuerza..., o puede sentirse mal: cansado, nervioso, con malestar físico. Gracias a este sentido corporal puede percibir un mal corpóreo (por ej.: una herida, una mala digestión, un dolor de cabeza, una corriente eléctrica, o la presencia de un mosquito sobre la piel...), elaborar un diagnóstico (tengo la gripe, tengo cansancio,) y así poner el remedio oportuno (tomar la medicación oportuna, reposar unos días en cama...).
El psiquismo permite al hombre, en segundo lugar, adquirir un conocimiento sensible de los objetos externos y entablar una relación básica con ellos beneficiosa para el hombre. Por medio del psiquismo el hombre percibe la bondad o malicia de un objeto externo y reacciona ante él; ya sea para apropiárselo o para rechazarlo.
No obstante el conocimiento que el psiquismo humano tiene de los objetos externos es parcial; se limita a los aspectos fenoménicos del objeto; a su apariencia. Un niño pequeño —precisamente porque vive todavía muy condicionado por el psiquismo— tiende a llevarse a la boca lo que tiene un color llamativo y lo chupa o lo come, sin plantearse la posibilidad de que pueda sentarle mal.

Las instancias afectivas humanas actúan por sí mismas de manera autónoma. Cabe decir que son ciegas si se analizan desde el punto de vista del conocimiento de la verdad. Necesitan la luz de la inteligencia. Los afectos y sentimientos son educables: hay que reconducir la vida afectiva y pasional hacia los verdaderos valores de la persona humana.

El psiquismo humano nos conduce a la realidad de la conciencia. La diferencia esencial entre la actividad estrictamente corporal y las activaciones psíquicas estriba en que las segundas son afecciones que se manifiestan en la conciencia.

La conciencia

Cada hombre vive sumergido en un flujo de experiencias causadas por la percepción del propio cuerpo y el mundo externo en el que vive el hombre. El hombre experimenta todo eso en su interioridad, en su intimidad subjetiva. Estas experiencias son vividas por la subjetividad consciente del sujeto personal de una manera íntima, como vivencias personales. Estas vivencias constituyen ese flujo interior que denominamos conciencia. La conciencia es el ámbito en el que el hombre experimenta interiormente todo el conjunto de vivencias subjetivas referentes a sí mismo y al mundo circundante.

En la conciencia confluyen las experiencias de la realidad objetiva y el sujeto que las experimenta. Por ejemplo, cuando siento sed, percibo la necesidad de beber junto con la experiencia del «yo». El que tiene sed soy yo. Experimento a la vez «sed» y «yo». El yo subjetivo acompaña todas mis experiencias. Dicho de otra manera, todas las experiencias se viven de manera subjetiva, se viven por el sujeto como propias. La conciencia humana siempre es autoconciencia: incluye la conciencia de sí mismo.
La conciencia de uno mismo o conciencia del yo viene a ser el común denominador de todas las experiencias psíquicas. Desde que me despierto hasta que me duermo soy consciente de mí mismo como el sujeto de todas las afecciones psíquicas. De esta manera va desarrollándose la imagen del «yo», aparece el conocimiento de mí mismo, el conocimiento de mi propia identidad o autoconocimiento.

¿Quién soy yo? Yo me percibo como el sujeto de mis afecciones psíquicas: yo soy un sujeto que ve, huele, sueña, imagina, recuerda, siente hambre, y frío... Yo soy quien siente la mano, el brazo, la pierna... todo mi cuerpo. Este cuerpo que siento, lo siento como mío. Por tanto yo soy mis afecciones psíquicas y el cuerpo por el que siento esas afecciones. Ese cuerpo es sentido como mío: es mi cuerpo.

El proceso de la autoconciencia se lleva a cabo por la relación con el resto de los seres que rodean al «yo»: las personas y cosas que rodean al «yo» humano desde la infancia. Poco a poco cada hombre adquiere noción de su identidad por relación al mundo en que vive. Mi «yo» aparece configurado dentro de un conjunto de seres, de manera especial por relación a un «tu» personificado casi siempre en la figura de la madre, del padre, los hermanos y los demás: vecinos, amigos... La autoconciencia se desarrolla en el encuentro y la comunicación con otros hombres.
En resumen: «yo» soy algo: un cuerpo; soy un sujeto consciente: un psiquismo; soy un alguien que convive y se comunica con otros... ¿qué más? El «yo» descubre que además de paciente soy un agente de sus actos: soy capaz de inventar mis propios actos; soy capaz de realizar elecciones propias: soy autor de mi propia existencia: soy libre.
Van apareciendo poco a poco otras realidades «psíquicas» como son las voliciones, los pensamientos, las dudas, la reflexión... y con ello el desarrollo del lenguaje humano. El yo debe enfrentarse ahora al problema de la libertad y al problema de la búsqueda del sentido de la vida y del propio ser. El yo se torna problema de sí mismo. Vemos que el yo nace como «yo psicológico»: como sujeto de vivencias psíquicas. Luego se conforma como «yo espiritual»: como ser que toma conciencia plena de sí como autor libre y configurador de su propia vida. Es así como el yo alcanza una conciencia más completa de sí, conoce su ser en sí: el «yo ontológico».

sábado, 8 de marzo de 2008

Grandes pensadores: Descartes

Descartes no se propone dudar realmente de todo, cosa que es imposible prácticamente, sino obrar como si dudase de todo, dudar universalmente por método

La época renacentista es, en el orden del pensamiento, una época de crisis y de reacción, en la que se debaten fuertes impulsos antiescolásticos. En el campo de la filosofía se registran sólo escuelas de fondo literario, en las que se restaura y cultiva el Platón y el Aristóteles originales, con su propio espíritu. El hombre moderno necesitaba, sin embargo, apoyar los pies en una concepción del Universo que sustituyera, como una fe humana o divina, al aristotelismo cristiano, que dos siglos de crítica y escepticismo habían desplazado del aprecio de los hombres. Pero el primer gran filósofo constructivo de la Edad Moderna no aparece hasta principios del siglo XVII con la figura del francés Renato Descartes. El recogerá en su concepción el espíritu ambiental, y sentará las bases de la nueva mentalidad racionalista.

La figura de Descartes (1596-1650) simboliza la del filósofo moderno por oposición al medieval. No se trata ya de un clérigo, sino de un noble dedicado a las armas y a las letras; tampoco escribe solamente en latín, sino que inicia el uso para fines científicos de su lengua nativa, el francés, que utilizaba con particular elegancia. Descartes fue un espíritu universal, en el que se compendia toda su época. Estudió en el mejor colegio de Francia de su tiempo, el de la Fleche, regentado por los jesuitas, donde entró en contacto con la ciencia y la filosofía todavía oficiales y al uso, de corte aristotélico y escolástico; conoció toda la matemática y la física de su época, en cuyos dominios es también una primera figura de la historia; viajó por Europa, tomando parte bajo distintas banderas en las guerras de religión. A los treinta y dos años todo el mundo de conocimientos, de ideas y de ambientes de su época gravitaban sobre su mente. A esta edad decidió retirarse a la soledad para meditar serenamente sobre aquel complejísimo mundo cultural al que no veía unidad, ni base, ni sentido.

En este momento, la vida de su espíritu es una imagen de la atormentada crisis del Renacimiento. Descartes, que conoce la ciencia de su época, la escolástica de sus maestros y la cultura antigua entonces en boga, carece, sin embargo, de sistema sus ideas pugnan unas con otras; desconfía de todo, y no puede encontrar un punto firme, un cimiento seguro, en donde sustentar un principio y construir. Entonces decide meditar sincera, serenamente, en la soledad de su propio diálogo interior. Es preciso poner orden y empezar por el principio. Cuando a un hombre le empiezan a fallar todos los negocios y empresas que creía sólidos y en los que asentaba su vida, y llega a desconfiar de los amigos o consejeros que le rodean, delibera consigo mismo, busca un algo que le aparezca indudable por humilde que sea, y a partir de ello emprende un nuevo camino, duro quizá, pero seguro, diáfano y asentado en tierra firme.

Descartes quiere hacer lo mismo con el medio cultural en que se halla envuelto y para ello sienta el principio de desconfiar de todo, de partir de una duda universal. Es frecuente interpretar que Descartes hace con esto una profesión de escepticismo, pero nada más alejado de la realidad, porque ni la duda cartesiana es escéptica ni lo es su intención, que, antes bien, se dirige, precisamente, a salvar al hombre del escepticismo que le amenaza. La duda que propugna Descartes no es una duda real, sino metódica. Descartes busca, ante todo, un método: su obra fundamental, muy breve, se titula Discurso del Método. Método viene de las palabras griegas odos (camino) y meta (hacia): camino, dirección, que lleve rectamente hacia el fin que se pretende. El método que busca Descartes es el que le conduzca, por vía segura y con pasos firmes, hacia la construcción de una ciencia, de un saber que ofrezca a la razón las debidas garantías. Así, Descartes no se propone dudar realmente de todo, cosa que es imposible prácticamente, sino obrar como si dudase de todo, dudar universalmente por método. Es como un desposeerse momentáneamente de toda adhesión a cuanto la ciencia o la vida le han enseñado para ver si entre todo ese confuso y desordenado repertorio de cosas hay, al menos, algo que se salve de cualquier posibilidad de duda y sobre lo que poder construir después el edificio del saber. «Arquímedes -dice Descartes- para levantar la tierra y transportarla a otro lugar pedía solamente un punto de apoyo firme e inmóvil; también yo podré concebir grandes esperanzas sólo si tengo la fortuna de hallar una cosa que sea cierta e indudable.»

Todo aparece dudoso a Descartes en algún aspecto: los sentidos nos engañan muchas veces; aunque así no fuera, tampoco poseemos un criterio para distinguir la realidad del sueño, porque cuando soñamos también creemos en la realidad de lo que vemos... Sin embargo, se detiene Descartes ante una proposición en la que no ve posibilidad de ataque ni aun para los más refinados argumentos de los escépticos. Esta proposición es su tan conocido pienso, luego existo («cogito, ergo sum»). Dudo de todo, pero al dudar estoy pensando, y si pienso, existo. Me capto a mí mismo, en la más íntima e inmediata experiencia de mi ser, como algo que piensa y, pensando, existe. En esa proposición, la existencia no se deduce del pensar por vía racional o discursiva, sino que es todo ello una intuición, un golpe de vista en que me aprehendo como un ser que existe pensando. Este será para Descartes el asidero firme, el punto de apoyo sobre el que pueda construirse el sistema del saber.

A continuación trata Descartes de descubrir lo que hace a ese principio, a diferencia de todo lo demás, inviolable a cualquier género de duda; y lo encuentra en el hecho de ser evidente. Una idea es evidente para Descartes cuando se presenta al entendimiento como clara y distinta. Clara es aquella idea que se conoce separada, bien delimitada de lo demás; distinta, aquella cuyas partes o elementos se destacan u ordenan con nitidez en su interior. Descartes encuentra, pues, la verdad básica y fundamental en una idea («cogito, ergo sum») que le aparece clara y distinta. La verdad para la filosofía anterior era una propiedad de los juicios que consistía en estar de acuerdo con la realidad exterior. Es verdad una afirmación cuando reproduce lo que es. El criterio para conocer la verdad estribaba para ella en la evidencia objetiva, esto es, en una claridad del objeto exterior que lo hace reproducible en un juicio sin temor a errar. Pero Descartes, en su duda universal metódica, había encontrado motivos para dudar de la misma existencia del mundo exterior al sujeto que piensa (cabe que todo sea sueño...). El criterio primero de verdad para asignar esta condición a aquella primera idea indudable no será, pues, su adecuación con el mundo exterior, sino una propiedad de la misma idea. Así, a partir de Descartes, el pensamiento filosófico se encierra en el sujeto, y capta el ser y la verdad en el sujeto mismo, en su propia razón, con lo que, naturalmente, se aspirará a concebir a todo el universo como racional, es decir, con la interna necesidad que caracteriza a las ideas evidentes en sí mismas.

En el Discurso del Método propone Descartes varias reglas «para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias»; en ella se halla como en germen toda la concepción racionalista del Universo. La primera exige no admitir por verdadero más que aquello que se presente como claro y distinto, es decir, con las cualidades de la evidencia interior, racional. La segunda manda dividir cada dificultad que se examine en tantas partes como sea necesario para llegar a su resolución. Aquí se halla implicada la tendencia que reconocimos como general en el pensamiento moderno, consistente en reducir todo orden de la realidad a los inferiores o más evidentes hasta llegar a la comprensión matemática, esto es, racional o necesaria. La tercera prescribe conducir ordenadamente el pensamiento partiendo de esos objetos simples o evidentes hasta llegar al conocimiento de lo más complejo, sin salirse de esa línea de comprensión racional. La cuarta, en fin, sugiere hacer recuentos y revisiones generales para no perder de vista la estructura racional del conjunto.

Sobre el punto de apoyo indudable del pienso, luego existo, y por los cauces del método racionalista, construye Descartes después su propio sistema filosófico. Sentada la realidad del propio yo como pensante, analiza las ideas que posee en su mente y halla una -la de Dios- que posee una propiedad muy especial: me persuade por sí misma de que el ser que es su objeto existe en sí, fuera de la mente que lo concibe. La idea clara y distinta me revela que yo existo como ser pensante, pero esta idea de Dios y sólo ésta me pone en contacto con la existencia del objeto. El existir pertenece a la esencia misma de Dios: no puede concebirse a esta idea sin que su objeto exista, como no puede concebirse un hombre sin razón o un triángulo sin tres ángulos. Se trata aquí de una reviviscencia, en forma muy semejante, del argumento ontológico de San Anselmo. De la existencia de estas dos realidades -yo pensante y Dios- deduce Descartes la existencia real del mundo exterior o de las cosas. En efecto: si nuestros sentidos nos dicen que existe ese mundo de cosas ma¬teriales, en cuya realidad todo hombre cree espontáneamente, y si, además, existe Dios, ese mundo tiene realmente que existir. Lo contrario se opondría a la veracidad y bondad de Dios, autor de nuestros sentidos y de cuanto existe, que se complacería en mantenernos en un engaño irremediable y absoluto.

Demostrada así, a partir de la experiencia racional y a través de Dios, la existencia del mundo de las cosas reales, pasa Descartes a analizar la naturaleza y clases de las cosas existentes. Y ve, con la misma evidencia, que todas las cosas reales responden a las leyes y modo de ser de la materia, menos una clase de cosas: las almas, que son de una naturaleza del todo diferente. El atributo (o característica) de la materia es la extensión: todo lo que es material es extenso. El atributo de las almas es el pensamiento: todo lo que es espiritual piensa. La experiencia de su propia alma única asequible se la ha mostrado como pensante. Esto le lleva a concluir que en el mundo existen dos sustancias a las que todo se reduce: materia y espíritu, o cuerpos y almas. A ellas se añade una tercera sustancia, que es Dios. Lo que no es pensante no es alma; de aquí su extraña idea de que los animales son meros mecanismos, puramente materiales. Esas dos sustancias son radicalmente diferentes; no cabe entre ellas ningún modo de unidad: Descartes vuelve por este camino a la antigua doctrina de la unión accidental, en el hombre, de cuerpo y alma. El hombre no posee unidad sustancial: el alma vive en el cuerpo como el jinete en el caballo o como el marino en la nave. De esta radical heterogeneidad entre el ser de los cuerpos y el de las almas renacerá un viejo y arduo problema, con el que se enfrentarán los grandes filósofos discípulos de Descartes, dándole entre todos todas las soluciones posibles, que les llevarán a concepciones filosóficas bien diferentes y alejadas entre sí.

Descartes recoge todo un ambiente filosófico difuso desde la época del Renacimiento y lo encauza por un camino muy definido, que es precisamente el del racionalismo. En aquella situación de profundísima crisis espiritual busca Descartes la verdad primaria y cree hallarla en la propia experiencia interior, en el análisis de su propio pensamiento. Como consecuencia, toda la posterior elaboración filosófica deberá hacerse a imagen y por extensión de esta experiencia racional: comprender una cosa será contemplarla reducida a la claridad y distinción de las verdades racionalmente evidentes. Lo realmente importante de la filosofía cartesiana es su intento de buscar en el análisis del pensamiento interior la verdad que fundamenta el edificio del saber, y las consiguientes reglas del Discurso del Método, principios que sientan las bases de la concepción racionalista del Universo.

Podemos afirmar que con Descartes comienza un nuevo modo de pensar. La filosofía antigua y medieval partía como dato inicial de la relación primaria entre el sujeto que conoce y la cosa conocida, esto es, del momento luminoso en que el espíritu capta la rea¬lidad exterior. La filosofía moderna, en cambio, se encierra con Descartes en la experiencia interior, hace radicar la verdad fundamental en el pensamien¬to puro, en la subjetividad, prescindiendo de su correlación con el mundo exterior. Descartes mismo, y muchos filósofos después de él, pretenderán salir de los límites de la subjetividad (del interior del pensamiento) a la objetividad (al mundo exterior); pero de la cárcel de la razón es muy difícil salir una vez que se le ha otorgado la condición de realidad verdadera y básica. Así, la historia de estos esfuerzos será la historia de sus fracasos, y las distintas corrientes racionalistas irán cayendo, como veremos, en la concepción filosófica que se llama idealismo, que es la culminación del racionalismo. Idealismo es aquella teoría que niega la existencia del mundo exterior, de las cosas reales, fuera del sujeto que piensa y conoce, porque, según ella, la realidad es creación del pensamiento y sólo existe en cuanto es conocida.

Se considera a Descartes como una de las fuentes del espíritu de claridad que caracteriza a la cultura francesa. El Discurso del Método presentó al hombre moderno un nuevo acceso a la filosofía a través de ideas claras, sencillas, dominables intelectualmente. Por otro lado, abrió ante sus ojos la posibilidad de un Universo y de una ciencia que se basen en sí mismos y que por sí mismos se expliquen, es decir, que no tengan que recurrir a otra realidad (Dios) para ser concebidos. El embarcarse en esta doble empresa puede considerarse como la gran aventura intelectual de la Edad Moderna, y también su gran pecado y el origen de su tragedia final.

lunes, 3 de marzo de 2008

El mal de la guerra

Reproducimos este artículo que Jaime Nubiola (profesor de la Universidad de Navarra) publica en “La Gaceta de los Negocios” (Madrid)

Acaba de publicarse un nuevo balance de la Organización Mundial de la Salud que cifra en 151.000 los iraquíes que han perdido la vida en actos violentos desde que comenzó la guerra. Las cifras son sólo una estimación a partir de entrevistas a 10.000 familias de aquel castigado país. En contraste con esta cifra aproximada, los datos de los muertos de la coalición son rigurosamente exactos y están permanentemente actualizados, con nombres y apellidos, en la página web Iraq Coalition Casualties (http://icasualties.org/oif/). Ascienden a 4.228 en el momento en que escribo estas líneas, de los que 3.921 eran norteamericanos.

He buscado estos datos y los reproduzco aquí porque un reciente viaje a los Estados Unidos me ha hecho tener de nuevo presente lo que es un país en guerra. Desde las oraciones por los soldados en las iglesias hasta la abundante presencia de militares en los aeropuertos que regresan después de las vacaciones de Navidad, con sus uniformes de faena bien limpios, a sus destinos en Iraq o Afganistán, pasando por la información diaria de los acontecimientos bélicos en los medios de comunicación. Al ver todo esto venía de nuevo a mi memoria cómo la errónea información sobre las armas de destrucción masiva que supuestamente tenía Irak y la falta de lucidez del presidente Bush y sus asesores llevaron a este gran país a una guerra que tantos miles de muertos ha causado ya. Resuenan todavía en mis oídos las palabras doloridas de Juan Pablo II en marzo del 2003, "La guerra nunca, la guerra nunca", tratando de disuadir de la invasión al establishment norteamericano.
Cinco años después, todo hace pensar que la invasión de Irak y la permanencia todavía en aquel país de cerca de 150.000 soldados norteamericanos va a significar la derrota de los republicanos en las elecciones norteamericanas. Casi todos desean que el futuro presidente o presidenta demócrata consiga una retirada digna que no robe el sentido a las muertes de esos cuatro mil norteamericanos que dieron su vida en una guerra que casi nadie llegó a entender.

La guerra de Irak expresa bien el carácter irracional de las guerras. Resulta del todo sorprendente que el país más poderoso del mundo, con los mayores recursos y la mejor información, pueda comprometerse en una acción bélica que todos los expertos europeos aseguraron de antemano que no se podía ganar. Mejor dicho, todos dijeron que era obvio que podía ganarse la guerra, que era posible eliminar a Hussein, pero lo que no era posible era ganar la paz, tal como hemos visto confirmarse lastimosamente en los últimos casi cinco años.
Es preciso repensar de nuevo la guerra para advertir que nunca es lícita, salvo en caso de legítima defensa contra la agresión injusta. Nada puede justificar una guerra preventiva. De la misma manera que no puede encarcelarse o condenar a muerte a un potencial asesino, tampoco se puede invadir un país por el temor de que pueda atacarnos a nosotros o a nuestros aliados. Si vis pacem, para bellum, decían los romanos. Si quieres la paz, prepara la guerra, adopta medidas de seguridad, obtén mayor información, incrementa la dotación de medios y los elementos de disuasión. Pero, sobre todo, si quieres la paz, prepara la paz, habla, escucha a unos y a otros, trata de encontrar soluciones intermedias que hagan posible una convivencia razonable.

Impresiona leer a Jack Fuchs en sus Dilemas de la memoria. La vida después de Auschwitz: "Lo que en general no se lee, quizá porque sea mucho más escandaloso admitirlo, es que de fondo no se trata del petróleo, ni del dominio político militar, sino de la necesidad humana de matar. Nadie interroga frontalmente, a estas alturas, la frecuencia con que entre los hombres se hace presente una fuerza que los conduce al crimen masivo de la guerra. Es difícil aceptar que los hombres quieran matar por matar. La lucha por los bienes, los conflictos territoriales, la anexión y las ideologías son construcciones, excusas que en la superficie ocultan el sentido primario de la guerra: dar una forma lógica y racional a una voluntad oscura e inconfesable. Matar por matar es el mal radical. (...) la guerra habla siempre de un nihilismo extremo, se mata por nada, se mata por el beneficio y el goce de matar. No hay ningún otro secreto, la guerra no soluciona nada, después todo vuelve a su lugar hasta que llega el momento de volver a empezarla". Son fuertes estas palabras de un superviviente de Auschwitz y hay en ellas una verdad profunda sobre el cainismo del género humano. Hace cuatro años, el antiguo secretario de defensa en las administraciones Kennedy y Johnson, Robert McNamara, decía en una conferencia en Berkeley: "Los seres humanos hemos matado a 160 millones de otros seres humanos en el siglo XX. ¿Es esto lo que queremos para este nuevo siglo?".

Me parece que conviene pensar que una tercera guerra mundial es posible. Hay síntomas inquietantes tanto en Rusia como en el convulso mundo islámico de que no todos los gobernantes quieren la paz y, por supuesto, tampoco tiene ningún interés en ella todo el poderoso entramado industrial del armamento. El terrorismo es una forma nueva de la guerra que ha cobrado una enorme fuerza en las últimas décadas. En un mundo globalizado como el nuestro parece más difícil una nueva guerra mundial, pero no es imposible. Por eso hay que poner todos los medios para terminar las guerras locales –que son el germen de conflagraciones de mayor alcance– y todas las formas de terrorismo. La guerra es siempre un mal terrible y evitarla está en cierto sentido en las manos y, sobre todo, en el corazón de cada uno.

sábado, 1 de marzo de 2008

Psicología de la soberbia

No se pierdan este artículo que el Dr. ENRIQUE ROJAS publica hoy en TRIBUNA LIBRE del diario “El Mundo”


La soberbia consiste en concederse más méritos de los que uno tiene. Es la trampa del amor propio: estimarse muy por encima de lo que uno vale. Es falta de humildad y por tanto, de lucidez. La soberbia es la pasión desenfrenada sobre sí mismo. Apetito desordenado de la propia persona que descansa sobre la hipertrofia de la propia excelencia. Es fuente y origen de muchos males de la conducta y es ante todo una actitud que consiste en adorarse a sí mismo: sus notas más características son prepotencia, presunción, jactancia, vanagloria, situarse por encima de todos lo que le rodean. La inteligencia hace un juicio deformado de sí en positivo, que arrastra a sentirse el centro de todo, un entusiasmo que es idolatría personal.

Hay dos tipos de soberbia; una que es vivida como pasión, que comporta un afecto excesivo, vehemente, ardoroso, que llega a ser tan intenso que nubla la razón, pudiendo incluso anularla e impedir que los hechos personales se vean con una mínima objetividad. La otra es percibida como sentimiento cursa de forma más suave y esa fuerza se acompasa y la cabeza aún es capaz de aplicar la pupila que capte la realidad de lo que uno es, aunque sólo sea en momentos estelares. Entre una y otra deambula la soberbia, transita, circula, se mueve y según los momentos y circunstancias hay más de la una o de la otra.

La soberbia es más intelectual y emerge en alguien que realmente tiene una cierta superioridad en algún plano destacado de la vida. Se trata de un ser humano que ha destacado en alguna faceta y sobre una cierta base. El balance propio saca las cosas de quicio y pide y exige un reconocimiento publico de sus logros. Para un psiquiatra , estamos ante lo que se llama una deformación de la percepción de la realidad de uno mismo por exceso.

Ante la soberbia dejamos de ver nuestros propios defectos, quedando éstos diluidos en nuestra imagen de personas superiores que no son capaces de ver nada a su altura, todo les queda pequeño. Hay una gradación entre las tres estirpes, soberbia-orgullo-vanidad, que van de más a menos intensidad, tanto en la forma como en el contenido. Entre la soberbia y el orgullo hay matices diferenciales, aunque el “ritornello” que se repite como denominador común puede quedar resumido así: apetito desordenado de la propia valía y superioridad. Es una tendencia a demostrar la superioridad, la categoría y la preeminencia que uno cree que tiene frente a los de su entorno. En general estos dos conceptos se manejan como términos sinónimos, aunque se pueden espigar algunas diferencias interesantes.

La soberbia es más cerebral, se da en alguien que objetivamente tiene una cierta superioridad, que realmente sobresale en alguna faceta de su vida. Facetas concretas de su andadura tienen un relieve que las realzaba sobre los demás. Hay una evidencia por la que puede ser tentado por la soberbia, no necesitando del halago de los otros y haciendo él mismo su propio y permanente elogio de forma clara y difusa, rotunda y desdibujada, a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella. Sus manifestaciones son más internas y privadas, aunque pueden ser observadas por una atmósfera grandiosa que él crea sobre su persona y además, a través de sus máscaras; hay arrogancia, altanería, tono despectivo hacia los demás, que se mezclan con desprecio, desconsideración, frialdad en el trato, distancia gélida, impertinencia e incluso, tendencia a humillar. Otras veces, esas máscaras son de una insolencia cínica, mordaz, con un ritintín de magnificencia que provoca en el interlocutor un rechazo frontal. En los casos algo más leves, baja la hoguera del engreimiento y entonces la relación personal se hace más soportable.

El orgullo es más emocional. Es una alta opinión de uno mismo mediante la cual la persona se presenta con una superioridad y un aire de grandeza extraordinario. Puede ser lícito y hasta respetable. Decía Luis Vives que «es un amor a uno mismo por méritos propios». Puede ponerse de manifiesto en circunstancias positivas, en donde el lenguaje coloquial se mezcla con hechos e intenciones. En esos casos dimana de causas nobles y puede ser hasta justo. El orgullo de ser un buen cirujano, un buen padre, un excelente poeta, ser de una región concreta de un país... Todo esto está dentro de unos límites normales. Puede encuadrarse en el reconocimiento a una labor bien hecha.

La palabra vanidad procede del latín “vanitas,-tatis”, que significa falto de sustancia, hueco, sin solidez. Se dice, también, de algunos frutos cuyo interior está vacío, en donde sólo hay apariencia. Mientras la soberbia es concéntrica, la vanidad es excéntrica. La primera tiene su centro de gravedad dentro, en los territorios más profundos de la arqueología íntima. La segunda es más periférica, se instala en los aledaños de la ciudadela exterior. La soberbia es subterránea. La vanidad está en la pleamar del comportamiento. En la soberbia uno tiene una enfermedad en el modo de estimarse uno a sí mismo, en una pasión que tiene sus raíces en los sótanos de la personalidad en donde brota el error por exceso de autonivel. En la vanidad la estimación exagerada procede de fuera y se acrecienta del elogio, la adulación, el halago, la coba más o menos afectada y obsequiosa que lleva a dilatar alguna faceta externa y que de verdad tiene un fondo falso, porque no contempla más que un segmento de la conducta.

En la soberbia y en la vanidad hay una sublevación del amor propio que pide un reconocimiento general. La primera es mas grave, porque a ella se suele añadir la dificultad para descubrir los defectos personales en su justa medida y apreciar las cosas positivas que hay en los demás, al permanecer encerrado en su geografía ampulosa.

Se pueden distinguir dos modalidades clínicas de la soberbia, entre las cuales cabe un espectro intermedio de formas soberbias. Una es la soberbia manifiesta que es notarial y que se la registra a borbotones, con una claridad absoluta, lo cual suele ser poco frecuente. Hay petulancia y presunción. La otra es la soberbia enmascarada, que es la más habitual y que se camufla a “soto voce” por los entresijos de la forma de ser y que es más propia de las personas inteligentes y teniendo un sentido amplio y desparramado que asoma, se esconde, salta y bulle y revolotea por su mundo personal. ¿Cuáles son estos síntomas? Voy a resumirlos esquemáticamente:

1.- Aire de suficiencia que refleja un bastarse a sí mismo y no necesitar de nadie. Engreimiento que esculpe y hace hierático el gesto y lleva al hábito altanero.

2.- La borrachera de sí mismo tiene su génesis de una zona profunda e íntima donde se elabora esa superioridad. Las manifestaciones más relevantes son: susceptibilidad casi enfermiza para cualquier crítica con un cierto fundamento; gran dificultad para pasar desapercibido; tendencia a hablar siempre de sí mismo, si éste no es el tema central de conversación, enseguida decae su interés en la participación y el diálogo con los demás; desprecio olímpico hacia cualquier persona que aflore en su cercanía y de la que se pueda oír alguna alabanza. Esta embriaguez puede disfrazarse de los más variados ropajes.

3.- La soberbia entorpece y debilita cualquier relación amorosa. Cuando alguien tiene un amor desordenado a sí mismo como el descrito, es difícil darse a otra persona y poner los sentimientos y todos sus ingredientes para que esa relación se consolide. Esto hace casi imposible la convivencia, volviéndola insufrible, pues reclama pleitesía, sumisión, acatamiento y hasta servilismo. No podemos olvidar, que para estar bien con alguien, para establecer una relación de convivencia estable y que funcione hace falta estar primero bien con uno mismo.

4.- En la soberbia se hospeda una obsesión exagerada por uno mismo, que ha ido conduciendo a una excesiva evaluación del propio mérito. Y afloran términos como alardear, jactarse, vanagloriarse.

Lo contrario de la soberbia es la humildad. Todo el edificio de la persona equilibrada se basa en una mezcla de humildad y autoestima. La una no está reñida con la otra. Una persona que reconoce sus defectos y lucha por combatirlos y a la vez, tiene confianza y seguridad en sus posibilidades.
Entre la soberbia, el orgullo y la vanidad hay grados, matices, vertientes y cruzamientos recíprocos. Por esos linderos se suele acabar en el narcisismo, patrón de conducta presidido por el complejo de superioridad, la necesidad enfermiza de reconocimiento de sus valías por parte de la gente del entorno y la permanente autocontemplación gustosa.

Lasch, en su libro La cultura del narcisismo, dice que en la cultura americana éste es un emblema de nuestro tiempo. Freud puso de moda este término, recordando a la planta del narciso, que crece a orillas de los estanques y se mira en el espejo que el agua le ofrece. Lipovetsky, en su obra La sociedad perdida, habla del interés desmedido por la propia imagen: por la personalidad, por el cuerpo y sus partes descubiertas (la cara y las manos) y por la necesidad de aprobación de los demás que tienen este tipo de personas. El análisis se complica más de lo que quisiéramos y hay un terreno magnético e imantado entre estas tres estirpes mencionadas.

Sólo el amor puede cambiar el corazón de una persona. Cuando hay madurez, uno sabe relativizar la propia importancia, ni se hunde en los defectos ni se exalta en los logros. Y a la vez, sabe detenerse en todo lo positivo que observa en los que le rodean. Saber mirar es saber amar. A lo sencillo se tarda tiempo en llegar.

Enrique Rojas es catedrático de Psiquiatría. Su último libro es Adiós Depresión