domingo, 28 de septiembre de 2008

El diablo es conservador

El título de este libro de Alejandro Llano está tomado del capítulo primero que, a la vez, toma de una cita de Claudio Magris:

«El diablo es conservador porque no cree en el futuro ni en la esperanza, porque no consigue ni siquiera imaginar que el viejo Adán pueda transformarse, que la humanidad pueda regenerarse. Este obtuso y cínico conservadurismo es la causa de tantos males, porque induce a aceptarlos como si fueran inevitables y, en consecuencia, a permitirlos»


Anciano y ciego, el escritor argentino Jorge Luis Borges se encontraba ante una audiencia multitudinaria en la Universidad limeña de San Marcos. La revolución -provocada esta vez, curiosamente, por militares- parecía estar de nuevo a la orden del día, e impregnaba el ambiente académico de ese tono irreal y crispado que algunos conocemos bien. Los estudiantes insultaban a Borges porque algunas de sus recientes declaraciones chocaban clamorosamente con la ortodoxia revolucionaria que aquellos universitarios se sentían obligados a obedecer. Tras largos minutos de escándalo, durante los cuales Borges contemplaba el vacío con su mirada ciega, se hizo por fin el silencio. Borges comenzó a hablar de literatura con voz queda y quebrada. La luminosidad y la belleza comparecieron. El auditorio pasó de la rabia a la fascinación. Terminada la conferencia, llegó el turno de preguntas. La primera valió por todas: «¿Cómo es posible que un hombre tan culto e inteligente como usted, señor Borges, se empeñe en oponerse al curso de la historia?». La respuesta no tuvo desperdicio: «Oiga, joven, ¿no sabe usted que los caballeros sólo defendemos causas perdidas?».

Las causas perdidas son las únicas que merece la pena defender. No sólo porque las otras se defienden solas, sino porque la verdad siempre aparece -frente a la emancipación ilustrada como menor de edad, como desvalida, como necesitada de protección, ante el implacable curso de los acontecimientos humanos, que cuenta a su favor con la razón más poderosa: los hechos.

Parece que la primera obligación de la gente racional y educada no es otra que ésta: atenerse a los hechos. Benéfica recomendación, mil veces soportada por quienes tienen la ingenuidad de intentar cambiar el mundo (o comprenderlo). Atenerse a los hechos: consejo de prudente circunspección, que atempera la ira ante situaciones injustas que harían clamar a las piedras. Atenerse a los hechos: agudo alfiler que pincha los globos multicolores de idealismos perpetuamente atrasados o desenfilados respecto al terco curso de un devenir histórico que nunca se sabe de dónde viene ni hacia dónde va. Atenerse a los hechos: primer mandamiento que, al eliminar los otros nueve, reduce al silencio a quien pretenda extraer el significado de un siglo, de una década, de un año o de un día.

Advirtamos que -como señaló Inciarte- los hechos no son lo mismo que las cosas. Las cosas reales están ahí, tranquilas, esperando sólo que las dejemos .ser, es decir, que las conozcamos. Los hechos, en cambio, tienen que ser construidos: responden a los intereses de alguien y a estrategias casi siempre opacas. Pueden ser estructurados de diferentes formas, y contados y recontados de acuerdo con nuestras conveniencias. Para comprobarlo, basta armarse de paciencia y «visionar» los telediarios de diversas cadenas en un mismo día: nunca coinciden en la interpretación de las mismas imágenes. Los hechos son algo así como seres encadenados por la altanería de los modernos grupos de poder que dominan los medios de comunicación y demás instrumentos de la «cultura popular».

Los hechos ejercen sobre nosotros, modernos al fin, una extraña e inevitable fascinación. Porque se adornan de un prestigio engañoso. Roban a la realidad su escondida consistencia y la exhiben impúdicamente. No confundir los hechos con la realidad representa el inicio de toda sabiduría, por modesta que sea. La realidad es «de suyo», mientras que los «hechos» son para mí. Tal estar ante mí de los hechos -su presunta índole de representaciones objetivas- es lo que les confiere esa certeza mostrenca a la que llamamos precisamente «facticidad». Lo fáctico es la congelación de lo real, algo así como su copia fotográfica y bidimensional en blanco y negro. Lo fáctico no es lo real, pero lo parece. Tanto que acaba por confundirse con lo real y sustituirlo por las indudables ventajas de inmediatez y simplicidad que consigo lleva, y que solemos preferir a la exigente fatiga de desvelar el claroscuro de luces y sombras con las que la verdadera realidad inevitablemente comparece. Además de oscura, la realidad se nos antoja ambigua y escasamente transitable, incompatible con la fluidez de la deliberación y la innovación de la libertad. En cambio, quien obedece al imperativo de atenerse a lo hechos queda exonerado de pensar y no necesita decidir. Los hechos, al pa¬recer, ya deciden por uno, lo cual no es alivio pequeño para quien se encuentra como empantanado en la creciente complejidad de la sociedad actual.

No es casual que a un pensador del siglo XX, Martin Heidegger, le debamos esta luminosa sentencia: «Hecho es una palabra bella e insidiosa». Posee, en efecto, todas las condiciones para engañar: es mentirosa y fascinante. Como Lucifer, que es un redomado adicto a los hechos, renuente y cazurro hasta la médula de su alto ser caído. Toda tentación es un juego de ilusionismo con los hechos. Primero, los hechos nos fuerzan a comportarnos de modo que no está a la al¬tura de nuestra dignidad. Eso es el pecado, la pérdida de cuyo sentido -según autorizadas voces- es el signo más grave del espíritu de la época. En consecuencia, el pecado mismo se autoesconde y se convierte a su vez en un hecho, que desafía al arrepentimiento y al perdón. Porque quizá no nos acabamos de creer que los hechos quedan borrados por el gracioso gesto de la misericordia divina.

Como anuncié en el Prólogo, he tomado de mi amigo Claudio Magris, a quien me referiré por extenso después, la expresión que da título a este capítulo y a todo el libro. Es como un lema que sirve de cifra y clave para entender los sorprendentes acontecimientos de este fin de milenio. Decía así el autor de Danubio, desde su observatorio de Trieste: «El diablo es conservador porque no cree en el futuro ni en la esperanza, porque no consigue ni siquiera imaginar que el viejo Adán pueda transformarse, que la humanidad pueda regenerarse. Este obtuso y cínico conservadurismo es la causa de tantos males, porque induce a aceptarlos como si fueran inevitables y, en consecuencia, a permitirlos».

Tan certeras frases nos sirven para recordar unos acontecimientos increíblemente cercanos -la caída del bloque soviético- sobre cuyo significado ideológico se ha echado tanta tierra en sólo un par de lustros que parecen ya «pasados a la historia». Claudio Magris evocaba la diabólica pesadez de lo fáctico -y su fulminante ruptura- cuando contemplaba al hombre más acabado del mundo, Alexander Dubcek, aclamado por una multitud oceánica en la plaza de San Wenceslao, núcleo histórico de Praga. Y recordaba yo esa persuasión en los últimos días de 1989, cuando veía -en la televisión italiana, que no es la española, tan sesgada por aquellos años- imágenes del nombramiento de Václav Havel como presidente de Checoslovaquia (hoy sólo Chequia), elegido por un parlamento a cuyo frente figuraba ese hombre veinte años inexistente, Alexander Dubcek, protagonista y víctima entre miles de la «Primavera de Praga». Havel, por su parte, había pasado en el plazo de dos meses de la cárcel comunista al solemne castillo de los reyes de Bohemia.
Los últimos días de la década de los ochenta hacían volar por los aires la dura corteza de lo fáctico. Parecía que nos habíamos puesto de acuerdo para no atenernos a los hechos y saltarnos -al menos por esta vez- el cínico pragmatismo de la Realpolitik.

Afloraba una eficacia reprimida, humillada, largo tiempo laten¬te: la real energía de los pueblos y la fuerza de su tradición cristiana, concitada por la valiente sabiduría de Juan Pablo II. En cambio, los festejos de Monsieur Miterrand, las bambalinas oficiales de las con¬memoraciones del bicentenario de la revolución francesa quedaban arrumbadas. Revolución por revolución, la que ascendía era más limpia y más humana. El lugar de la guillotina lo ocupaba el terciopelo. La revolución de 1989 ha eclipsado y sustituido a la de 1789. Durante dos siglos casi todos veían, como en el viejo cuento, que el rey no llevaba esa túnica maravillosa que sólo los retrógrados no podían ver. Hasta que, por fin, en diciembre de 1989, un niño gritó: «¡El rey va desnudo!».

Bien es cierto que el balance de estos últimos doce años no ha sido precisamente lo que se esperaba. El légamo viscoso de tanto tiempo de marxismo ha dejado una mancha que no se borra de un día para otro, sobre todo cuando el ortodoxo mandato de la «autocrítica» ha brillado prácticamente por su ausencia. Ahora resulta que nadie había sido comunista, no digamos nazi o fascista, o lo fue por pura casualidad. Como en vano seguimos esperando que los grandes vencedores de esa gran pugna histórica, los capitalistas liberales, se decidan a demostrar la superioridad de su modelo económico ayudando, con un mínimo de generosidad, a hacerlo efectivo en los países del Este (sin hablar por ahora de la sima que se ahonda entre los países consumistas y los que eufemísticamente se hallan «en vías de desarrollo»).

Doce años después, el rey del cuento no ha hecho más que adaptar a las nuevas modas la vestidura invisible que cubría sus vergüenzas. No nos acabamos de percatar de que el individualismo posesivo que domina en el Occidente está estrechamente emparentado con el totalitarismo opresivo que el Oriente intentaba entonces quitarse de encima. En un memorable artículo, titulado «La política y la conciencia», el propio Václav Havel denuncia vigorosamente al racio¬nalismo liberal como una ficción inhabitable: «El sistema, la ideología y el aparato -escribe Havel- han expropiado a gobernantes y gobernados. Han despojado al hombre de su conciencia, de su razón y de su lenguaje naturales y, en consecuencia, de su humanidad concreta (...). En el pasado, los soberanos y gobernantes eran personas idénticas a sí mismas, hombres con rostro humano concreto, personalmente responsables, tanto de sus buenas acciones como de sus crímenes. En la época moderna son reemplazados por el manager, el burócrata, el profesional de la administración, la manipulación y la propaganda».
Ahora resulta que decíamos bien -aunque el caso que se nos hace viene a ser el mismo- quienes hablábamos desde hace años del agotamiento del proyecto moderno de liberación total, tan largamente traducido en el total sometimiento.

Desde la prisión, Havel escribió a su esposa Olga cartas de gran contenido ético y religioso, aunque él mismo quizá no fuera cristiano. En una de ellas le recordaba una gran verdad, más vieja aún -pero también más viva- que los dogmas de la utopía ilustrada: que el intento de implantar el reino de Dios sobre la tierra conduce al infierno terrenal. Por una decisiva razón evangélica, porque ese reino, el de Dios, «no es de este mundo». No hay sistema humano, ni siquiera «el nuestro», el del liberalismo racionalista, que sea capaz de asegurar mecánicamente la felicidad humana en este pícaro mundo. Porque la felicidad nunca es un logro automático: hay que merecerla trabajosamente por el sabio ejercicio de la virtud y vivirla gozosamente como un regalo inmerecido.

No hay comentarios: