martes, 30 de septiembre de 2008

La otra desaceleración

DANIEL INNERARITY, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, publica en "El País", (16/09/2008) una enjundiosa reflexión sobre la gestión del tiempo de la que nos hacemos eco porque no tiene desperdicio:


Que vivimos en tiempos de especial aceleración es una experiencia compartida que se hace presente en muy diversos aspectos de la vida, individual y colectiva. Las nuevas tecnologías de la instantaneidad han propiciado una cultura del presente absoluto sin profundidad temporal. El origen de esta relación con el tiempo se encuentra en la alianza establecida entre la lógica del beneficio inmediato propia de los mercados financieros y la instantaneidad de los medios de comunicación. Vivimos en una época fascinada por la velocidad y superada por su propia aceleración.
Las técnicas de aprovechamiento del tiempo convierten los movimientos en cintas transportadoras, lo que Chaplin parodió en la invención de la máquina de comer, gracias a la cual podía alimentarse al trabajador sin necesidad de interrumpir el trabajo, o sea, de perder tiempo. La versión posmoderna de esta experiencia podemos encontrarla en aquel personaje de una película de Woody Allen que pretende suicidarse en París en vez de en Nueva York para ganar así un poco de tiempo y resolver antes algunos asuntos.
Ahora bien, describir nuestra sociedad únicamente desde la aceleración constituye una simplificación que no tiene en cuenta sus ambivalencias. Existen también otros fenómenos de desaceleración, menos presentes en la opinión pública que las desaceleraciones económicas, pero no menos reales y decisivos en nuestras vidas. Del mismo modo que coincidieron en el tiempo la experiencia del aburrimiento y la aceleración industrial a finales del XIX, nuestra época parece caracterizarse por el hecho de que nada permanece pero tampoco cambia nada esencial, un tiempo en el que pasan demasiadas cosas y, a la vez, estamos llenos de repeticiones, rituales y rutinas. De ahí la sospecha de que tras la dinámica de aceleración permanente hay un paradójico estancamiento de la historia en el que nada realmente nuevo comparece. A esta experiencia se refieren conceptos como el del "final de la historia" (Fukuyama) y otros similares que han ido proponiendo en los últimos años pensadores muy diversos.
Probablemente nuestra época no sea comprensible desde la alternativa entre aceleración y desaceleración; habría que tener en cuenta además un fenómeno tal vez más característico que es el de la falsa movilidad. En última instancia, las sociedades combinan su resistencia al cambio con una agitación superficial. La utopía del progreso se ha transformado en movimiento desordenado, "neofilia" frenética, agitación anómica y disipación de la energía. Sólo queda una aceleración vacía, un ciego "cada vez más" de tecnología o globalización económico-financiera, un espacio social inestable y un campo psicológico neurótico.
Esta fatalización del tiempo se traduce en la exigencia de aumentar la aceleración, la movilidad, la velocidad y la flexibilidad. Lo vemos a diario en el lenguaje que nos exhorta a "movernos", acelerar el propio movimiento, consumir más, comunicar con mayor rapidez, intercambiar de una manera óptimamente rentable. Se ha llevado a cabo una transferencia semántica que explicaría muchos desplazamientos ideológicos desde la izquierda hacia la derecha: donde había progreso y revolución, ahora hay movimiento y competitividad. El adjetivo "revolucionario" forma parte del vocabulario transversal de la moda, el management, la publicidad y la pospolítica mediática. El fantasma de la revolución permanente se pasea ahora como caricatura neoliberal. Pero, en el fondo, el imaginario político actual tiene un discurso prescriptivo minimalista, muy pobre conceptualmente: el discurso de la adaptación al supuesto movimiento del mundo, el imperativo de moverse con lo que se mueve, sin discusión, ni interrogación, ni protesta. Se daría entonces la paradoja de que justo en los momentos de mayor aceleración las sociedades pueden caer en manos del destino o de la inmovilidad, que era precisamente lo que pretendían superar los procesos de modernización. En ese caso, tal vez tenga razón Fredric Jameson cuando asegura que se ha disuelto la antinomia cambio-estancamiento. Lo que puede estar ocurriendo es que, en muchos aspectos de la vida, las sociedades y el mundo en general, el movimiento sea superficial y que en el fondo haya una parálisis radical, un pseudomovimiento. Paul Virilio ha formulado esta idea en su concepto de "paralización veloz" o aceleración improductiva, una agitación sin consecuencias reales aunque no exenta de graves efectos sobre los seres humanos y la cohesión de las sociedades. En última instancia se trata de una idea que se corresponde con la experiencia personal de que la mayor agitación es perfectamente compatible con una inmovilidad temporal; es posible estar paralizado en el movimiento, no hacer nada a toda velocidad, moverse sin desplazarse, incluso ser un vago muy trabajador. Para llevar a cabo un movimiento real no basta con acelerar, del mismo modo que la transgresión no es necesariamente creativa, ni el cambio es siempre innovador.
Ante este panorama, las soluciones más emancipadoras no proceden ni de la desaceleración ni de la huida hacia delante sino del combate contra la falsa movilidad. Por supuesto que la lentitud compensatoria, tan celebrada en muchos libros de autoayuda para la gestión del tiempo, puede ser una estrategia razonable. Pero la llamada a desacelerar, como principio general, es poco realista y atractiva si tenemos en cuenta las circunstancias políticas, económicas, sociales y culturales en las que vivimos. No tiene ningún sentido querer calculadoras más lentas, mayores colas o transportes con retrasos. La cuestión central consiste en determinar en qué consiste exactamente, en cada actividad y en cada momento, una ganancia de tiempo, lo que unas veces implicará desaceleración y otras todo lo contrario, pero que también puede conseguirse mediante otros procedimientos, como la reflexión, la anticipación o combatiendo la falsa movilidad.
La reflexión estratégica, la perspectiva para encuadrar el instante en un marco temporal más amplio o la protección de lo verdaderamente urgente son, en última instancia, procedimientos para ganar tiempo. No se trata de luchar contra el tiempo o desentenderse de él sino, como decía Walter Benjamin, de ponerlo a nuestro favor. Se trataría de reintroducir el espesor del tiempo de la maduración, de la reflexión y de la mediación allí donde el choque de lo inmediato y de la urgencia obliga a reaccionar demasiadas veces sobre el modo del impulso. Puede que de esta manera las organizaciones y la sociedad en general ganen capacidad de influencia sobre los procesos acelerados, algo que sólo se consigue ganándole la partida al tiempo abstracto unificador con una gestión del tiempo que recurra con inteligencia a sus diversas modalidades.

domingo, 28 de septiembre de 2008

El diablo es conservador

El título de este libro de Alejandro Llano está tomado del capítulo primero que, a la vez, toma de una cita de Claudio Magris:

«El diablo es conservador porque no cree en el futuro ni en la esperanza, porque no consigue ni siquiera imaginar que el viejo Adán pueda transformarse, que la humanidad pueda regenerarse. Este obtuso y cínico conservadurismo es la causa de tantos males, porque induce a aceptarlos como si fueran inevitables y, en consecuencia, a permitirlos»


Anciano y ciego, el escritor argentino Jorge Luis Borges se encontraba ante una audiencia multitudinaria en la Universidad limeña de San Marcos. La revolución -provocada esta vez, curiosamente, por militares- parecía estar de nuevo a la orden del día, e impregnaba el ambiente académico de ese tono irreal y crispado que algunos conocemos bien. Los estudiantes insultaban a Borges porque algunas de sus recientes declaraciones chocaban clamorosamente con la ortodoxia revolucionaria que aquellos universitarios se sentían obligados a obedecer. Tras largos minutos de escándalo, durante los cuales Borges contemplaba el vacío con su mirada ciega, se hizo por fin el silencio. Borges comenzó a hablar de literatura con voz queda y quebrada. La luminosidad y la belleza comparecieron. El auditorio pasó de la rabia a la fascinación. Terminada la conferencia, llegó el turno de preguntas. La primera valió por todas: «¿Cómo es posible que un hombre tan culto e inteligente como usted, señor Borges, se empeñe en oponerse al curso de la historia?». La respuesta no tuvo desperdicio: «Oiga, joven, ¿no sabe usted que los caballeros sólo defendemos causas perdidas?».

Las causas perdidas son las únicas que merece la pena defender. No sólo porque las otras se defienden solas, sino porque la verdad siempre aparece -frente a la emancipación ilustrada como menor de edad, como desvalida, como necesitada de protección, ante el implacable curso de los acontecimientos humanos, que cuenta a su favor con la razón más poderosa: los hechos.

Parece que la primera obligación de la gente racional y educada no es otra que ésta: atenerse a los hechos. Benéfica recomendación, mil veces soportada por quienes tienen la ingenuidad de intentar cambiar el mundo (o comprenderlo). Atenerse a los hechos: consejo de prudente circunspección, que atempera la ira ante situaciones injustas que harían clamar a las piedras. Atenerse a los hechos: agudo alfiler que pincha los globos multicolores de idealismos perpetuamente atrasados o desenfilados respecto al terco curso de un devenir histórico que nunca se sabe de dónde viene ni hacia dónde va. Atenerse a los hechos: primer mandamiento que, al eliminar los otros nueve, reduce al silencio a quien pretenda extraer el significado de un siglo, de una década, de un año o de un día.

Advirtamos que -como señaló Inciarte- los hechos no son lo mismo que las cosas. Las cosas reales están ahí, tranquilas, esperando sólo que las dejemos .ser, es decir, que las conozcamos. Los hechos, en cambio, tienen que ser construidos: responden a los intereses de alguien y a estrategias casi siempre opacas. Pueden ser estructurados de diferentes formas, y contados y recontados de acuerdo con nuestras conveniencias. Para comprobarlo, basta armarse de paciencia y «visionar» los telediarios de diversas cadenas en un mismo día: nunca coinciden en la interpretación de las mismas imágenes. Los hechos son algo así como seres encadenados por la altanería de los modernos grupos de poder que dominan los medios de comunicación y demás instrumentos de la «cultura popular».

Los hechos ejercen sobre nosotros, modernos al fin, una extraña e inevitable fascinación. Porque se adornan de un prestigio engañoso. Roban a la realidad su escondida consistencia y la exhiben impúdicamente. No confundir los hechos con la realidad representa el inicio de toda sabiduría, por modesta que sea. La realidad es «de suyo», mientras que los «hechos» son para mí. Tal estar ante mí de los hechos -su presunta índole de representaciones objetivas- es lo que les confiere esa certeza mostrenca a la que llamamos precisamente «facticidad». Lo fáctico es la congelación de lo real, algo así como su copia fotográfica y bidimensional en blanco y negro. Lo fáctico no es lo real, pero lo parece. Tanto que acaba por confundirse con lo real y sustituirlo por las indudables ventajas de inmediatez y simplicidad que consigo lleva, y que solemos preferir a la exigente fatiga de desvelar el claroscuro de luces y sombras con las que la verdadera realidad inevitablemente comparece. Además de oscura, la realidad se nos antoja ambigua y escasamente transitable, incompatible con la fluidez de la deliberación y la innovación de la libertad. En cambio, quien obedece al imperativo de atenerse a lo hechos queda exonerado de pensar y no necesita decidir. Los hechos, al pa¬recer, ya deciden por uno, lo cual no es alivio pequeño para quien se encuentra como empantanado en la creciente complejidad de la sociedad actual.

No es casual que a un pensador del siglo XX, Martin Heidegger, le debamos esta luminosa sentencia: «Hecho es una palabra bella e insidiosa». Posee, en efecto, todas las condiciones para engañar: es mentirosa y fascinante. Como Lucifer, que es un redomado adicto a los hechos, renuente y cazurro hasta la médula de su alto ser caído. Toda tentación es un juego de ilusionismo con los hechos. Primero, los hechos nos fuerzan a comportarnos de modo que no está a la al¬tura de nuestra dignidad. Eso es el pecado, la pérdida de cuyo sentido -según autorizadas voces- es el signo más grave del espíritu de la época. En consecuencia, el pecado mismo se autoesconde y se convierte a su vez en un hecho, que desafía al arrepentimiento y al perdón. Porque quizá no nos acabamos de creer que los hechos quedan borrados por el gracioso gesto de la misericordia divina.

Como anuncié en el Prólogo, he tomado de mi amigo Claudio Magris, a quien me referiré por extenso después, la expresión que da título a este capítulo y a todo el libro. Es como un lema que sirve de cifra y clave para entender los sorprendentes acontecimientos de este fin de milenio. Decía así el autor de Danubio, desde su observatorio de Trieste: «El diablo es conservador porque no cree en el futuro ni en la esperanza, porque no consigue ni siquiera imaginar que el viejo Adán pueda transformarse, que la humanidad pueda regenerarse. Este obtuso y cínico conservadurismo es la causa de tantos males, porque induce a aceptarlos como si fueran inevitables y, en consecuencia, a permitirlos».

Tan certeras frases nos sirven para recordar unos acontecimientos increíblemente cercanos -la caída del bloque soviético- sobre cuyo significado ideológico se ha echado tanta tierra en sólo un par de lustros que parecen ya «pasados a la historia». Claudio Magris evocaba la diabólica pesadez de lo fáctico -y su fulminante ruptura- cuando contemplaba al hombre más acabado del mundo, Alexander Dubcek, aclamado por una multitud oceánica en la plaza de San Wenceslao, núcleo histórico de Praga. Y recordaba yo esa persuasión en los últimos días de 1989, cuando veía -en la televisión italiana, que no es la española, tan sesgada por aquellos años- imágenes del nombramiento de Václav Havel como presidente de Checoslovaquia (hoy sólo Chequia), elegido por un parlamento a cuyo frente figuraba ese hombre veinte años inexistente, Alexander Dubcek, protagonista y víctima entre miles de la «Primavera de Praga». Havel, por su parte, había pasado en el plazo de dos meses de la cárcel comunista al solemne castillo de los reyes de Bohemia.
Los últimos días de la década de los ochenta hacían volar por los aires la dura corteza de lo fáctico. Parecía que nos habíamos puesto de acuerdo para no atenernos a los hechos y saltarnos -al menos por esta vez- el cínico pragmatismo de la Realpolitik.

Afloraba una eficacia reprimida, humillada, largo tiempo laten¬te: la real energía de los pueblos y la fuerza de su tradición cristiana, concitada por la valiente sabiduría de Juan Pablo II. En cambio, los festejos de Monsieur Miterrand, las bambalinas oficiales de las con¬memoraciones del bicentenario de la revolución francesa quedaban arrumbadas. Revolución por revolución, la que ascendía era más limpia y más humana. El lugar de la guillotina lo ocupaba el terciopelo. La revolución de 1989 ha eclipsado y sustituido a la de 1789. Durante dos siglos casi todos veían, como en el viejo cuento, que el rey no llevaba esa túnica maravillosa que sólo los retrógrados no podían ver. Hasta que, por fin, en diciembre de 1989, un niño gritó: «¡El rey va desnudo!».

Bien es cierto que el balance de estos últimos doce años no ha sido precisamente lo que se esperaba. El légamo viscoso de tanto tiempo de marxismo ha dejado una mancha que no se borra de un día para otro, sobre todo cuando el ortodoxo mandato de la «autocrítica» ha brillado prácticamente por su ausencia. Ahora resulta que nadie había sido comunista, no digamos nazi o fascista, o lo fue por pura casualidad. Como en vano seguimos esperando que los grandes vencedores de esa gran pugna histórica, los capitalistas liberales, se decidan a demostrar la superioridad de su modelo económico ayudando, con un mínimo de generosidad, a hacerlo efectivo en los países del Este (sin hablar por ahora de la sima que se ahonda entre los países consumistas y los que eufemísticamente se hallan «en vías de desarrollo»).

Doce años después, el rey del cuento no ha hecho más que adaptar a las nuevas modas la vestidura invisible que cubría sus vergüenzas. No nos acabamos de percatar de que el individualismo posesivo que domina en el Occidente está estrechamente emparentado con el totalitarismo opresivo que el Oriente intentaba entonces quitarse de encima. En un memorable artículo, titulado «La política y la conciencia», el propio Václav Havel denuncia vigorosamente al racio¬nalismo liberal como una ficción inhabitable: «El sistema, la ideología y el aparato -escribe Havel- han expropiado a gobernantes y gobernados. Han despojado al hombre de su conciencia, de su razón y de su lenguaje naturales y, en consecuencia, de su humanidad concreta (...). En el pasado, los soberanos y gobernantes eran personas idénticas a sí mismas, hombres con rostro humano concreto, personalmente responsables, tanto de sus buenas acciones como de sus crímenes. En la época moderna son reemplazados por el manager, el burócrata, el profesional de la administración, la manipulación y la propaganda».
Ahora resulta que decíamos bien -aunque el caso que se nos hace viene a ser el mismo- quienes hablábamos desde hace años del agotamiento del proyecto moderno de liberación total, tan largamente traducido en el total sometimiento.

Desde la prisión, Havel escribió a su esposa Olga cartas de gran contenido ético y religioso, aunque él mismo quizá no fuera cristiano. En una de ellas le recordaba una gran verdad, más vieja aún -pero también más viva- que los dogmas de la utopía ilustrada: que el intento de implantar el reino de Dios sobre la tierra conduce al infierno terrenal. Por una decisiva razón evangélica, porque ese reino, el de Dios, «no es de este mundo». No hay sistema humano, ni siquiera «el nuestro», el del liberalismo racionalista, que sea capaz de asegurar mecánicamente la felicidad humana en este pícaro mundo. Porque la felicidad nunca es un logro automático: hay que merecerla trabajosamente por el sabio ejercicio de la virtud y vivirla gozosamente como un regalo inmerecido.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

La vocación del hombre al trabajo

El concepto «trabajo» puede definirse como la actividad humana encaminada a la obtención de los recursos básicos para la subsistencia propia y de los demás. El trabajo es también un cauce de desarrollo de las capacidades humanas, un ámbito de realización personal y social; de comunicación y colaboración con otros hombres en la consecución de proyectos sociales. En el trabajo entra en juego todo lo que es el hombre: la naturaleza física, la psicología, la espiritualidad, su relación con el mundo físico, vegetal, animal, la comunicabilidad y la comunión con los demás hombres y con Dios. El trabajo es con frecuencia una actividad costosa y sacrificada, pero es también para muchos una fuente de satisfacciones humanas y de progreso material y espiritual. Gonzalo Beneytez destaca en este artículo los aspectos espirituales del trabajo.


Trabajo, familia y sociedad
La vida familiar exige la satisfacción de las necesidades básicas de las personas que integran la familia (la alimentación, el cuidado de la casa, la atención a las personas…). La familia constituye naturalmente la primera fuente de trabajo y debe ser asimismo una escuela de solidaridad en el trabajo.

La sociedad se constituye por la agrupación de familias. La vida familiar se debe complementar con todo un conjunto de actividades en el ámbito social destinadas a la obtención de los medios básicos para la subsistencia familiar, u otros fines de interés personal o familiar: bienes de consumo, actividades de formación profesional o cultural, medios de diversión, amistad... Surgen de esta manera relaciones sociales de contenido muy diverso: industrial, comercial, académico, científico, cultural, artístico, lúdico, religioso... que constituyen la diversidad del cuerpo social. El sano desarrollo de la sociedad requiere un correcto enfoque de las actitudes y relaciones laborales de los ciudadanos.

La vida social no debe menoscabar la vida familiar sino protegerla y fomentarla, porque la raíz de la sociedad es la familia. La familia tiene a su vez la misión de preparar hombres que lleven a cabo el desarrollo y enriquecimiento de la vida social. Familia y sociedad se complementan mutuamente. El trabajo establece el puente de unión entre la familia y la sociedad. La familia es escuela de humanidad, y por tanto de trabajo. El trabajo debe ser un servicio a la sociedad entera: debe velar por el bien común de la sociedad. Por esto mismo, todo trabajo debe velar por el bien de cada familia: debe respetar ante todo los requerimientos de toda familia.

Dimensión religiosa del trabajo
Según la tradición judeocristiana el trabajo guarda relación con la dimensión religiosa del hombre. En el Génesis se encuentra el primer evangelio del trabajo. Dios creó al hombre en el jardín del Edén para que lo cultivara. Por medio del trabajo, Adán podría comer sus frutos, vivir y mejorar sus condiciones de vida. El trabajo no es un castigo de Dios sino algo connatural al hombre; algo bueno en sí para el hombre: el hombre debe trabajar no solo por los frutos que obtiene con su trabajo, sino porque el trabajo hace bueno al hombre. El trabajo tiene una dimensión religiosa trascendente en cuanto que puede realizarse como colaboración en el proyecto creador de Dios.

El Génesis señala asimismo que Dios encargó al género humano una misión fundamental: «Henchid la tierra: sometedla y dominad» (Gen 1, 28). Se señala de esta manera algo importante: Dios quiere que el hombre contribuya al desarrollo del plan creador. «En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental, que el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado» [Juan Pablo II, Encíclica "Laborem exercens", 25b].

El hombre ha sido creado «ut operaretur», para trabajar, para llevar a cabo el progreso y desarrollo del hombre y, en definitiva, para llevar a cabo el plan creador: «hagamos al hombre». El trabajo hace de alguna manera al hombre porque el trabajo configura la vida humana, configura las relaciones humanas, la sociedad, la cultura, la nación, la política, el Estado... El Génesis señala que nuestros primeros padres fueron expulsados del Paraíso terrenal como consecuencia del pecado. Un efecto del pecado es el sufrimiento que va unido al trabajo: «trabajarás la tierra con el sudor de tu frente y la naturaleza te negará sus frutos» (Gen. 3, 17-19). El trabajo está vinculado al esfuerzo, la fatiga, la dificultad…

También se dice que Caín y Abel ofrecían a Dios los frutos de su trabajo. De esta manera se significa que, pese al pecado, el hombre no pierde su relación con Dios: el sentido de total dependencia y sumisión al Creador. Por el trabajo el hombre muestra la sujeción que debe a su Creador a la vez que le expresa la honra, agradecimiento y alabanza debidas. El trabajo posee un profundo sentido religioso: a Dios le agrada el trabajo de Abel, porque le ofrece sus mejores frutos. Ciertamente Abel trabaja para Dios. Dios está en el horizonte supremo de su vida y por consiguiente de su trabajo.

La actitud de Caín es netamente diversa. Su actitud moral se pone de manifiesto cuando mata a su hermano por envidia. El trabajo y las relaciones humanas de tipo laboral ponen de manifiesto la calidad moral de las culturas y los hombres. En el mundo laboral hemos asistido en ocasiones a la explotación del hombre por el hombre. El desorden moral que anida en el corazón del hombre, la soberbia, el afán de dominio… han dado lugar a un perversión del valor humano del trabajo.

Trabajo y desarrollo personal
En el trabajo cabe distinguir dos dimensiones fundamentales:

a) transitiva: el objeto del trabajo; la obra realizada. Por ejemplo: construir una casa.
b) intransitiva: el desarrollo técnico y moral que adquiere el sujeto agente del trabajo durante el trabajo; capacitación profesional, desarrollo de virtudes morales: justicia, solidaridad, laboriosidad...

En la concepción del trabajo y de la empresa debe darse prioridad al carácter personal del trabajador. El primer valor de la empresa es el valor de cada trabajador entendido como persona. Cada persona es un valor en sí mismo: un valor absoluto que reclama respeto y aprecio. El trabajador debe sentirse protagonista de la empresa en la que trabaja: debe sentirse valorado, motivado para dar lo mejor de sí en el trabajo. Hay que destacar la importancia de mejorar paulatinamente la propia formación profesional, promocionarse, aprender a trabajar cada día mejor. En nuestros días se subraya con acierto la importancia de promover el desarrollo del trabajador como persona. Se destaca la necesidad de promocionar la participación responsable del trabajador en el bien global de la empresa alentando el espíritu de iniciativa, la creatividad, la integración con los demás miembros de la empresa y con los clientes, el desarrollo de buenas relaciones humanas.

A lo largo de la historia se puede observar que el trabajo y las relaciones laborales han sido en muchas ocasiones una realidad degradante y deshumanizadora. Se podrían citar algunos procesos históricos —la Revolución industrial, por ejemplo— que dieron lugar a métodos perniciosos de organización social de trabajo. Es frecuente advertir la existencia de empresas en las que su organización interna sigue un esquema mecanicista que reduce el trabajo a una tarea predominantemente técnica, compartimentada, artificial, burocrática… y, como consecuencia, estresante y deshumanizadora para los trabajadores empleados.

En el trabajo el hombre se retrata a sí mismo: manifiesta su grandeza y su miseria, su capacidad de entrega solidaria y su egoísmo. En el trabajo se refleja la calidad moral de la vida humana. El hombre debe aprender a trabajar: debe humanizar el trabajo y debe humanizarse por medio del trabajo.

La moral profesional
Toda actividad profesional influye de alguna manera en el bien común de la sociedad. El modo de trabajar, el efecto transitivo del trabajo, repercute para bien o para mal en el desarrollo moral de los demás. La deontología profesional es la parte de la ética referida a los aspectos morales del trabajo profesional. El ejercicio de su profesión plantea en ocasiones situaciones comprometedoras desde el punto de vista moral. El modo de afrontar esas situaciones tiene gran relevancia moral en la sociedad. Cabría citar numerosos ejemplos de situaciones en las que el trabajo profesional posee una gran relevancia moral.

El médico puede verse involucrado en la atención de pacientes que le piden su colaboración en actividades que propiamente son ajenas a la Medicina: la mujer que desea abortar, el enfermo deprimido que desea morir, la mujer que se plantea tener hijos por medio de la fecundación artificial, la señora que solicita fármacos anticonceptivos, la que pide ser esterilizada... De una manera u otra el médico refleja una actitud ante el valor de la vida, la dignidad del embrión en el seno materno, el sentido del sufrimiento, el modo de afrontar la vejez...

El periodista que recibe un testimonio sobre una acción escandalosa de un político se encuentra ante el dilema de publicar o no esa información. Decisión que exige valorar la conveniencia de cerciorarse sobre la veracidad de esa información, el derecho a publicar esas hechos, los perjuicios que puede provocar a terceros, el efecto social...
El abogado que trabaja en un despacho y recibe un cliente que le pide llevar a cabo un trámite de divorcio, el funcionario que recibe una comisión a cambio de firmar un permiso de obras... De una manera u otra cada uno trabaja de acuerdo con su propia concepción de la justicia y según honradez profesional. Su trabajo contribuye a configurar la sociedad de una manera más o menos justa dependiendo en buena medida de la talla moral del trabajador.

El político tiene la misión de gestionar el gobierno de asuntos públicos referentes a la sanidad, la enseñanza, la legislación sobre la familia, el orden público, las relaciones internacionales, la ecología, el gasto público, el trato a inmigrantes, la atención de personas discapacitadas... Con frecuencia se encuentra en la tesitura de afrontar situaciones de gran trascendencia moral, a veces nada fáciles de gestionar, tales como la permisión de la práctica del aborto, el modo de tramitación del divorcio, la educación religiosa en los colegios, la determinación del status jurídico de las parejas homosexuales, la participación en conflictos internacionales, asuntos relativos a la moralidad pública como el régimen de la publicidad, la protección de la ecología, la ordenación urbanística, la contaminación ambiental y acústica, la telebasura, la conveniencia de otorgar subvenciones a determinadas ONGs o asociaciones...

Un político determina de una manera u otra el marco de libertad y de respeto mutuo básicos para el desarrollo social. El político debe comprometerse ante todo con el verdadero bien social, y éste no consiste solo en la permisión del mayor grado de libertad posible por parte de los individuos o en un progreso meramente material. Con su actitud fomenta o menosprecia los valores humanos referentes al origen y desarrollo de la vida y la convivencia armónica y justa entre los hombres.

El profesor de enseñanza primaria, secundaria o universitaria tiene el deber de transmitir unos conocimientos sobre un área concreta del saber. Al impartir las clases con frecuencia aborda asuntos colaterales relacionados más o menos directamente con temas de moral. El profesor de historia que explica temas como la colonización de América, la Revolución industrial o las guerras mundiales del Siglo XX no podrá quedar al margen de los atropellos de los derechos humanos que se cometieron entonces.

Cada profesor refleja de manera explícita e implícita una actitud ante la vida, ante las personas, ante los grandes problemas de la existencia. Todo profesor influye de una manera u otra en la visión de la vida de los alumnos: tiene la capacidad de influir positiva o negativamente en la formación humana, moral y espiritual de los alumnos. ¿Cómo no referirnos a la influencia que puede ejercer sobre un público más o menos numeroso un productor de películas de cine? Los realizadores de series televisivas seguidas por miles y a veces millones de personas deben ser conscientes del modo en que influye en los telespectadores –en el modo de pensar y de juzgar la realidad– los contenidos morales de esas series: la trama, los diálogos, los argumentos, las actitudes de los personajes ante determinadas coyunturas...

El diseñador de ropa de moda influye notablemente en el modo de vestir de muchas personas, y algo parecido sucede con el comerciante de tiendas de vestidos. También el escritor de novelas, o el publicista o el fabricante de juguetes... influyen —cada uno a su manera— en el modo de pensar y de ser de adultos y niños. Y así concluiríamos que todo profesional influye de alguna manera en el resto del cuerpo social.Es preciso por tanto que cualquier profesional considere en conciencia la influencia moral de su trabajo en el cuerpo de la sociedad y procure promover mediante el trabajo el bien moral de la sociedad.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Características de la filosofía moderna

La filosofía moderna puede ser caracterizada como una filosofía que hace del sujeto y de la subjetividad su centro de reflexión y de interés. Esta afirmación constituye una de las tesis centrales, o mejor dicho, un punto de vista jamás abandonado por la filosofía moderna. Se podría decir que a medida que avanza la Modernidad esta idea es cada vez más explicitada y se extraen de ella consecuencias culturales y filosóficas sin precedentes en la cultura occidental. De hecho, ya sea el racionalismo que se desarrolló sobre todo en Europa continental, como el empirismo cultivado de modo principal por filósofos británicos, tienen esta raíz común, es decir el punto de vista del sujeto como temática filosófica radical. Esta dimensión común no significa, sin embargo, que racionalismo y empirismo se reduzcan a ser filosofías del sujeto; tampoco se puede afirmar que uno y otro sean dos aspectos de una misma filosofía. Racionalismo y empirismo son diversos en razón de sus desarrollos teóricos y de las tesis que se derivan del uno y del otro. También difieren en algunos intereses filosóficos, aunque ambas escuelas terminarán por dar lugar, a finales del siglo XVIII, a una síntesis de notable profundidad especulativa como es la de Kant.

El siglo XVII es el siglo de Descartes y de Bacon, pero también es el siglo de Galileo. Para esta época, la ciencia moderna comienza a tener una importancia suficiente como para dar un sello característico al periodo que estamos estudiando. El descubrimiento del método matemático aplicable al estudio de la naturaleza está en sintonía con el espíritu de la época. La filosofía racionalista crece y se desarrolla fundamentalmente dentro de un espíritu sistemático, y, como tal, análogo al método matemático; por su parte, la filosofía empirista pone el acento de su investigación en la observación de los datos de hecho. Estos dos aspectos son también momentos de la ciencia empírica: sistema, método, observación, experiencia. Por este motivo, el diálogo entre la filosofía y la ciencia tiene una intensidad notable, y se produce un intercambio constante de tesis referidas sobre todo al mundo de la naturaleza y al conocimiento humano.

Otro elemento constitutivo de la filosofía de este periodo es el interés religioso que muestran los distintos filósofos de estos siglos. Así como es difícil encontrar entre la Edad Media y la Modernidad un punto cronológico en el que se pueda comprobar la ruptura que indica el cambio de época, y en cambio es fácil observar una clara continuidad de elementos históricos, filosóficos y culturales, también se puede afirmar que el interés teológico medieval no desaparece con la llegada de la Modernidad. Lo que hay es un cambio de perspectiva, pero no un olvido. Autores como Descartes, Pascal, Malebranche, Spinoza y Leibniz son pensadores en el que el problema de Dios se presenta cor¬una fuerza notable y encuentra en ellos una expresión especulativa importante. El pensamiento empirista inglés es en general menos metafísico, y por ende el problema de Dios aparece desde una óptica diversa, aunque está también presente. Serán otros movimientos culturales, como el libertinismo y algunas corrientes de la Ilustración, los que se calificarán de ateos. Pero lo que está claro es que la filosofía moderna no se identifica tout court ni con el libertinismo ni con el ateísmo de algunas corrientes de la Ilustración.

La filosofía política presenta también un campo en el que la filosofía moderna ha aportado grandes novedades. Una de las nociones centrales que vemos aparecer en diversos autores -ya hemos visto el caso de Hobbes- es la del contrato social. Tal noción manifiesta la búsqueda de un principio dinámico de organización de la sociedad, y por otro lado hace patente una antropología que refleja una concepción del hombre tendencialmente individualista, coherente con la conciencia moderna de la autonomía de lo humano. En este periodo se consolidan los estados modernos, las monarquías absolutas encontrarán su fin después de los acontecimientos revolucionarios, y nacerán las primeras formas de democracia moderna. Estas primeras formas de democracia tendrán una inspiración fuertemente individualista. Junto con los primeros pasos de la teoría del contrato social nace, en el siglo XVII, la cuestión de la tolerancia: se trata, en realidad, de una cuestión político-religiosa debida a la presencia en el ámbito geográfico europeo de religiones distintas. Hasta inicios del siglo XVI la única religión existente en Europa occidental era el catolicismo; a partir de la reforma luterana y calvinista y del cisma anglicano, aparece el problema de la coexistencia de creencias religiosas diversas: las guerras de religión crean una situación política que lleva a algunos pen¬sadores a proponer la tolerancia como una forma de convivencia pacífica.

Las dos corrientes filosóficas más importantes de los siglos XVII y XVIII son el racionalismo continental y el empirismo británico. Ambas corrientes ponen al sujeto cognoscente en el centro de la especulación filosófica. En este sentido, el racionalismo y el empirismo son corrientes de pensamiento esencialente modernas, si bien como actitudes intelectuales son constantes a lo largo de la historia de la filosofía occidental. Las diferencias entre una y otra son de carácter metafísico y gnoseológ ico. Sin embargo, racionalismo y empirismo no constituyen fronteras insuperables. En Hobbes, por ejemplo, encontramos un vas acto uso del método de Galileo, Locke recibe el influjo de Descartes, Berkeley el de Malebranche.

El racionalismo desarrolla una auténtica metafísica, que en buena medida se relaciona con la gran tradición metafísica antigua y medieval. No se trata de una simple continuidad, sino de un nuevo intento de comprensión del hombre, del mundo y de Dios. El punto de partida cartesiano, es decir el cogito, constituye también un punto de vista metafísico. Después de Descartes, con Malebranche, Spinoza y Leibniz, la filosofía tiene una plataforma común, es decir la temática cartesiana. La búsqueda de la certeza, las ideas claras y distintas, los problemas derivados de la separación de la sustancia extensa y pensante, serán los temas más característicos del desarrollo metafísico racionalista. Además de lo que acabamos de señalar, hay que añadir que Descartes es en cierto sentido el creador -con algunos precedentes en la escolástica del siglo XVI- del espíritu de sistema que recorrerá toda la metafísica moderna: la verdad como coherencia lógica, método deductivo y matemático, claridad y distinción, unidad, son conceptos básicos que forman parte de la idea de sistema filosófico. Y junto a esto, un cierto desprecio y distanciamiento de la experiencia vivida y de la experiencia sensible; el metafísico racionalista es más deductivo que observador, le interesan más las definiciones exactas y precisas que la descripción del fenómeno real.

El empirismo, en cambio, se interesa no tanto de los problemas metafísicos clásicos, sino de los problemas gnoseológicos, aunque comparte con los racionalistas la búsqueda de la certeza. El primer problema que se plantea el filósofo empirista no es el del ser, sino el de como a partir de la experiencia se puede llegar al conocimiento de la realidad. Esta investigación es realizada con un gran espíritu analítico, que tiene como objeto la experiencia humana del conocer y de la afectividad. De todas maneras, la filosofía empirista queda siempre ligada a un tipo de experiencia, o sea a la sensible, en cuanto que considera que toda idea debe apoyarse siempre en un dato sensible. Con este planteamiento desaparece la consideración de la dimensión metafísica de la ca¬pacidad intelectual, en cuanto toda abstracción es juzgada por el empirismo como un mero producto de la imaginación separada de la experiencia. Las ideas empiristas, que no son sino imágenes, representaciones o reflejos del fenómeno sensible, son siempre particulares. La universalidad -los empiristas prefieren hablar más bien de generalidad-, coherentemente con el nominalismo que se encuentra en la base del empirismo, es la propia de los nombres, de los términos, pero nunca de las ideas o conceptos. Lógicamente, el método de los empiristas no podrá ser el mismo que el de los racionalistas. En vez de deducción matemática, el empirismo sostiene que la inducción es el método científico y filosófico privilegiado. Si, por lo tanto, el racionalismo posee un claro espíritu de sistema, el empirismo tiene un espíritu analítico y observador de la experiencia y de sus presupuestos gnoseológicos.

El empirismo emprende la tarea de juzgar la capacidad cognoscitiva del hombre a partir de una concepción reduccionista de la misma experiencia cognoscitiva. Este intento queda como una posibilidad teórica que será retomada por Kant. Por su parte, el racionalismo metafísico, en oposición al empirismo, presupone que la capacidad cognoscitiva humana es apta para conocer la verdad objetiva en modo deductivo, sin poner en discusión su propia racionalidad. Esta actitud teórica le valió el nombre de dogmatismo metafísico.

La artificiosidad de los sistemas racionalistas, la falta de contacto con la experiencia sensible, el atenerse a las definiciones arbitrarias más que a la realidad propuesta por el sentido común, todos estos elementos serán objeto de la crítica de los ilustrados. Sobre todo Condillac y Voltaire acusarán al racionalismo de ser una construcción imaginaria y artificial. La Ilustración del siglo XVIII mirará más bien, aunque no únicamente, hacia la filosofía británica de corte empirista. Pero esta dirección del pensamiento terminaba en el escepticismo: la metafísica como conocimiento último de la realidad de las cosas será sólo una quimera; la teología como ciencia, una contradicción; la moral objetiva se convertirá en una ética hedonista y utilitarista.