sábado, 25 de octubre de 2008

Gaudí, el arquitecto de la naturaleza

Más de un millón de visitantes acuden cada año a conocer la obra de Gaudí en Barcelona. En una mesa redonda, organizada por el Colegio de Arquitectos de Madrid, Joan Bassegoda sostuvo que "el secreto de la seducción de la arquitectura de Gaudí puede encontrarse en que buscó las soluciones técnicas de sus construcciones directamente en la naturaleza. Por eso Gaudí no pasa de moda, no cansa, sigue admirando. Agradecemos Aceprensa esta información.

Belleza y funcionalidad
Le Corbusier, que visitó Barcelona en 1928, escribe sobre Gaudí, especialmente impresionado por la cubierta de las Escuelas de la Sagrada Familia: "Este hombre hace lo que desea con la piedra, con un control formidable de las estructuras. Entre los hombres de su generación, tiene la fuerza arquitectónica más grande". La opinión de otros arquitectos, como el catalán Óscar Tusquets, apunta a hacia un singular sincretismo: "La obra de Gaudí es anarquía supeditada a rigor, onírica locura supeditada a racionalidad, vanguardismo supeditado a tradición (...) y viceversa". "Nadie como él concilió la lógica formal de la construcción con la libre expresión de ideas y sentimientos", ha declarado uno de los arquitectos españoles de prestigio internacional, Rafael Moneo.

"Gaudí –señala Bassegoda– venía de una familia de menestrales, más concretamente batidores de cobre y caldereros. No poseía la formación profesional que caracteriza a las familias de arquitectos. Este dato es muy importante, porque Gaudí nunca se preocupó de la opinión que la comunidad arquitectónica pudiera tener de sus obras". Unas fiebres reumáticas, padecidas en la infancia, aconsejaron largos veranos en una pequeña casa de campo en Riudoms. Allí pudo contemplar con pausa y detenimiento la naturaleza en versión mediterránea. El futuro estudiante de arquitectura pudo empaparse de las bellísimas formas presentes en los reinos mineral, animal y vegetal. Gaudí tuvo siempre una gran capacidad para observar la naturaleza sin prejuicios. Esto le permitía ver las cosas tal cual son, y no como a veces los hombres quieren que sean. Una rosa tiene color brillante y agradable perfume, no para inspirar a poetas o pintores, sino para atraer a los insectos y favorecer la reproducción de la planta. Un propósito absolutamente funcional.

Lección de naturaleza
Más adelante, ya arquitecto, Gaudí parece haber aprendido esa lección de la naturaleza, que asimilara al modo franciscano: si el arquitecto busca la funcionalidad en sus obras, acabará hallando la belleza. Si busca directamente la belleza, conseguirá encontrar la teoría del arte, la estética o la filosofía, ideas abstractas que a Gaudí no le interesaron nunca.
Si la naturaleza trabaja siempre buscando soluciones funcionales, ya que está sometida a la inexorable ley de la gravedad, es muy sabio estudiar las estructuras naturales que durante millones de años han tenido un funcionamiento perfecto. Conociendo la esencia de estas estructuras, fue intención de Gaudí llevarlas al terreno de la construcción. Por otro lado, la familiaridad de Gaudí con la forja del hierro y la carpintería le permitieron ordenar a sus operarios cosas lógicas que entendían claramente. Todo esto le dio una ventaja sobre otros arquitectos.

Casa Milá (1898-1914)
"Gaudí –apunta Bassegoda– observó que muchas de las estructuras naturales están compuestas de materiales fibrosos, como la madera, los huesos, los músculos o los tendones. Desde el punto de vista geométrico, las fibras son líneas rectas y las superficies curvadas en el espacio compuestas de líneas rectas definen la llamada geometría reglada, que se centra solamente en cuatro superficies distintas: el helicoide, el hiperboloide, el conoide y el paraboloide hiperbólico. Gaudí vio estas superficies en la naturaleza y las trasladó a la arquitectura. El helicoide es la forma que toma el tronco del eucalipto, y Gaudí lo utilizó en las columnas torsas del Colegio Teresiano; el hiperboloide es la forma del fémur, y Gaudí lo usó en las columnas de la Sagrada Familia; el conoide es forma frecuente en las hojas de los árboles, y Gaudí lo usó en las cubiertas de las Escuelas Provisionales de la Sagrada Familia, y el paraboloide hiperbólico es la forma que adoptan los tendones entre los dedos de la mano, y Gaudí lo aplicó en las bóvedas de la cripta de la iglesia de la Colonia Güell".

El futuro de la Sagrada Familia
Jordi Bonet, actual arquitecto de la Sagrada Familia y presidente de la Academia de Bellas Artes de Sant Jordi, sólo está seguro de que las obras del templo, que fue visitado en 2001 por 1.600.000 personas, no las terminará él. Siente la responsabilidad de continuar la obra magna de Gaudí, experiencia que afronta con el máximo rigor, estudiando e investigando la arquitectura de Gaudí para ser fiel a sus ideas. Asimismo, expresó que "Gaudí quería que su obra fuera continuada por otros de acuerdo con lo que él pensaba y creo que su deseo debe ser respetado".

Respecto al estado actual de las obras de la Sagrada Familia, Bonet señala que actualmente se trabaja en varios lugares del templo, del que se ha construido algo más del 50%. Cuando le preguntan por la fecha de finalización de las obras, Bonet dice: "Yo siempre respondo a esto lo que contestaba Gaudí cuando le hacían la misma pregunta: Mi cliente no tiene prisa. Sólo estoy seguro de una cosa: que no la voy a terminar yo". Y añade que "es muy difícil saber cuándo se acabarán las obras, puesto que la Sagrada Familia se construye con donativos y nunca se sabe cuánto se va a recaudar cada año".
"En las obras –destaca el arquitecto– trabaja un centenar de personas y se utilizan desde tecnologías tradicionales a la informática arquitectónica más avanzada". "Hay gente que está en contra de que continúen las obras, pero yo pienso que si existen miles de personas que voluntariamente ofrecen su donativo para terminar la Sagrada Familia, hay que respetar esa voluntad. Si antes eran los catalanes los que sufragaban este templo y lo levantaban, ahora se construye gracias a personas de todo el mundo".

Claves de una fascinación
En respuesta a las preguntas de Aceprensa, María Antonia Frías, profesora de Estética en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra, se interesa por los motivos de la fascinación que despierta Gaudí. "Tiene una creatividad sorprendente que depara resultados muy originales y bellos, que apelan también a la capacidad de emocionar. Su aportación no se limita al descubrimiento de un nuevo campo formal, sino que muestra el camino para llegar a él, un camino justificado científica y técnicamente".

En el contexto del arte sacro, la profesora Frías anima a no olvidar que "la Sagrada Familia es una creación animada, además de por su genio artístico, por la fe de Gaudí. La formación doctrinal y la vida cristianas del arquitecto son imprescindibles para entender la entrega apasionada a un proyecto que supuso una magna obra colectiva que aúna artistas y artesanos bajo la dirección y el impulso de Gaudí. Las formas conseguidas resultan peculiares desde el punto de vista expresivo: siendo originales, modernas, enlazan visualmente con las formas tradicionalmente ligadas a la expresión de la espiritualidad, y por ello son fácilmente compartidas".

Capilla de la Colonia Güell (1908)
"El tiempo, en lo que a estética se refiere, juega a favor del reconocimiento de los valores más profundos de la obra de arte, que admite lecturas diversas en términos semiológicos o de comunicación. La obra de Gaudí es en primer lugar una inmediata respuesta al problema que trata de resolver, al modo de vida del cliente, y en él puede encontrar su inicial explicación, como algo que no sólo contiene esa vida sino que la representa. Es también expresión de la sociedad y cultura de su tiempo en toda su complejidad, así como de la postura personal que el autor adopta ante ella. Pero, además, la obra transciende las circunstancias de lugar y tiempo, expresando o representando ideas sobre el hombre y sus relaciones con el mundo y con Dios, que afectan a la humanidad de todos los tiempos. Ello hace que nos siga interesando también el arte que no ha sido hecho en nuestros días. En este sentido, cuanto mayor sea la hondura personal del autor, más posibilidades hay de que su arte transcienda, aunque no siempre es necesaria una intencionalidad por su parte, ya que la materia con la que trabaja tiene de por sí –como perteneciente a un mundo creado y culturizado– unas posibilidades significantes y simbólicas que son independientes de su voluntad".

"Aunque para explicar el secreto de Gaudí –concluye Frías– nos apoyemos en razones como la adecuación de las formas al comportamiento natural de las fuerzas y materias, o en cierta mímesis con la naturaleza, siempre perdura el misterio: ¿por qué unas formas quedan caducas mientras otras perduran? Explicarlo sería explicar el arte, algo que –por su propia naturaleza– nunca se puede hacer del todo, ni siquiera desde la Estética".

Gaudí hacia los altares
La Congregación para las Causas de los Santos, a solicitud del cardenal Carles, arzobispo de Barcelona, autorizó la apertura de la causa de beatificación del arquitecto en marzo de 2000, y el 12 de abril se constituyó el tribunal. Carles designó al actual párroco de la Sagrada Familia, Lluís Bonet, hermano del arquitecto que dirige la continuación de las obras del templo, como postulador de la causa. La iniciativa de la beatificación partió de un grupo de cinco amigos encabezados por un joven arquitecto y profesor de dibujo, José Manuel Almuzara, que constituyeron una asociación pro beatificación del arquitecto, que sería el primero en subir a los altares. Completaban la asociación Josep M. Tarragona, ingeniero y biógrafo de Gaudí, el arquitecto Javier Fransitorra, el sacerdote Ignasi Segarra y el escultor japonés Etsuro Sotoo, quien, tras trabajar durante años en la Sagrada Familia y conocer la obra de Gaudí, se había convertido al catolicismo.

"Gaudí hubo de soportar –escribe Miguel Ángel Velasco en Alfa y Omega– graves calumnias: no faltó quien le acusó de drogadicto, impío, masón... y cosas parecidas. Educado en los Escolapios de Reus, durante toda su vida, tanto en su actuación personal como en sus obras profesionales, puso de manifiesto su profunda vivencia de la fe católica. Su preocupación social evidente –Gaudí llega a Barcelona en 1869, en plena efervescencia revolucionaria– se puso de relieve en su colaboración solidaria con las iniciativas cooperativistas de los obreros. Construyó la Cooperativa Obrera de Mataró. Murió atropellado por un tranvía, confundido con un vagabundo, y era uno de los arquitectos y artistas más reconocidos de su tiempo y de todo el siglo XX".

martes, 21 de octubre de 2008

Grandes pensadores: Kant

Imanuel Kant (Königsberg, 1724 – 1804) trabajó siempre como profesor en Universidad de su ciudad natal. Era un hombre ordenado y sedentario, una mente profunda e infatigable, típicamente alemana. Filosóficamente, se formó en la escuela de Leibniz y Wolff, pero conoció después el empirismo inglés, que le abrió los ojos al llamado problema crítico, es decir, a la cuestión del origen y límites del conocimiento humano. En Kant se reúnen así las dos corrientes, cartesiana y empirista. El racionalismo continental partió de ideas necesarias (contenidos preformados) que suponía existentes de por sí en el pensamiento humano y por los que se explicaba la realidad universal. Los ingleses, en cambio, criticaron la existencia de estas ideas y partieron de un análisis de la mente subjetiva (del sujeto individual), disolviéndolo todo en meros fenómenos que ni poseían universalidad o necesidad ni respondían a la realidad exterior. Kant no parte ni de las ideas en sí ni de la mente subjetiva, sino de la existencia objetiva de la ciencia, elaborada por la mente, pero dotada de una innegable validez universal. Puesto que la ciencia existe, ¿cómo es posible en sí misma y en su elaboración? De este modo, su planteamiento incluye, superándolos, los puntos de vista del cartesianismo y del empirismo. La concepción de Kant es un tanto compleja, pero como es el centro del pensamiento moderno, trataremos de comprenderla en su esquema fundamental.

La crítica de la razón pura

La crisis escéptica provocada por el empirismo -en especial el de Hume-, mientras ponía en duda la misma posibilidad de la ciencia, parecía haber demostrado la imposibilidad de Ia metafísica. La “Crítica de la razón pura” tiene como finalidad la facultad de razonar en relación a los conocimientos que puede poseer al margen de la experiencia sensible. Con otras palabras, se trata de verificar, según Kant, la posibilidad de la metafísica como conocimiento científico. Razón pura, en este contexto, significa no contaminada por la experiencia sensible.

Kant en una posición análoga a la de Descartes, ve el progreso de las ciencias físico-matemáticas y se pregunta si los problemas de la metafísica no están causados por una incorrección en el método empleado. En este sentido, la Crítica es un tratado sobre el método que debería seguir la metafísica. Kant se encuentra en un ambiente intelectual en el que muchos han negado la posibilidad de la metafísica. Según nuestro autor, hay que averiguar si existe alguna función en nuestro conocimiento que llegue hasta lo incondicionado, a lo que trasciende la experiencia. Y se trata de una investigación no sólo teórica: se busca lo incondicionado para basar sobre ello la moral. De este modo, Ia “Crítica de la razón pura” es un trabajo previo -no sólo en sentido cronológico- a la “Crítica de la razón práctica”. La totalidad de la filosofía, según Kant, debe responder a estas tres preguntas: ¿qué puedo saber?; ¿qué debo hacer?, ¿qué me es permitido esperar?

Según Kant, hay dos tipos de conocimiento, el sensible y el racional. El primero es siempre particular y contingente -no tenemos experiencia de cosas necesarias y universales-, y se expresa en juicios “sintéticos a posteriori”. ¿Qué significa sintético a posteriori? Un juicio sintético añade un nuevo conocimiento al sujeto a posteriori hace referencia a que se da después de la experiencia. Esta posterioridad hace que el conocimiento añadido sea particular y contingente.

El conocimiento racional es a priori de la experiencia, universal y necesario, pero no añade un nuevo conocimiento al sujeto, y se expresa en los juicios analíticos. Estos juicios son nece sarios ya que la relación entre el sujeto y el predicado es de identidad o pertenencia.

Kant se pregunta sobre la posibilidad de los juicios sintéticos a priori, necesarios para fundamentar el conocimiento científico. Es decir, hay que verificar la posibilidad de unir la necesidad y universalidad de los juicios analíticos, con el aumento de conocimiento que dan los juicios sintéticos. Así se garantizaría tanto la univeraslidad y la necesidad de la ciencia como el progreso de la investigación. Es necesario, por lo tanto, encontrar un juicio que sea a la vez sintético -es decir, que añada un nuevo conocimiento- y a priori -y por lo tanto universal y necesario-. Según el filósofo prusiano, la matemática y la física progresan porque se basan sobre este tipo de juicios. El sujeto cognoscente, a través de la experiencia recibe be sensaciones que llegan desordenadamente. El sujeto ordena el caos de sensaciones a través de las formas de la sensibilidad que son el espacio y el tiempo, y que se aplican al objeto. Los juicios sintéticos a priori son posibles en las ciencias físico-matemáticas: la experiencia provee de nuevos conocimientos pero organizados universalmente a priori de 1a experiencia a través de las formas de la sensibilidad, que pertenecen al sujeto. Espacio y tiempo no son elementos del mundo objetivo, sino formas de la sensibilidad del sujeto cognoscente.

La revolución copernicana de Kant consiste en afrontar el problema del conocimiento dirigiéndose no hacia el objeto sino hacia el sujeto, que construye los objetos con las estructuras cognoscitivas subjetivas. Al espacio y al tiempo, formas puras de la sensebilidad hay que añadir las categorías o conceptos del intelecto que tienen la función de juzgar. Hay tantas categorías como tipos de juicio. Las sensaciones ordenadas espacio-temporalmente son ulteriormente ordenadas y unificadas por las categorías Kant pone al culmen del proceso cognoscitivo el “Ich denke” o apercepción trascendental, que es la función unificadora fundamental del intelecto. Es la estructura de1 pensar común a todo sujeto empírico: aquello por lo que cada sujeto empírico es un sujeto pensante y consciente.

El sujeto es el foctor decisivo del proceso cognoscitivo aunque es necesario subrayar que el sujeto kantiano no trabaja en el vacío: la intuición sensible, es decir el recibir pasivamente las sensaciones, es siempre el inicio de este proceso. El objeto de la intuición sensible se llama fenómeno -aparición o manifestación-, mientras “la cosa en sí” -noúmeno- es incognoscible. En todo fenómeno se puede distinguir una materia, proveniente de las sensaciones particulares, y como tal es siempre a posteriori; y la forma, que no viene de la experiencia del sujeto, y que ordena los múltiples datos sensoriales en relaciones determinadas. Es evidente que estos conceptos de "materia" y "forma" están alejados de lo que con estas palabras se significa en la metafísica clásica. Las afirmaciones hechas más arriba son de una importancia suprema en la teoría del conocimiento: la "cosa en sí" es inalcanzable para la inteligencia humana, que tiene por objeto sus propias "construcciones mentales", es decir, conocemos ideas, no la realidad, lo verdaderamente real son las ideas que pueden ser pensadas. Es el nacimiento del Idealismo.

La cosa en sí (noúmeno) no es objeto de nuestra sensibilidad. El "noúmeno" significa un ser inteligible, ya que es un objeto pensado por el intelecto. Según Kant, se puede entender el noúmeno en dos sentidos: en sentido negativo es la cosa en cuanto tal, abstrayendo del modo en que puede ser conocido; en sentido positivo sería el objeto de una intuición intelectual. Nosotros -continúa Kant- sólo podemos pensar en los noúmenos en el primer sentido, dado que no hay intuiciones intelectuales. Pero el concepto mismo de noúmeno es problemático, porque al concebir la intuicición sensible como limitada sólo a los fenómenos, se está admitiendo tácitamente un sustrato nouménico. Además, el concepto de cosa en sí no es contradictorio. Es más, dicho concepto es necesario, para que la intuición sensible no se extienda hasta la cosa en sí, y así se limite la validez objetiva del conocimiento sensible. El concepto de noúmeno es un concepto límite, inevitable, que limita la sensibilidad.

Negada la posibilidad de un conocimiento nouménico, ¿queda algún espacio para la metafísica? Kant, como hemos dicho, afirma la imposibilidad de ir más allá de la experiencia sensible, si queremos tener un conocimiento riguroso. Pero la razón siempre trata de superar ese límite, y por esta causa cae necesariamente en errores y en ilusiones. Esta es la forma de funcionar de la razón. Kant llama precisamente dialéctica trascendental a la crítica del intelecto y de la razón respecto a su uso hiperfísico, con el fin de desvelar la apariencia falaz de sus presunciones infundadas, y reducir sus pretensiones de descubrimiento y ampliación de los conocimientos, que ella se ilusiona de obtener merced a principios trascendentales, al simple juicio del intelecto puro y a su preservación de las ilusiones sofísticas. Hay que añadir que, para Kant, estas ilusiones son naturales: podemos defendernos de ellas, pero no las podemos eliminar.

Kant denomina razón al entendimiento que va más allá del horinzonte de la experiencia posible. Pero dado que esta tendencia es natural, Kant también llamará a la razón «facultad de lo incondicionado», en el sentido que manifiesta la exigencia de absoIuto que hay en el hombre. La razón es la facultad de la metafísica, y su función no es la del intelecto -es decir, juzgar- sino la de razonar mediante silogismos.

Hay tres tipos de silogismos: categórico, hipotético y disyuntivo, a los que corresponden tres ideas: la idea psicológica (alma) la idea cosmológica (mundo) y la idea teológica (Dios). A partir de estos presupuestos, Kant desarrolla la crítica de la psicología racional, de la cosmología racional y de la teología racional, conclucluyendo que estas tres ideas son ilusiones no demostradas científicamente. Después de haber analizado la distintas partes de la Crítica de la razón pura, hay que seguir a Kant en sus conclusiones: una metafísica como ciencia es imposible, porque las síntesis a priori que estarían en la base de dicha ciencia -las ideas de alma, mundo y Dios- supondrían un intelecto intuitivo, y la dialéctica trascendental ha mostrado los errores y las ilusiones de la razón como facultad de la metafísica.

Sin embargo, las ideas de alma, mundo y Dios tienen un uso regu1ativo: sirven como esquemas para ordenar la experiencia, como si todos los fenómenos concernientes al hombre dependiesen de un principio único; como si todos los fenómenos de la naturaleza dependiesen unitariamente de principios inteligibles; como si la totalidad de las cosas dependiese de una inteligencia suprema.

domingo, 19 de octubre de 2008

La cultura del instante

Muy interesante artículo del Dr. Aquilino Polaino-Lorente. Catedrático de Psicopatología de la Universidad Complutense de Madrid. Gentileza de Arbil.org:

Sin pasado y sin futuro, sin un proyecto biográfico y personal coherente que hunda sus raíces en el pasado y tenga su meta puesta en el futuro, la identidad personal forzosamente tendrá que volatilizarse, al consistir en apenas la identidad de ese concreto instante.

La cultura es un viejo concepto que ha hecho referencia, desde siempre, a otro término: el cultivo. Y el cultivo de cualquier cosa, supone duración, el tiempo que media entre la siembra y la cosecha. No hay pues cultura sin referencia a las coordenadas temporales y espaciales, sin alusión al tiempo y al espacio. Precisamente por eso, cualquier momento cultural dice referencia -dentro del proceso que significa- al pasado y al futuro, a las tradiciones y al progreso.

Puede afirmarse que el tiempo -o mejor, la temporalidad- es el eje vertebrador, alrededor del cuál anidan y acunan los sucesos que con su entretejerse configuran eso que hemos dado en denominar cultura. El hombre no puede escapar, como ser pasivo y hacedor de cultura, a la acción medular del hilo de la temporalidad que enlaza, de forma continuísta, la totalidad de los eventos de su proyecto biográfico personal.

En nuestra cultura, una de las coordenadas que probablemente más han cambiado es la de la temporalidad. Apenas unas décadas atrás, cuando un hombre concebía una meta cualquiera (comprar un coche, cambiar de casa, casarse, etc.), reparaba en el tiempo. Precisamente por eso se imponía plazos, sujetándose a un calendario previamente establecido, en el que se marcaban los hitos principales que habrían de jalonar el curso y desarrollo del proyecto así concebido.

Tal modo de proceder nos parecería hoy obsoleto. Hoy, se compra por adelantado, sin las fatigosas paciencias de antaño de esperar a haber reunido el precio de lo que se compraba. Hoy, no se alimentan y acrecen las ilusiones mientras se trabaja para, más tarde, realizar un crucero, sino que primero se realiza el crucero y más tarde se paga, aunque haya que trabajar para resarcir la deuda contraída en el pasado. Ante el deseo de presenciar cualquier espectáculo -una película, un partido deportivo, etc.-, hoy basta con hacer "clic" y tal deseo se realiza instantánea y misteriosamente ante nosotros. Nada de particular tiene, una vez que nuestras demandas se satisfacen tan puntualmente, que el hombre contemporáneo ya no sepa esperar; más aún, que se frustre terriblemente siempre que está forzado a hacerlo. Estamos en la cultura del instante, en la cultura del "clic", un cambio cultural éste que puede parecernos intrascendente, pero que en absoluto lo es.

La cultura del instante significa, entre otras cosas, la ruptura y disolución del continuismo de la duración. Se ha roto definitivamente el eje que entrevera el pasado, el presente y el futuro, es decir, la historia. Y como ahora sólo importa el instante, la historia ya no existe. Todo lo que no es ya, ahora, sencillamente no existe. La historia ha devenido en un mito legendario, que siendo incapaz de darnos cuenta de lo acontecido, resulta todavía más impotente para iluminar nuestro presente. Una vez que el hombre se ha desvinculado de su pasado -que en tanto que no es este instante presente, no es en absoluto- con mayor facilidad se liberará de su devenir, que todavía no ha llegado a ser y que ni siquiera fue. Sin pasado y sin futuro sólo le queda al hombre la instalación en el instante presente. Pero desde esa instalación, nada puede anticipar (hacer una prospección del futuro de manera que con mayor probabilidad se realice lo proyectado) y nada futurizar (beneficiarse de la experiencia del pasado para atisbar las trayectorias por las que irá el futuro).

El tiempo humano acaba así por escindirse y estallar en instantes sueltos -todo lo placenteros que se quiera- , pero inarticulables e invertebrados, que la conciencia humana es incapaz de entrelazar e integrar en una unidad de sentido que sirva como fundamento de la identidad personal. Si la duración es reducida a mero instante, nada puede el hombre recordar y nada puede predecir. Impedido para hacer pie en su experiencia del pasado, resulta impotente también para proyectarse hacia el futuro. Surge así el extrañamiento del yo, al no disponer de las necesarias coordenadas referenciales en las que fondear, hacer pie y orientarse respecto de quién es y qué quiere realizar.

Cada instante se percibe así como algo diferente al anterior y al posterior. Pero esas diferencias instantáneas, condenan al hombre a la indiferencia del “incompromiso”, al no poder vincularse a nada de cuanto le rodea. El hombre deviene así en un conglomerado de instantes diferentes, solitarios, ingrávidos e impermeables entre sí, hasta el punto de resistir todo intento de articulación y encadenamiento entre ellos.

La fractura que el instantaneismo asesta a la unidad e identidad del hombre, le sitúa al filo del vertiginoso abismo de la nada, un lugar en el que con facilidad emergen el hastío, el aburrimiento, el “tedium vital”, la desgana y la nausea. El hombre, en la cultura del instante, vuelve a experimentarse como una cuasi nada que sobrenada en la nada.

La destemporalización de la cultura del instante aparentemente libera al hombre de todas las ataduras y compromisos, pero para encadenarlo, únicamente, a la continua experiencia del vacío. El ser del hombre queda así desmigajado en lo eventual y episódico de sus experiencias instantáneas, a las que apenas está unido por los hilos, más bien escasos, de lo circunstancial y tránsfugo. Al final de la búsqueda de sólo el instante placentero, forzosamente aislado de cualquier otra referencia, sólo queda la amarga seducción de los fantasmas de los que se pretendía huir, que ahora pueblan y adensan el sin sentido de la vida humana.

La opción por el instante, o mejor por el placer de cada instante, frustra y reprime en el hombre su capacidad de compromiso. La cultura del instante no es compatible con la cultura del compromiso. La cultura del instante transforma al hombre en un nuevo animal incapaz de prometer. Si opta por sólo el instante, el hombre no puede ya empeñar su palabra en la promesa que compromete y que gustosamente ha de cumplir.
Pero sin compromisos, sin poder ejercer la capacidad de comprometerse, el hombre está radicalmente perdido. Si reducimos la temporalidad a instantaneidad, se amputa en el hombre uno de los ingredientes más importantes a los que debe su dignidad: su capacidad de fidelidad. Esta amputación supone algo muy grave y penoso: la imposibilidad de ser feliz. No deja de ser curioso que hoy se confundan placer y felicidad, dos conceptos que en absoluto son sinónimos. Pero este es el resultado cierto de la cultura del instante.

El hombre sin vínculos ni compromisos, ciertamente podrá embriagarse con muchas experiencias placenteras instantáneas, pero sólo en la medida en que renuncie a ser feliz. Se ha escrito que Narciso es el símbolo de la cultura posmoderna y la indiferencia su sustancia. Y nada tengo que añadir a esta afirmación. Si todo está permitido al hombre, si la autonomía individual no tiene ninguna restricción -sólo existe el instante y no hay ningún compromiso que nos limite-, entonces al hombre no le queda otra opción que vivir únicamente para sí mismo.

La cultura del instante, el instantaneismo del hombre contemporáneo, por mor de su desvinculación con la temporalidad, se trasforma en instantaneismo nihilista. Pues, por muchos placeres que se dispensen al hombre contemporáneo en nuestra actual cultura, la cultura del instante dispensadora de esas gratificaciones hedónicas deviene en anticultura.

Si la temporalidad humana se reduce a instantaneidad placentera, cualquier manifestación cultural se revestirá de esa instantaneidad y, en consecuencia, la "cultura del instante", se transformará en apenas el "instante de una contracultura", que por no estar vinculada ni con lo anterior ni con lo posterior, dejará de ser cultura, es decir, soporte estable que ayude al hombre a crecer y a progresar, haciéndose cada vez más digno.

viernes, 17 de octubre de 2008

La vocación esponsal de la persona

La persona humana alcanza su realización personal por medio de la comunicación de amor. El ejercicio del amor interpersonal es la actividad que mejor posibilita y más contribuye a la realización de la persona en cuanto tal. Esta concepción de la persona nos ofrece una clave fundamental para entender el ser del hombre, el sentido de la libertad y la orientación. El amor esponsal es el ámbito de maduración en el amor humano. Por el amor esponsal la persona debe alcanzar la realización de una faceta fundamental del su ser: la dimensión esponsal. La persona humana posee una doble modalidad: hombre y mujer, con una específica complementariedad sexual, que la capacita para realizarse en el amor esponsal. El amor esponsal tiene su origen remoto en el enamoramiento.

El enamoramiento es un estado emocional marcado por un fuerte sentimiento de atracción hacia otra persona. Se descubre en la otra persona algo especial, atractivo: belleza física, talento, expresividad, alegría, estilo de vida, modo de pensar, ocurrencias, gracia humana… Se descubre algo único e irrepetible que llama la atención, y resulta muy atractivo; se desea la compañía de esa persona, su cercanía física. La estima, cariño, fortaleza, seguridad, orientación, estabilidad y equilibrio humano que se recibe del otro provoca un gran deseo de poseer a esa persona: la propia existencia se siente notablemente reforzada gracias a la convivencia con esa persona. El enamorado entiende que «la persona amada significa un gran valor para sí mismo».
Quien se enamora procura fomentar en la persona amada un vínculo afectivo semejante. Desea que el amor sea recíproco: un verdadero diálogo amoroso, una comunicación amorosa. Cuando la atracción es mutua aquella relación se vuelve «un valor para nosotros». Nos sabemos mutuamente necesitados y llamados a ayudarnos. Se procura a toda costa dar estabilidad a esa relación.

Del enamoramiento al amor esponsal
En un segundo momento del proceso de maduración en el amor, se advierte con nueva profundidad que el «amado es persona»: un sujeto libre y autónomo, un valor en sí único e irrepetible, merecedor de todo el respeto. Ahora cada uno se sabe en cierta manera destinado a «vivir para el otro». Ahora no importan tanto los sentimientos cuanto el proyecto de construir un consorcio de vida en el que cada uno sea valorado y querido con amor esponsal.
El amor esponsal es un amor pleno, definitivo, total, ilimitado, incondicional y absoluto: es el amor que nos merecemos como personas, y al que estamos llamados en cuanto esposos. La madurez en el amor consiste en querer al otro buscando su bien personal, su plenitud humana: su realización humana en la dimensión esponsal de la persona.

La unión matrimonial consiste en el compromiso de empeñarse en llevar a cabo la mutua realización esponsal de la persona. El matrimonio nace del compromiso mutuo de construir cada día esa forma de convivencia amorosa, armónica, de afirmación y enriquecimiento humano que permite alcanzar este fin. El matrimonio es un gozoso ámbito estable de humanización para los cónyuges en el que cada uno aprende a dar y sacar lo mejor de sí y del cónyuge en aras de la realización de la vocación al amor esponsal.

La mayoría de los hombres y mujeres descubren en el matrimonio el cauce adecuado para dar y recibir el amor que precisan para alcanzar la realización personal en la plena y fecunda entrega y recepción de sí mismos; para darse y ser recibido esponsalmente y constituir ese ámbito de entrega y amor recíprocos y de donación de vida que denominamos matrimonio. Ser esposos reclama una incesante llamada a consolidar el amor mutuo, a la obediencia al proyecto matrimonial. Los cónyuges deben ejercitarse continuamente en el deseo de valorar cada día más al otro cónyuge, servirle, enriquecerlo, educarle, ayudarle para que sea dada día más inteligente, más amable... mejor ciudadano, mejor trabajador, mejor esposo, mejor padre, mejor persona.

Por ser núcleo de humanización de los cónyuges, el matrimonio deviene asimismo cuna de fecundidad. Los cónyuges se realizan plenamente como personas ejercitando la capacidad grandiosa de hacer conjuntamente una donación gratuita de vida personal. Se trata de la posibilidad de colaborar con Dios en la creación de criaturas humanas. Dios ha querido que cada ser humano venga al mundo en un ámbito cálido de amor constituido por la colaboración libre de un hombre y una mujer. Ser esposos es disponerse a ser padres.

La concepción cristiana del matrimonio señala una serie de puntualizaciones. En primer lugar que la persona de la que alguien se enamora es un hijo de Dios, un ser sagrado que propiamente no se pertenece ni nos pertenece; porque propiamente pertenece a su Creador. Ahora bien, Dios ha creado cada persona para realizarse según una determinada vocación esponsal. Aquella pareja se sabe de esta manera destinada a contribuir de una determinada manera a la realización del proyecto divino condensado en la expresión: «hagamos al hombre». Descubren que esa relación humana que desean consolidar tiene una índole religiosa, en cierto modo sagrada: es un proyecto inspirado por Dios, es una vocación divina.

Dios quiere involucrar a los hombres en el proyecto humano, de modo que los hombres no seamos sujetos pasivos sino activos en el proyecto creador y santificador de la familia humana. El amor humano que se constituye de manera estable y fecunda en la familia es la forma básica por la que el hombre vive su vocación divina, religiosa y humana a la vez.

El enamoramiento da paso a un gran dilema que se podría enunciar con el siguiente interrogante: «me he enamorado de esta persona; pero... ¿soy realmente capaz y estoy dispuesto a amar a esa persona para facilitarla en todo lo posible su realización humana integral? Y esta persona... ¿está dispuesta a hacer lo mismo conmigo? ¿estamos capacitados y tenemos voluntad de llevar a cabo este proyecto humano?» El proyecto matrimonial reclama discernir si este hombre y esta mujer concretos están capacitados y dispuestos a contribuir al mutuo desarrollo y maduración de sí mismos y del cónyuge como esposos. La misión del noviazgo consiste en discernir y resolver este dilema.

Es un error difundido en nuestro tiempo considerar el noviazgo como una especie de «matrimonio a prueba»: vivir como si se estuviera casado, probar qué tal se vive así y decidir casarse para darle carácter estable, oficial y público a este estado. Esta concepción del noviazgo adolece de un planteamiento empobrecedor: no se vive para entregarse, para hacer feliz al otro, para perfeccionarle, para ayudarle a realizarse en un proyecto familiar magnánimo. Todo parece reducirse a gustarse, encontrar un compañero agradable de convivencia, un compañero sentimental con el que resulta fácil y grata la convivencia. Esta mentalidad lleva a probar al otro, como se prueba qué tal se siente uno con unos zapatos o un coche nuevo. Detrás de este planteamiento se descubre una antropología utilitarista, una concepción pobre de la persona que no alcanza a discernir su valor absoluto y trascendente.

lunes, 13 de octubre de 2008

Fe y diálogo

El concepto de diálogo en el Concilio Vaticano II

En el año 1972 el cardenal Karol Wojty1a publicó una de sus obras menos conocidas, aunque no por ello de menor importancia. Se trata de "La renovación en sus fuentes", en la que presenta los contenidos esenciales del Concilio Vaticano II a los fieles de su diócesis en Polonia. En uno de los capítulos introductonos de ese libro, que lleva el significativo título "Fe y diálogo", el él explica que los padres conciliares se propusieron dar respuesta a una pregunta compleja: ¿qué significa ser creyente, ser catófico, ser miembro de la Iglesia en la sociedad de hoy? Reflexionar sobre este texto n os ayudará a entender mejor la identidad cristiana y hasta qué punto los caminos de la Iglesia Católica se alejan de todo fundamentalismo. Basándose en todo esto Juan Manuel Mora publicó un artículo sobre el en la revista "Nuestro Tiempo" (diciembre 2006) que reproducimos a continuación:

Karol Wojtyla recuerda que el Vaticano II no tiene una orientación primariamente doctrinal, sino pastoral: es decir, no pretende revisar y reproponer las verdades en las que los católicos creemos. En efecto, "un concilio pastoral, sobre la base de las verdades que proclama, recuerda o aclara, se propone en primer lugar dar un estilo de vida a los cristianos, a su modo de pensar y de obrar". La reflexión se orienta al "enriquecimiento de la fe", a la maduración de la identidad cristiana. Como consecuencia de esa orientación de fondo, era preciso definir "las actitudes del miembro creyente de la Iglesia", el conjunto de rasgos que configuran su "estilo de vida". En este punto aparece la cuestión del diálogo.

La fe conlleva adhesión personal y libre a las verdades reveladas. Desde el momento en que supone asentimiento a la verdad, deja de ser una búsqueda, en sentido estricto. Pero la fe es a la vez punto de llegada y punto de partida, que requiere una continua profundización en esas verdades reveladas. Por eso, la fe lleva consigo una nueva forma de búsqueda, que se realiza también de modo libre y personal, a la luz del magisterio de la Iglesia. El Concilio señala que esa búsqueda se lleva a cabo con la ayuda de la comunicación y del diálogo, con el cual unos comparten con otros los propios descubrimientos. Porque "el hombre que cree y es miembro de la Iglesia profesa su fe no sólo ante Dios, sino también ante los hombres", no solamente de forma apologética, sino como auténtico diálogo, intercambio de preguntas y respuestas: la búsqueda no es nunca solitaria, porque el acceso a la verdad tiene algo de tarea colectiva.

El diálogo ayuda a madurar
El diálogo es importante porque contribuye al "enriquecimiento de la fe", a la maduración de la identidad cristiana, al menos en dos sentidos. En primer lugar, en sentido intelectual. En efecto, la fe se interioriza cuando se comunica; la fe, que hemos recibido como una gracia, es asumida de forma reflexiva sólo cuando se encuentra ante la necesidad de "dar razón de la propia esperanza", cuando tiene que superar las dificultades que el interlocutor plantea, los interrogantes profundos del alma humana y los enigmas del mundo. De ese modo supera los límites de la subjetividad. Esto no quiere decir que la fe tenga que reducirse a una argumentación racional meramente natural, cerrada a la gracia, sino que la comunicación requiere -y, por tanto, garantiza- la comprensión de la fe. Es una experiencia que se aplica también a otros aspectos: suele decirse, por ejemplo, que enseñar es el mejor modo de aprender; y, desde luego, no se puede enseñar sin aprender.

En segundo lugar, el diálogo contribuye al enriquecimiento de la fe en un sentido que podemos llamar existencial. Porque el tipo de diálogo al que se refiere el Vaticano II no es sólo un intercambio intelectual de ideas, sino una forma de relación que afecta a otros aspectos de la existencia: se comunica con los razonamientos, pero también con el testimonio, con la coherencia de vida. Comunicar la fe implica, por tanto, el compromiso de ser coherentes, de no desmentir con los hechos lo que dicen las palabras. Se entiende en este contexto la importancia crucial de la caridad, como forma suprema de comunicación de la fe. En consecuencia, dialogar significa comprometerse, y el compromiso es otra forma de "enriquecimiento de la fe". En resumen, el diálogo ayuda a madurar a los cristianos, les lleva a mirar de frente a las dificultades que el proceso de comunicación de la fe lleva consigo, y a intentar superarlas mediante la propia coherencia cristiana, que está hecha de caridad y de claridad.

El diálogo, por otra parte, presupone dos actitudes. Por un lado, manifiesta profundo respeto hacia la verdad recibida, que es tan valiosa que merece ser comunicada. Y por otro, manifiesta profundo respeto hacia la libertad del otro. En este sentido, la importancia que el Concilio presta al diálogo significa que la Iglesia toma la libertad como premisa y la razón como método de evangelización. En este sentido, Karol Wojtyla llega a afirmar que la "vía del diálogo" es muy adecuada a la "situación global del creyente en el mundo contemporáneo", donde es particularmente claro que "la verdad no se impone más que en virtud de la misma verdad, la cual se difunde en las inteligencias suavemente y con vigor".

La capacidad de diálogo, rasgo de la identidad cristiana
Entendida como vía de enriquecimiento de la fe, la capacidad de diálogo se convierte en una actitud propia del cristiano, parte de su estilo de vida, característica que define su identidad. Como recordábamos, el Concilio quiso plantearse una pregunta compleja: "¿qué significa ser creyente, ser católico, ser miembro de la Iglesia?". El mismo Wojtyla resume la respuesta: "significa estar convencido de la verdad de la revelación y, al mismo tiempo, ser capaz de diálogo". Se trata de una respuesta que podríamos llamar no-racionalista. Ser cristiano hoy significa creer firmemente en las verdades reveladas, y tener capacidad de transmitirlas, movidos por dos amores: el amor a la verdad (a Dios, que es la Verdad que se revela) y el amor al prójimo, que es destinatario de la revelación. En último término, el diálogo demuestra que el cristiano practica esos dos amores, además de prestar su adhesión intelectual a una doctrina.

Estas formulaciones presuponen una antropología, una clara comprensión de la persona humana, que es racional, relacional y dialógica. También la fe tiene esa triple dimensión, puesto que se origina en el diálogo entre Dios y el hombre: Dios revela porque ama, y se da a conocer precisamente con el amor, con la entrega de Jesucristo; el hombre responde a la revelación con una relación estable de fe y de amor. Verdad y caridad son inseparables. La importancia del diálogo como rasgo fundamental de la identidad cristiana y como clave de la relación de la Iglesia con el mundo, que Karol Wojtyla destaca en su libro de 1972, había sido enfatizada por Pablo VI, en su primera encíclica (Ecclesiam suam), publicada en 1964, cuando el Concilio no había terminado. Conceptos similares expresó el Santo Padre después, en 1975, en la encíclica Evangelü nuntiandi, dedicada precisamente a la transmisión del Evangelio en el mundo moderno, plural, complejo y descristianizado. En esos documentos se perfilan las características del diálogo del cristiano y de la Iglesia: apertura al otro, firmeza en las creencias, capacidad de escucha, claridad de expresión, humildad, entre otras.

La noción de diálogo abre un horizonte nuevo a la labor evangelizadora de la Iglesia en el mundo contemporáneo. Pero indudablemente, plantea también algunos riesgos, si se aborda con un paradigma desenfocado. No es este el lugar de detenerse en esos aspectos negativos, pero la historia posterior al Concilio demuestra que al menos dos de los peligros se han manifestado. Por una parte, la pérdida de la identidad cristiana en el proceso mismo del diálogo. Es lo que sucede cuando se piensa que la identidad no viene dada, sino que se "construye en el diálogo" con otras instancias del mundo (este factor está presente, por ejemplo, en la teología de la liberación, y en algunos enfoques de la relación entre marxismo y cristianismo.

Por otro lado, el relativismo y el indiferentismo religioso, propios de quienes consideran que en el diálogo todas las verdades son iguales (en definitiva, cuando la "actitud", el "estilo", la "capacidad" de diálogo se elevan de categoría metafísica, cuando se confunden la verdad con el método, el fin con los medios). Pero, dejando ahora de lado los peligros, es posible afirmar que la noción de diálogo bien entendida es una aportación fundamental del Concilio Vaticano II en el tema de la identidad cristiana.

La comunicación en las sociedades pluralistas
El diálogo no es solamente una noción teológica, sino una actividad humana con sus propias reglas, que es necesario conocer y respetar para comunicar cualquier mensaje, también para comunicar la fe. No basta creer en el diálogo, hace falta aprender a dialogar. El estilo dialogante propio del cristiano tiene una dimensión humana, que requiere aprendizaje. Así como fe y razón caminan juntas, así como la teología y la filosofia se necesitan mutuamente, podríamos decir que la disposición religiosa hacia al diálogo necesita de la capacidad humana de comunicación.

En un plano meramente humano, la comunicación requiere un conjunto de actitudes, que necesitan ser cultivadas. La comunicación es un puente entre dos orillas, una relación entre dos sujetos. Visto desde un lado, para auto-comunicarse es preciso conocerse, asimilar de modo reflexivo la propia identidad; hace falta expresar esa identidad con coherencia en las acciones y palabras; es imprescindible tener capacidad de discurso y un cierto dominio de lenguaje. Pero la comunicación solamente funciona cuando los sujetos están abiertos uno al otro. Recurriendo a los elemento clásicos de la Retórica (ethos, logos, pathos), se pueden señalar tres condiciones para la comunicación: credibilidad por parte del sujeto que habla; relevancia e interés de lo que dice, que tiene que resultar significativo para quien escucha; empatía, sintonía entre las dos partes de la comunicación.

Estas condiciones se tienen que dar en la comunicación de la identidad cristiana, tanto en el terreno personal como en el institucional. Un conocido periodista italiano se refirió una vez de pasada a estas cuestiones, con un sencillo ejemplo. Juan Pablo II comunicó la idea de la misericordia cristiana con el documento "Dives in Misericordia" y con su visita a Alí Agca en la cárcel. La comunicación invita a integrar los elementos racionales, simbólicos y emotivos.

La escucha
La comunicación de la identidad cristiana presupone escucha del otro, capacidad de hacerse cargo de sus dificultades para entender y aceptar el mensaje cristiano. En un diálogo bien entendido, la escucha no es solamente un rasgo de cortesía. La escucha me influye, me cambia de alguna manera. Al explicar mi identidad a otra persona, compruebo cómo percibe mi relato, su reacción me ayuda a comprenderle mejor, pero también a comprenderme mejor, a detectar los límites de mi racionalidad, de mi discurso o de mi coherencia.

Algunos teólogos afirman que las herejías son "respuestas equivocadas a problemas reales", que reclaman una reacción adecuada: aceptar la existencia del problema, reformularlo correctamente, y disponerse a buscar juntos una solución mejor. El diálogo tiene que ver con la búsqueda y con la mutua purificación, de la que habla Benedicto XVI en otro contexto. La comunicación llega a un punto crítico cuando las convicciones personales chocan con los problemas del entorno, con esa variada gama de situaciones, preñadas de preguntas apremiantes: porque el mundo globalizado trae consigo una especie de conocimiento universal de todas las formas del mal. Este choque es una forma de comunicación conflictiva (preguntas complejas que reclaman respuestas claras) y puede poner en crisis la identidad cristiana, si no está madura, si no se ha descubierto que precisamente esas creencias y ese estilo de vida contienen la clave interpretativa, la brújula de la propia existencia: si no se ha entendido que la fe es la principal fuente de sentido.

Con esta perspectiva, cabe ver los problemas humanos y sociales con los que se enfrentan los cristianos en las sociedades pluralistas como parte de ese diálogo las dificultades pueden ser entendidas como preguntas necesitadas de respuesta. La comunicación de la fe es algo sencillo y complejo a la vez Es fácil que el proceso falle, no sólo por la debilidad de las propias convicciones religio sas, por la fragilidad de las propias virtudes o por las dificultades externas, sino también porque no se comprenda bien en qué consiste la comunicación, porque falte la sabiduría que requiere el diálogo público en nuestras sociedades pluralistas. Sabiduría acompaña da de discernimiento, para no incurrir, come se ha dicho, en los riesgos que, por su naturaleza, todo diálogo lleva consigo.

Por ejemplo, cuando se critica el "laicismo" en el debate público, hace falta completar el mensaje y confirmar que no se está defendiendo el clericalismo; cuando se critica el "relativismo", que no se está proponiendo el autoritarismo. Las propuestas se entienden mejor cuanto mejor se explican (...) En síntesis, el esfuerzo de comunicación de la identidad cristiana, tanto personal como institucional, exige someterse a la prueba del diálogo público. Es patente que los progresos de las ciencias influyen en el diálogo entre ciencia y fe. Análogamente, la creciente importancia de la comunicación es un factor que influye en la tarea de comunicación de la fe. Y, como sucede en otros campos, la solución no hay que buscarla fuera, sino dentro: en la propia mejora. El desafio es comunicar a la altura de los problemas humanos y sociales que esperan respuesta, a la altura de la verdad revelada -la caridad revelada- que los cristianos hemos recibido para compartir.

domingo, 5 de octubre de 2008

Grandes pensadores: Hume

Del racionalismo al empirismo

David Hume (1711-1776). A los 23 años de edad fue a Francia donde abandonó la idea de dedicarse a la abogacía y se dedicó a escribir sus obras filosóficas. Él confiesa su pasión por escribir y muy precozmente publicó su Tratado de la naturaleza humana (1739), aunque apareció anónimamente. El Tratado no tuvo buena acogida, por lo que se decidió a publicar un año más tarde, también anónimamente, el Compendio de un Tratado de la Naturaleza Humana (Abstract), que tampoco tuvo éxito. Por fin, fue bien acogida su tercera obra anónima Ensayos sobre moral y política (1741-42). Ya con su propio nombre publicó la Investigación sobre el entendimiento humano (1748) y la Investigación sobre los principios de la moral. Su candidatura a la cátedra universitaria fue rechazada en dos ocasiones por ser considerado «escéptico y ateo». De 1754 a 1762 publicó la historia de Inglaterra y Gran Bretaña en cuatro volúmenes. Famoso y rico, se retiró a su Escocia natal donde vivió los últimos años de su vida. Antes de morir en 1776 escribió su Autobiografia. Llegó ser embajador británico en París. Fiel a un empirismo radical, llegará a negar que haya algo en la realidad que posibilite a la razón formular juicios morales, es decir, niega la racionalidad de la ética, reduciéndola a sentimientos de benevolencia, compatibles con un individualismo hedonista.

Crítica a la idea de sustancia

Locke había aceptado las tres sustancias cartesianas, a saber: la res cogitans (el yo), la res extensa (el mundo) y la res infinita (Dios). El inmaterialismo de Berkeley había rechazado la res extensa, pero admitía el yo y Dios («esse est percipi»). Hume llevará hasta el extremo la crítica empirista y acabará por negar las tres sustancias. La demoledora crítica humeana comienza por la idea misma de sustancia (el mundo). John Locke la había admitido como un «no sé qué» que está debajo de todas mis impresiones. Para el obispo Berkeley, Locke no había sido lo suficientemente coherente como para darse cuenta de que tanto las cualidades primarias (sensibles comunes) como las secundarias (sensibles propios) eran subjetivas. Hume saca la conclusión lógica y más osada: sólo existen impresiones. Suponer que hay una sustancia, un «no sé qué», más allá de mis impresiones, no es más que eso, una mera suposición sin fundamento alguno. Si tuviese algún fundamento, tendría entonces alguna impresión y, evidentemente, no sería otra cosa que una impresión mía. Si yo voy analizando minuciosamente todas las impresiones que componen la idea de libro, en ninguna de ellas, ni en el olor a papel y tinta, ni en el color, ni en el tacto suave de las páginas, podré encontrar la sustancia libro: «No creo, dice Hume, que nadie afirme que la sustancia es un color, un sonido o un sabor». Por tanto, la idea que yo tengo de la sustancia, sea la de libro o la de cualquier otra cosa, no deriva de ninguna impresión de sensación. Si la sustancia no deriva de ninguna impresión de sensación, sólo puede derivar, según Hume, de una impresión de reflexión; sin embargo, las impresiones de reflexión son nuestras pasiones y emociones, y no parece que la sustancia sea una pasión o una emoción. En conclusión, no tenemos ninguna idea de sustancia que sea distinta de una colección de cualidades particulares, de una colección de ideas simples unidas por la imaginación, que posee un nombre universal (nominalismo).

El principio de la inmanencia

David Hume no está de acuerdo con el dogmatismo de Descartes. Su postura es esencialmente crítica con el Racionalismo, aunque acepta el postulado inmanentista fundamental: el sujeto nunca logra traspasar realmente el ámbito de las representaciones mentales, pues la mente humana no alcanza otro objetivo que sus propias ideas. Tanto para Hume como para Descartes las ideas no tienen carácter intencional, es decir, no se refieren a la realidad, no nos permiten ver la realidad, porque lo único que podemos conocer son ideas. Para la gnoseología clásica, las ideas son como lentes o espejos que nos permiten conocer el ser; en cambio, para el idealismo, sea racionalista o empirista, son fotografías («pictures») y nosotros sólo contemplamos esas fotografías.
La diferencia entre Hume y Descartes no radica esencialmente en lo que entienden por idea, sino en su origen. Para el Racionalismo la mente humana es un baúl donde se encuentran todas las ideas, es decir, las ideas son innatas. Para el Empirismo, sin embargo, la mente es una máquina que fabrica ideas. La idea no está ahí esperando a que yo la intuya, sino que soy yo quien la fabrico. Por esta razón, para los empiristas tiene gran importancia el proceso psicológico de la formación de ideas. La pregunta esencial del Empirismo será, por tanto, la siguiente: ¿cómo llegamos a tener ideas? El Racionalismo se presenta a sus ojos como dogmático ya que no se plantea esta cuestión fundamental. Para responder a esta pregunta hay que empezar negando las ideas innatas. Contra el planteamiento cartesiano, el Empirismo comienza por afirmar, como ya lo hizo Aristóteles, que todo conocimiento procede de la experiencia. Asentado esto, sólo hay que ver cuál es el proceso que se sigue para la formación de las ideas. Si nos atenemos a la psicología humana, el proceso es sencillo: primero tenemos impresiones sensibles, que se me presentan con fuerza y vivacidad, y después representaciones mentales (ideas) de esas impresiones, que, lógicamente, no son tan fuertes y vivaces. En el fondo, impresiones e ideas no son sino dos tipos de percepciones de la mente humana. A las percepciones que entran con más fuerza las llama Hume impresiones y a las imágenes débiles de éstas las llama ideas. Según esto, a toda idea le ha precedido siempre una impresión. Lo cual significa que una idea a la que no le corresponda impresión alguna no será sino una fantasmagórica quimera.

Criticismo psicologista

Función de la Filosofía será, para Hume, realizar el análisis psicológico de la formación de las ideas. A Hume le interesa más el cómo que el porqué; más cómo conocemos que la esencia misma del conocimiento. La Filosofía sólo tendrá este carácter crítico y pondrá de manifiesto la gratuidad de gran cantidad de ideas que durante tantos siglos han ido asentándose en nuestras mentes. La labor de Hume será eminentemente purificadora. Si no somos capaces de encontrar la impresión de la que deriva una idea, tendremos que pensar que esa idea ha burlado las leyes del proceso y debemos desterrarla de nuestra mente. Toda la crítica que lleva a cabo Hume de la Metafísica clásica tiene como base este reduccionismo psicológico. Las ideas de la Metafísica (sustancia, causalidad, bien, yo ...) no derivan directamente de ninguna impresión, por lo que no pueden ser consideradas como otra cosa que meras abstracciones sin fundamento
Crítica a la abstracción. Del reduccionismo psicologista llevado a término por Hume se deduce la negación del conocimiento de las ideas universales. Ya hemos dicho que, para Hume, la idea no es sino el recuerdo o la representación interna de una impresión sensible. Esa representación la podemos aplicar universalmente a muchos individuos, lo que no significa que haya precedido un proceso de abstracción al modo aristotélico.

Crítica a la idea de causalidad
Del análisis que ha realizado Hume sobre las cuestiones de hecho se desprende que éstas tienen su único fundamento en la relación causa-efecto. Si yo afirmo con verdad que «el agua quita la sed», lo hago porque supongo que el agua es causa de ese fenómeno fisiológico que supone quitar la sed. Pero Hume, siguiendo su inapelable método empirista, comienza a poner inconvenientes a la existencia de la causalidad. ¿En qué se fundamentan los razonamientos basados en la relación causaefecto? En primer lugar, la relación causa-efecto no se puede obtener «a priori», es decir, prescindiendo de la experiencia. Si se le pusiera a alguien un objeto completamente nuevo ante sus ojos, sería incapaz de decir su causa y de prever sus efectos, sin el debido recurso a la experiencia. Para Hume, nuestra razón, privada de la experiencia, es incapaz de determinar la relación causa-efecto. Somos capaces de observar los hechos conjuntados, pero no conectados. Entre la conjunción y la conexión hay una diferencia de naturaleza, la misma que entre un argumento post hoc y un argumento “propter hoc”.

En segundo lugar, todo efecto es algo totalmente distinto de la causa y, por ende, jamás podremos descubrirlo en ella. Del movimiento de la bola de billar que va a chocar con otra que está en reposo puedo suponer cientos de sucesos distintos al que ocurre realmente. Por esta razón, las conjeturas que hagamos «a priori» sobre los posibles efectos serán todas arbitrarias. En conclusión, «no hay un solo caso en que, sin la ayuda de la experiencia, puedan determinarse los acontecimientos e inferir su existencia, ya en calidad de causa, ya en calidad de efecto». Yo veo el movimiento de la primera bola y el movimiento de la segunda, pero no veo ninguna «fuerza mística» que salga de una e impulse a la otra. Yo sólo percibo fenómenos, no la causalidad.

A pesar de todo, esperamos siempre efectos parecidos a los ya experimentados. ¿A qué se debe que psicológicamente funcione la relación causa-efecto? Hume responde que es el hábito o costumbre, la repetición frecuente de un acto lo que ha dado lugar al nacimiento en nosotros de una disposición a reproducir el mismo acto. A fuerza de haber observado la relación constante entre el calor y la dilatación de los cuerpos, estamos en disposición de pensar en el calor cuando observamos una dilatación. La costumbre, que tanta importancia tiene en nuestra vida y tan útil es en nuestras experiencias, no tiene relación ninguna con el razonamiento, ni depende ni procede de él. Ninguna inducción experimental procede del razonamiento, sino que nacen todas de la costumbre. El principio de causalidad no tiene ningún valor real, a lo sumo un valor meramente psicológico, por lo que, en las leyes físicas a lo único que podemos aspirar es a alcanzar un grado mayor o menor de probabilidad.

Crítica a la moralidad

Si los conceptos de la moralidad, el bien, el mal, la virtud, el vicio, la justicia y la injusticia, fueran reales deberían o encontrarse entre las relaciones de ideas o entre las cuestiones de hecho. Pero ocurre que los conceptos de la moralidad no son relaciones de ideas, ya que estas relaciones son aplicables no sólo a objetos irracionales sino también a objetos inanimados, que, lógicamente, no son susceptibles de moralidad. Tampoco se puede decir que la moralidad sea una cuestión de hecho, porque si analizamos cualquier acto considerado como moralmente malo, vicioso o injusto, por ejemplo: un asesinato, nunca encontraremos ninguna impresión correspondiente al mal, al vicio o a la injusticia, lo único que podemos hallar será un sentimiento de repulsa hacia esa acción que procede, como hace notar Hume, no del objeto, sino del interior del hombre. Es, pues, el sentimiento el que fundamenta los conceptos morales: el bien, la virtud y la justicia tienen su origen en el sentimiento del hombre. La causa del sentimiento moral es, a su vez, la utilidad: utilidad, aclara Hume, no sólo para uno mismo, sino para todos, es 1o que llama «simpatía». La simpatía es una sentimiento de utilidad hacia todos los hombres que anida en el corazón del hombre y que fundamenta el orden moral y social humano.

El concepto de simpatía que utiliza Hume es frecuente en la filosofia británica, de hecho también lo utiliza Adam Smith (17231790), amigo personal de Hume y autor de la célebre Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776). Smith, en otra obra titulada Teoría de los sentimientos morales (1759) afirma que «el sentimiento de simpatía no está confinado en los virtuosos y humanitarios: se encuentra en algún grado en todos los hombres». Para explicar en qué consiste la simpatía pone un ejemplo: cuando sentimos simpatía por un loco, sentimos compasión y piedad por su situación, por el hecho de estar privado de la cordura; por el loco mismo, aclara, no sentimos ninguna simpatía en absoluto. Es decir, la causa de la simpatía hay que buscarla más en la situación que en la persona. Es un sentimiento original de la naturaleza humana, directo e inmediato, que constituye por sí mismo el «sentido moral». Por tanto, es el sentimiento de simpatía el que me asegura que estoy obrando moralmente bien o mal. Este planteamiento puede suscitar una seria objeción: si la simpatía es un sentimiento subjetivo, ¿existe algún patrón objetivo de moralidad? Adam Smith responde con su teoría del «espectador imparcial». Se trata de la apelación a la conciencia, que es como el «vicegerente» de Dios, como él la llama. La conciencia funciona como un «espectador imparcial» que, si le escuchamos atenta y respetuosamente, nunca nos engaña.

Crítica a la religión

Como puede esperarse según lo dicho, las verdades religiosas son, por su propia naturaleza, inaccesibles a la razón. Hume rechaza todas las pruebas demostrativas de la existencia de Dios, aunque muestra cierta simpatía por la prueba cosmológica que parte del orden del mundo como efecto de Dios. Pero este argumento le plantea graves problemas, ya que choca frontalmente con su crítica al principio de causalidad. Además, Dios, por definición, no es objeto de impresión sensible ninguna, por tanto, no puede entrar en la relación causa-efecto, la cual se basa en la observación de la conjunción constante entre dos hechos. En sus Diálogos sobre la Religión natural, publicados póstumamente, afirma que cuando vemos casas o barcos podemos concluir que hay un constructor, porque tenemos experiencia de cómo se construyen casas y barcos; sin embargo, esto no podemos compararlo con el universo en su totalidad, pues sobre él no hemos podido tener ni tendremos jamás ninguna experiencia. Contra la idea de un Dios trascendente, Hume argumenta que todos los conceptos que utilizamos para describir a un tal Dios carecen de sentido, pues son tomadas de la realidad sensible y Él es, por definición, suprasensible. Para solucionar el problema, Hume debería superar su propio empirismo y aceptar el método analógico, cosa que no hizo.