miércoles, 16 de diciembre de 2009

La familia, lugar ordinario de la educación

Cardenal Carlo Caffarra en la Revista Humanitas nº25 (2002):



A veces procedemos con justicia y a veces no lo hacemos, pero si nos preguntan: “¿Y cómo te gustaría ser tratado, algunas veces con justicia y otras injustamente o siempre con justicia?”, estoy seguro de que la respuesta es “Siempre en forma justa”. Nadie desea ser tratado injustamente, ni siquiera a veces.
Decimos la verdad y no engañamos al prójimo, pero a veces puede ocurrir que mintamos y lo engañemos. No obstante, si alguien nos preguntara “¿Y tú deseas ser engañado a veces?”, estoy seguro de que nadie respondería seriamente que le gusta ser engañado o lo desea. Podría proseguirse con estos ejemplos. Estos son suficientes para llegar a hacer un extraordinario descubrimiento sobre nosotros mismos. Cada uno de nosotros sabe distinguir entre “actuar con justicia y actuar con injusticia”, entre “estar en la verdad y ser engañados”. Además de eso, cada uno de nosotros desea la justicia, la verdad. El ser humano posee la admirable capacidad de distinguir entre justicia e injusticia o verdad y error y desear una de las dos cosas, prefiriéndola a la otra.
En todo caso, el descubrimiento no se detiene en este punto: aun cuando deseemos la justicia, podemos querer tratar a otro con injusticia; aun cuando deseemos la verdad, podemos decidir engañar a otro. Así, puede producirse una “grieta” en nuestro interior entre lo que conocemos y deseamos y aquello que de hecho llevamos a cabo.
Esta “grieta” no es producto del azar, sino producto de cada uno de nosotros, es obra nuestra. El conocimiento-deseo (la justicia, la verdad...) piden a nuestra persona realizarse concretamente. Recurren a “algo” que está en nosotros. Este algo tiene un nombre y se llama libertad. Ésta se nos presenta, por consiguiente, como la capacidad de satisfacer o no el “deseo” que reside dentro de nuestra persona.
A partir de estos sencillos ejemplos tomados de nuestra experiencia cotidiana, descubrimos quiénes somos: somos un gran “deseo” (de justicia, de verdad, de amor...) cuya realización es encomendada a nuestra “libertad”. Podemos decir lo mismo de la siguiente manera: somos peregrinos hacia la beatitud movidos por nuestra libertad.
Con todo, siento que alguien se preguntará qué relación tiene todo esto con la educación. Así es: veremos en seguida que el ser humano necesita, pide ser educado, precisamente porque es “peregrino-mendigo de la beatitud”, en un peregrinaje que debe ser llevado a cabo por su libertad.
Podemos comprender esto partiendo de una de las páginas más “sugerentes” de todo el Evangelio: el encuentro de María e Isabel (cfr. Lc 1, 39-45)
Entre los millones de seres humanos que poblaban la tierra, había llegado uno que era Único, esperado por milenios: el Hijo de Dios que vino a habitar entre nosotros. Nadie había sentido su presencia: sólo su madre. Las dos mujeres se encuentran. ¿Y qué ocurre? Ese ser humano que estaba en el vientre de Isabel “exultó” porque en ese momento sintió la presencia de Dios mismo en el mundo: junto a él.
También Juan, ese niño que entró al mundo seis meses antes, había iniciado su “peregrinación hacia la beatitud”, como todo ser humano. ¿Qué le sucedió? Experimentó una Presencia que introdujo en su corazón un “sobresalto de alegría”. Y Juan nunca olvidó ese “sobresalto de alegría”. Convertido en adulto, morirá a causa de la justicia y la santidad del amor conyugal.
Intentemos ahora agrupar los elementos fundamentales de esta extraordinaria situación.
Una persona está entrando en el mundo, y hemos visto de qué “equipaje” está dotada. Y más bien quién es: un peregrino-mendigo de beatitud, confiado a su libertad. En este mundo, descubre una Presencia, la Presencia de Alguien. El descubrimiento genera en él un sobresalto de alegría: la certeza de no ser defraudado en su deseo, de que su peregrinaje no es hacia la nada. Ha podido descubrir esta Presencia porque una mujer se la ha hecho “sentir próxima”. Ahora bien, éstos son los elementos fundamentales de la “comunicación educativa”.
Un persona humana que entrando al mundo inicia su peregrinaje hacia la beatitud, pide ser “ayudada” y encuentra a otras personas.
Éstas lo hacen sentir o no lo hacen sentir una Presencia. Y en esta “comunicación”, la nueva persona consigue o bien no consigue la plena libertad de caminar.
El “punto esencial” de este acontecimiento, que es la educación, consiste en comprender debidamente qué significan las palabras “personas que lo hacen sentir/no sentir una Presencia”. Éste es, en realidad, el “corazón” de la relación educativa. Intentaré una vez más explicarme con algún ejemplo.
Todos saben que uno de los momentos más difíciles de toda nuestra vida han sido los primeros días de la misma. La dificultad consistía en encontrarse dentro de una realidad totalmente distinta a aquella en la cual vivíamos en el cuerpo materno. En una palabra: la dificultad del contacto con la realidad.
Detengámonos un momento para reflexionar en lo que significa “contacto con la realidad”, partiendo siempre de experiencias muy comunes.
Si accidentalmente pongo mi mano sobre una plancha caliente, siento un terrible dolor y de inmediato retiro la mano. He tenido un contacto con la realidad, un contacto puramente físico. El hecho está conducido, más bien dominado por el principio del placer/dolor. ¿Es el único contacto posible con la realidad?
Consideremos otro ejemplo. Nos encontramos con muchas personas. A algunas de ellas ni siquiera las conocemos y a otras las conocemos; pero en un momento dado, una de estas personas nos parece “distinta a todas las demás” y entre mil conocidos, “única e insustituible”. ¿Qué ha ocurrido? Hemos visto en esa persona “algo” que no habíamos visto en ninguna otra y nos ha hecho exclamar “¡Qué maravilla que existas!” y en definitiva “¡Qué lindo es vivir! Es la experiencia de una Presencia dentro de la realidad concreta, que nos ha hecho “sobresaltarnos de alegría”. ¿Qué significa entonces “la persona necesita-pide ser educada”? Significa: necesita-pide entrar en contacto con la realidad para sentir en la misma una Presencia que la haga “sobresaltarse de alegría”, que le dé la certeza de que vale la pena vivir, precisamente debido a esta Presencia. Educar significa introducir a la persona en la realidad de tal manera que se sienta como acogida por un Destino bueno.
De lo dicho se desprende que la educación puede ocurrir únicamente en el interior de una relación entre personas, en el interior de una “comunicación indirecta” que circula de “persona a persona”.
Existe una comunicación directa entre las personas. Cuando un profesor quiere enseñar a dividir, entrega al niño algunas reglas. Si es un buen profesor, si el niño presta atención y es algo inteligente, comprende esas reglas y ha aprendido a dividir. Ha habido una comunicación (de un saber, en este caso) y ha sido directa, en el sentido de que se han aprendido ciertos conocimientos mediante ciertos razonamientos simples. Veamos otro ejemplo.
Un joven se da cuenta muy pronto de que en su corazón tiene un profundo deseo de justicia y en el mundo muchas personas actúan injustamente, por lo cual tarde o temprano puede encontrarse en una situación en la cual debe elegir entre soportar una injusticia o cometerla para no ser víctima de ella. Y se pregunta si es mejor soportar una injusticia o cometerla, si es preferible ser engañados o engañar.

¿Cómo se puede convencer a ese joven muchacho de que es mejor soportar una injusticia que cometerla, es decir, que ser justos y estar en la verdad es, entre lo que existe, lo más precioso, bello y digno de buscarse y desearse?
Opera únicamente la confianza otorgada a la persona que lo educa y por consiguiente le entrega la propuesta según la cual en la vida es mejor dar que recibir. Es una comunicación indirecta.
Es éste el motivo por el cual el primer lugar de origen de la educación de la persona es la familia. De hecho, la misma está constituida por la relación interpersonal padres-hijos. Es una relación en la cual el hijo es acogido por sí mismo, puesto que en la familia la nueva persona es acogida en su valor puro y simple. Y así, recíprocamente, la nueva persona toma contacto con la realidad no como algo hostil, sino como acogida.
“La madre se encuentra en el principio del mundo del niño, mundo en el cual éste vive una relación simbiótica en que ni siquiera tiene conciencia de la diferencia entre él y el mundo.
“Durante toda la vida, el niño vivirá el ser de acuerdo con la temperatura emotiva originaria con la cual vivió su relación con la madre.
“El ser, el otro, el mundo se reconocerá como residencia acogedora, cargada positivamente, originaria y fundamentalmente benévola. Si no se ha otorgado esta experiencia, hay un obstáculo para la persona humana en la percepción de la verdad fundamental metafísica según la cual el ser es bien” (H.U. von Balthasar).
Nada ni nadie jamás podrán sustituir esta relación “de persona a persona” en la educación.
Nos encontramos hoy, sin embargo, en una situación que yo llamaría de “desierto educativo”.
Hemos dicho que cada uno de nosotros es “un gran deseo (de justicia, de verdad, de amor...) cuya realización se encomienda a nuestra libertad”. Tiene sentido hablar de educación precisamente porque este deseo es el hombre.
¿Y si se apaga el deseo en el corazón del hombre? ¿Qué sucede? ¿Qué ocurre con la libertad? Apagar el deseo en el hombre es algo que sucede cuando se introduce en el corazón del hombre la sospecha de que aquello que se desea no existe: que su deseo no tiene sentido porque carece de contenido. Eso ocurre cuando se afirma, cuando se enseña que no existe una verdadera distinción entre justicia e injusticia (y se actúa como si no existiera), porque puramente existen la utilidad y el interés. Eso ocurre cuando se afirma que no existe la verdad, sino únicamente opiniones. Eso ocurre cuando se afirma que no es posible amarse verdaderamente y la relación entre las personas sólo puede configurarse como coexistencia regulada por egoísmos en oposición. En este punto, el hombre se sumerge en el más puro relativismo.
¿Y qué ocurre entonces en su corazón? Se extingue o al menos se entorpece el deseo. ¿De qué es peregrino el hombre? Peregrino de la nada. Educar resulta imposible.
Las consecuencias en la libertad pueden explicarse con un ejemplo muy sencillo. Imaginemos que al coser olvidamos hacer el nudo en el hilo. ¿Qué sucede? Seguimos cosiendo... sin jamás coser.
Así, una libertad desarraigada de los verdaderos deseos del hombre, de sus “naturales inclinaciones” (Santo Tomás), es una libertad que ya no sabe hacia adónde moverse, hacia adónde ir, es decir, ya no sabe por qué elige lo que elige. Por lo tanto, todo y lo contrario merecen ser elegidos y al mismo tiempo nada merece ser elegido. La libertad se reduce a mera espontaneidad. A esto he llamado “desierto educativo”. El desierto es el lugar donde ya no hay agua y donde ya no hay caminos.

La ayuda que debe el pastor a los padres

A la luz de la anterior reflexión, es fácil comprender ahora qué debe dar un pastor de la Iglesia a los padres como ayuda en su tarea educativa: es una ayuda que se sitúa en dos niveles.
Primero: apoyar su autoridad educativa. No hay educación donde no existe autoridad educativa. ¿Qué entiendo por autoridad educativa? Educar significa introducir a una persona en la realidad. Introducir a una persona en la realidad significa ofrecerle una hipótesis para interpretar la realidad misma (el mapa geográfico que le permite moverse en la “región del ser”). Nadie ofrece lo que no tiene. Por consiguiente, no se puede educar sin estar en posesión profunda y vivida de una interpretación de la realidad, considerada la única verdadera también sobre la base de la propia experiencia. Autoridad educativa significa posesión segura y vivida de una propuesta de interpretación de lo real, que se ofrece-propone para la verificación existencial de quien es educado.
Para los padres cristianos, la única verdadera “hipótesis” interpretativa es la fe cristiana: la educación cristiana es la forma más elevada del testimonio cristiano, porque en la misma (educación) la fe se convierte en un don hecho al otro para que dicho testimonio sea generado.
La cooperación principal y fundamental que los pastores de la Iglesia deben ofrecer a los padres es la enseñanza de la verdad de la fe como clave para la interpretación de la totalidad de la vida humana.
Esta cooperación es hoy día aún más necesaria debido al “desierto educativo” sobre el cual hablaba anteriormente: los educadores inseguros parten habiendo fracasado.
Segundo: apoyar su libertad educativa. De acuerdo con la visión cristiana, la libertad es la capacidad de hacer lo que deseo haciendo lo que debo. Libertad educativa significa capacidad de educar, educando en la fe.
Entendida de esta manera, la capacidad es acechada tanto desde el interior como desde el exterior de la persona del educador.
Desde el interior: existe también en los padres la tentación permanente de rendirse ante las dificultades educativas, de carácter intrínseco en el acto educativo mismo. El pastor debe proporcionar a los padres la ayuda espiritual requerida para que sepan hacer obrar el don recibido en el sacramento del matrimonio.
Desde el exterior: la libertad educativa a menudo es desconocida o negada por la sociedad. El pastor debe defender también públicamente este derecho fundamental de la familia.
“Te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” (II Tim 1,6): así escribía Pablo a su discípulo Timoteo. Esto es substancialmente aquello que los padres tienen derecho a recibir de los pastores: ser ayudados permanentemente a reavivar en sí mismos ese don de Dios que hay en ellos, el don de la capacidad de generar en sentido pleno una persona humana.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Desde la izquierda se puede defender la vida

Pediatra y neuropsiquiatra, Paola Binetti dio el salto a la política tras el referéndum italiano sobre la ley de fecundación asistida En Italia, se ha hecho famosa por defender la vida desde las filas del Partido Democrático de centro-izquierda. La hemos entrevistado en Zaragoza, con ocasión del IV Congreso Internacional Provida. Lo cuenta Juan Meseguer en Aceprensa.

A Binetti la reclutó Francesco Rutelli tras comprobar su solvencia en el debate mediático. Dentro del PD, forma parte de un grupo de políticos que se definen como “conservadores en antropología y reformistas en lo social”. La prensa italiana los conoce como los teodem (de “teo”, Dios; y “demócratas”), en contraposición a los teocon, conservadores.

En la XV legislatura (2006-2008), el grupo de los teodem estaba integrado por tres senadores y tres diputados. Ahora lo constituyen siete senadores y cinco diputados. De momento, han conseguido crear un clima provida dentro de su propio partido. Así se puso de manifiesto el año pasado cuando el PD votó, junto a la mayoría conservadora, en contra de una ley sobre la eutanasia que había impulsado la izquierda radical.

Binetti es heredera de la tradición iniciada por De Gasperi, padre de la Democracia Cristiana italiana. También ella está convencida de que católicos y socialistas pueden llegar a acuerdos sobre los temas éticos controvertidos. “Desde un partido de izquierdas, se puede defender la vida con intensidad”, dice.

— La experiencia de los teodem es muy parecida a la de los Democrats for Life en Estados Unidos: creyentes que inician un movimiento en defensa de la vida dentro de un partido de izquierda. ¿A qué responde esta tendencia?
— En estos momentos en que Occidente está anclado en un bipolarismo simplista, es difícil encontrar un partido que represente todos nuestros valores. Por eso es tan importante que cada parlamentario, sea del partido que sea, pueda actuar en conciencia. La Constitución italiana prevé que ningún parlamentario esté sometido a la disciplina de voto; con ello se garantiza el que cada uno decida, en primer lugar, de acuerdo con su conciencia, y luego según la posición acordada por todos los de la coalición o el partido al que pertenece.
La verdadera batalla en una democracia está en defender la libertad de conciencia de cada diputado. Que todos puedan decidir libremente lo que, en conciencia, creen que es lo mejor para su país. Y que todos puedan expresar y promover sus valores en el seno de su partido, y fuera de él a través de políticas transversales. Un país ha de tener la garantía de que cada diputado vota en conciencia.
Este es el contexto en que nació nuestro grupo: queríamos defender la vida con absoluta claridad. Por eso insistimos en la idea de que hay valores que no pertenecen ni a la derecha ni a la izquierda, sino a la naturaleza humana, y que se pueden defender sin problemas en un Estado laico.

— Da la impresión de que ese “bipolarismo simplista” izquierda-derecha, del que habla usted, sigue teniendo mucho peso en el debate sobre el aborto.
— Me parece que el problema está mal planteado. La izquierda no se ha inclinado por el aborto, sino por los derechos individuales. Y aquí se ha producido una deformación: es un error plantear el debate sobre al aborto desde la perspectiva exclusiva del derecho a decidir de la mujer. Hay otra parte implicada y, por eso, el debate debe plantearse teniendo en cuenta el derecho a la vida de todos. Como el hijo es tan pequeño, la sociedad debe protegerlo y conservar su derecho a la vida.
La izquierda se ha equivocado al presentar el aborto como un símbolo de los derechos humanos. No podemos limitarnos a defender el derecho a la vida del más fuerte (la mujer), mientras anulamos el del más débil (el hijo). Si continúa por este camino, la izquierda terminará convirtiéndose en un movimiento radical que nada tiene que ver con los ideales de inclusión, protección del más débil, lucha contra la pobreza, promoción social... Esta contradicción interna ya está pasando factura: no es casualidad que la izquierda haya perdido las elecciones en toda Europa.

Los derechos y los deseos
— A menudo se dice que el debate sobre el aborto se libra en los parlamentos. Usted, en cambio, propone llevarlo al terreno de la cultura.
— En el origen de los debates políticos siempre hay una idea. En estos momentos, la idea que está marcando gran parte de la vida social es la concepción de los derechos individuales. Durante los últimos años, se ha exaltado tanto la autonomía individual que estamos a un paso de convertir los deseos en derechos. Es la lógica que impulsa a querer que se haga ley todo lo que se desea.
Esta idea ha ido calando en otros ámbitos como el derecho, la economía, la política o la ciencia. Es curioso: cuando la gente sencilla ve a una mujer embarazada enseguida reconoce que ahí hay otra vida humana, la del hijo. En cambio, algunos científicos se enredan con razonamientos retorcidos e introducen la posibilidad de que esa vida no sea humana.
A esa distinción añaden otra peligrosísima: la que diferencia entre vida y “vida sana”. Se equivocan. El derecho a la vida no puede depender de la salud. Hemos de aprender a defender la vida con capacidad técnica y científica, con solidaridad social y creatividad.

— ¿Y qué propone usted para cambiar esa concepción de los derechos?
— Es cierto que durante mucho tiempo se han minusvalorado los derechos individuales. Pero ahora nos hemos ido al extremo opuesto. Debemos volver a una posición de mayor equilibrio, donde el derecho individual se confronte siempre con la responsabilidad social. Paradójicamente, el hombre que sitúa los derechos individuales en el centro de su existencia acaba inmerso en una inmensa soledad, en un conflicto permanente entre sus derechos y los de los demás.
Nosotros proponemos una visión antropológica y social del hombre como sujeto de relaciones. La autonomía es sólo una parte de nuestra vida; al principio y al final de ella, dependemos siempre del cuidado de los demás. Lo que nos hace humanos no es la autodeterminación, sino la capacidad de dar y recibir. La vida siempre es relacional.

martes, 1 de diciembre de 2009

La comunicación en el matrimonio

El autor, José Manuel Mañú Noáin nació en Navarra en 1955. Estudió Filosofía y letras y Magisterio. En su trayectoria profesional ha dado clase en Centros públicos y privados. En la actualidad conjuga las clases con impartir conferencias, escribir y asesorar a centros educativos.

Numerosas estadísticas coinciden en destacar la abundancia de esposas insatisfechas con el nivel de comunicación logrado en su vida matrimonial. La proporción es de un 80% de mujeres que la consideran deficiente, frente a sólo un 20% de varones que piensan lo mismo.

DIFERENCIAS DE VALORACION

Se pueden hacer diversas lecturas de este dato; una de ellas es la desproporción de la valoración ente una y otra parte de la pareja. Eso, en sí mismo, ya es indicio de un posible problema. Mientras los varones no sean conscientes de que deben mejorar en esta cuestión, resulta difícil que pongan los medios para mejorar un problema que desconocen. Tenemos que interiorizar que los varones y las mujeres somos iguales en dignidad, pero diferentes en el modo de ser.

¿A qué se debe esa diferencia de valoración entre uno y otro cónyuge? Son varias las razones; entre ellas está el que la mujer, en general, necesita exteriorizar sus sentimientos más que los varones; si bien no cabe atribuir este rasgo necesariamente a cada persona de uno u otro sexo. Sabiendo que son rasgos generales, cabe afirmar que la mayoría de las mujeres descansan manifestando sus sentimientos y que consideran grata la labor de escucha del marido. Los hombres en cambio suelen ser más reacios a manifestar sus preocupaciones. Por eso es frecuente que, cuando el marido llega a casa, o una vez acostados los niños, la esposa manifieste notorio interés en relatar las incidencias del día, mientras que su marido suele preferir leer un periódico o ver un programa deportivo.

Además las mujeres son más minuciosas en sus explicaciones, pues dan gran importancia a los detalles. Si el esposo, con la intención de serenar a su mujer, o de que le deje tranquilo, trata de dar respuestas, descubrirá que su mujer se enfada; quizás no ha entendido que ella, al relatarle los problemas no le está pidiendo soluciones, sino compartir las preocupaciones o, al menos, ser escuchada.

Algunos, erróneamente, podrían pensar que esta afirmación tiene tintes sexistas, pero el hecho es que las mujeres tienden a valorar las cosas de modo diferente que sus maridos, y que compartir las preocupaciones les supone un descanso y un desahogo.

Generalmente las mujeres tienen más desarrollada la capacidad verbal que los varones; eso les ayuda a expresar con más precisión y profundidad sus estados emocionales; además consideran un signo de solidaridad y de cariño compartir los problemas entre las personas. Por el contrario, muchos varones considerando poco agradable el hecho de ser preguntados por sus sentimientos, suelen preferir que se les deje a solas cuando tienen un problema o, en todo caso, considera que la iniciativa para comentarlos debe partir de él. Como es obvio esto no tiene una precisión matemática.

SUMAS Y RESTAS

Suma a la comunicación matrimonial: escuchar, que es mucho más que oír; interesarse realmente por lo que le están contando; saber dar nuevas oportunidades; corregir de un modo amable, delicado y a solas; saber pedir perdón y perdonar, aunque sea una vez más. Por eso, es válida la expresión: "Quiéreme cuando menos lo merezca, porque es cuando más lo necesito."

En cambio, resta a la comunicación conyugal: usar frases hirientes; dejar en evidencia al cónyuge ante terceras personas; hacer referencia a sucesos negativos del pasado; comparar despectivamente al cónyuge con otro miembro de su familia... Se entiende que no es acertado el comentario: "Cada vez me recuerdas más a tu madre...", en medio de una discusión.

Para restablecer la comunicación deteriorada, es importante saber distinguir entre lo que es fruto natural del cansancio y lo que refleja una situación de crisis; evitar hacer enmiendas a la totalidad, ya que difícilmente todo estará mal; mezclar cuestiones de planos muy distintos; no caer en el error de pensar: "Estoy harta/o de ceder; esta vez que ceda él/ella."

En algunas ocasiones podemos estar tan obcecados con nuestros puntos de vista que conviene que una tercera persona nos asesore. Para que sea un buen asesor es importante que cumpla los siguientes requisitos: que te conozca bien; que sea una persona prudente; que te ayude a reconstruir, no a derribar lo que todavía os une; que sea discreto con tus consultas; que sea de tu mismo sexo. Esto último puede resultar extraño para algunos; su lógica se fundamenta en que compartir intimidad crea unos lazos, que en el caso de las consultas sobre el propio matrimonio se pueden acabar convirtiendo en un obstáculo al problema que tratábamos de resolver. Si pensáramos que nuestro consejero, de sexo distinto, nos entiende mejor que nuestro cónyuge estaríamos dando pasos hacia la ruptura matrimonial, además de poder crear un problema a una tercera persona y a su familia.

SABER RECTIFICAR

Admitir la posibilidad de estar equivocado es indispensable para poder rectificar. A veces nos equivocamos, aunque estemos seguros de nuestra opinión, como se ve en la siguiente historia: Un día, una señora fue a la estación de tren; al llegar, le informaron que el tren que esperaba se retrasaría una hora. La señora, algo molesta, compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua; buscó un banco en el andén central y se dispuso a esperar. Mientras ojeaba la revista, un joven se sentó a su lado y comenzó a leer un periódico. Inesperadamente, la señora observó cómo el chico, sin decir una sola palabra, estiraba la mano, agarraba el paquete de galletas, lo abría y se llevaba una a la boca. La mujer no quería ser grosera, pero tampoco dejarlo pasar, así que, de un modo ostensible tomó el paquete y sacó una galleta y se la comió mirando al joven fijamente.

Como respuesta, el muchacho tomó otra galleta y se la comió sonriendo. La señora enojada, tomó otra con claras señales de fastidio. El diálogo de miradas y sonrisas continuó entre galleta y galleta. Finalmente, la señora se dio cuenta de que en el paquete sólo quedaba una galleta. "No podrá ser tan descarado", pensó mientras miraba alternativamente al joven y al paquete de galletas. Con calma el joven tomó la última galleta, y con mucha suavidad, la partió en dos y ofreció la mitad a su compañera de banco. '.¡Gracias!", dijo la mujer tomando con rudeza aquella mitad. "De nada", contestó el joven suavemente, mientras comía su mitad.

Entretanto llegó el tren... La señora se levantó furiosa del banco y subió a su vagón. Al arrancar, desde la ventanilla de su asiento vio al muchacho en el andén y pensó: " ¡Qué insolente y mal educado!" Sintió la boca reseca por el disgusto; abrió su bolso para sacar la botella de agua y se quedó totalmente sorprendida cuando encontró dentro su paquete de galletas intacto.

ESTILOS EMOCIONALES

Algunos malos entendidos se dan porque olvidamos que cada uno tiene un estilo emocional distinto, fruto del temperamento, de la educación recibida, de las costumbres familiares... Nuestro cónyuge tiene también su estilo propio, que puede ser muy distinto al nuestro. Saber aceptar los diferentes estilos es necesario para una buena convivencia. No siempre podemos cambiar los sentimientos; lo que sí está en nuestra mano es cambiar las respuestas.

Para que la comunicación sea efectiva, no basta con cuidar las formas, es preciso tener una idea clara de lo que es el matrimonio. Pensar que el amor reside en el sentimiento es uno de los graves errores de la sociedad actual. Los sentimientos ayudan, pero son variables. Es preciso partir de la convicción de que mi matrimonio con mi cónyuge se apoya en el compromiso que adquirimos al casarnos y que, por tanto, debo luchar por mantenerlo vivo con todas mis fuerzas.

El amor es como un ejercicio de jardinería: hay que arrancar las malas hierbas, preparar el terreno, sembrar, regar, abonar y ser paciente. Vendrán insectos, puede haber sequía o exceso de lluvia, pero no por eso se abandona el jardín. Aún en el caso de que uno piense que sólo él es el que pone de su parte, vale la pena recordar al clásico castellano: "Pon amor donde no hay amor y sacarás amor."

EL RESPETO MUTUO

Una buena comunicación se apoya en el respeto mutuo, en respetar la legítima autonomía del otro, como se refleja en la siguiente anécdota: En una tribu Síux, un joven guerrero y una joven muchacha se presentaron ante el jefe de la tribu. Nos queremos casar, dijeron. El anciano, al verlos tan enamorados, quiso darle su mejor consejo. "Nube Azul, dijo el jefe a la joven, sube a ese monte y trae el halcón más hermoso que puedas". "Y tú, Toro Bravo, escala esa otra montaña y coge un águila que hay en lo alto; dentro de dos lunas os espero aquí".

El día establecido, los dos jóvenes se presentaron con las aves. El jefe les dijo: "Coged las aves y atarlas entre sí por las patas, luego soltadlas y que vuelen." El guerrero y la joven así lo hicieron; el águila y el halcón se levantaron unos metros para caer poco después; en el suelo, arremetieron a picotazos entre sí. "No olvidéis esto jamás, dijo el anciano, si queréis que vuestro amor dure: volar juntos... pero nunca atados".

Saber los legítimos modos de ser significa, entre otras cosas, entender que la unidad no es lo mismo que la uniformidad. Amarse no es estar todo el día juntos, aunque tampoco su contrario; cada pareja debe de encontrar su propio estilo. En todo caso, hay que ser consciente que para que el matrimonio funcione, hay que saber dar: tiempo, cariño... Fomentar lo que une y evitar lo que separa. Un modo delicado de cariño es el que manifestó una niña africana con su maestra cuando ésta cumplió años: la niña apareció en clase con una preciosa caracola. La maestra se sorprendió; sabía que sólo se recogían en playas distantes. Cuando lo comentó, la chica le dijo sonriendo: "Maestra, la caminata formaba parte del regalo." Un detalle así es muy superior a compras caras y precipitadas.

LA CULTURA DEL PERDÓN

Comprobar nuestras limitaciones no es un obstáculo, especialmente si nos hace ser más comprensivos con los demás. Es importante fomentar la cultura del perdón. La sola justicia no basta en las relaciones humanas; se precisa la generosidad y la misericordia. Perdonar y ser perdonados; por eso hace tanto daño el orgullo en las relaciones personales. Una última idea puede ser el de tratar de conquistar a tu cónyuge cada día, como si fuera la primera vez. Ella guardará sus mejores joyas para cuando esté con su marido; él se esforzará en tener los detalles con su esposa que tenía cuando eran novios. ¿Difícil?: Sí; pero vale la pena.

martes, 24 de noviembre de 2009

Principios para educar correctamente

Por Tomás Melendo Granados, Catedrático de Filosofía (Metafísica), Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia, Universidad de Málaga (UMA), España.

Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores de su hijos. Su misión no es fácil. Está llena de contrastes en apariencia irreconciliables: han de saber comprender, pero también exigir; respetar la libertad de los chicos, pero a la vez guiarles y corregirles; ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo… De ahí que los padres tengan que aprender por sí mismos a serlo… y desde muy pronto. En ningún oficio la capacitación profesional comienza cuando el aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos de alta responsabilidad. ¿Por qué en el «oficio de padres» debería ser de otra forma? ¿Acaso porque se trata más de un arte que de una ciencia? De acuerdo; pero en ningún arte bastan la inspiración y la intuición; es menester también instruirse, formarse.

En cualquier caso, aprender este «oficio» no consiste en proveerse de un conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente aplicables a los problemas que van surgiendo. Tales recetas no existen. Existen, por el contrario, principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas situaciones: los padres deben conocerlos muy a fondo, hasta hacerlos pensamiento de su pensamiento y vida de su vida, para con ellos encarar la práctica diaria. Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofreceré un memorándum, el más accesible y concreto posible, de los principales criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la educación.

1º) La primera cosa que los padres necesitan para educar es un verdadero y cabal amor a sus hijos.
Según escribe G. Courtois en "El arte de educar a los muchachos de hoy", la educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia, mucho sentido común y, sobre todo, mucho amor». Con otras palabras, es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sentido común, pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener seguros resultados.

¿Por qué? Entre otros motivos, porque «cada niño es un caso» absolutamente irrepetible, distinto de todos los demás. Ningún manual es capaz de explicarnos ese «caso» concreto. Hay que aprender a modular los principios a tenor del temperamento, la edad y las circunstancias en que se encuentren los hijos. Y solo el amor permite conocer a cada uno de ellos tal como es hoy y ahora y actuar en consecuencia: aun concediendo la parte de verdad que encierra el dicho de que «el amor es ciego», resulta mucho más profundo y real sostener que es agudo y perspicaz, clarividente; y que, tratándose de personas, solo un amor auténtico nos capacita para conocerlas con hondura.

De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a descubrir el momento más adecuado para hablar y para callar; el tiempo para jugar con los niños e interesarse por sus problemas sin someterlos a un interrogatorio y el de respetar su necesidad de estar a solas; las ocasiones en que conviene «soltar un poco de cuerda» y «no darse por enterados» frente a aquellas otras en que lo que procede es intervenir con decisión e incluso con resuelta viveza… Y, según decía, en todo este difícil arte los padres resultan insustituibles. Un matrimonio muy agobiado por su trabajo profesional buscaba en una tienda de juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo divirtiera, lo mantuviese tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de estar solo. Una dependiente inteligente les explicó: «lo siento, pero no vendemos padres».

2º) La primera cosa que el hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí.«Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta de sus menores caprichos, y sin embargo…». Expresiones como ésta las oímos a menudo, proferidas por tantos padres que se vuelcan aparentemente sobre sus hijos —alimentos sanos, reconstituyentes, juegos, vestidos de marca, vacaciones junto al mar, diversiones, etc.—, pero se olvidan de la cosa más importante que precisan los críos: que los propios padres se amen y estén unidos.

El cariño mutuo de los padres es el que ha hecho que los hijos vengan al mundo. Y ese mismo afecto recíproco debe completar la tarea comenzada, ayudando al niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se encuentra llamado. El complemento natural de la procreación, la educación, ha de estar movido por las mismas causas —el amor de los padres— que engendraron al hijo.

Desde hace ya bastantes siglos se ha dicho que, al salir del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama imperiosamente otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría crecer y desarrollarse; a saber, los que originan el padre y la madre al quererse de veras. Por eso, cada uno de los esposos debe engrandecer la imagen del otro ante los hijos y evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño de éstos hacia su cónyuge. Desde que los críos son muy pequeños, además de manifestar prudente pero claramente el afecto que los une, los padres han de prestar atención a no hacerse reproches mutuos delante de ellos, a no permitir uno lo que el otro prohíbe, a evitar de plano ciertas aberrantes recomendaciones al niño: «esto no se lo digas a papá (o a mamá)», etc.

3º) Enseñar a querer
Como acabamos de ver, el principio radical de la educación es que los padres se quieran entre sí y, como fruto de ese amor, que quieran de veras a sus hijos; el fin de esa educación es que los hijos, a su vez, vayan aprendiendo a querer, a amar. Curiosamente y en compendio, educar es amar, y amar es enseñar a amar.
Según explica Rafael Tomás Caldera, «la verdadera grandeza del hombre, su perfección, por tanto, su misión o cometido, es el amor. Todo lo otro —capacidad profesional, prestigio, riqueza, vida más o menos larga, desarrollo intelectual— tiene que confluir en el amor o carece en definitiva de sentido»… e incluso, si no se encamina al amor, pudiera resultar perjudicial.

La entera tarea educativa de los padres ha de dirigirse, pues, en última instancia, a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a evitar cuanto lo torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos capaz de descubrir, querer, perseguir y realizar el bien de los otros. Sólo así contribuirán eficazmente a hacerlos felices, puesto que la dicha —como muestran desde los filósofos más clásicos hasta los más certeros psiquiatras contemporáneos— no es sino el efecto no buscado de engrandecer la propia persona, de mejorar progresivamente: y esto solo se consigue amando más y mejor, dilatando las fronteras del propio corazón.

4º) El mejor educador es el ejemplo
Los niños tienden a imitar las actitudes de los adultos, en especial de los que quieren o admiran. Jamás pierden de vista a los padres, los observan de continuo, sobre todo en los primeros años. Ven también cuando no miran y escuchan incluso cuando están super-ocupados jugando. Poseen una especie de radar, que intercepta todos los actos y las palabras de su entorno. Por eso los padres educan o deseducan, ante todo, con su ejemplo. Además, el ejemplo posee un insustituible valor pedagógico, de confirmación y de ánimo: no hay mejor modo de enseñar a un niño a tirarse al agua que hacerlo con él o antes que él. Las palabras vuelan, pero el ejemplo permanece, ilumina las conductas… y arrastra.

En el extremo opuesto la incongruencia entre lo que se aconseja y lo que se vive es el mayor mal que un padre o una madre puede infligir a sus hijos: sobre todo a determinadas edades, cuando el sentido de la «justicia» se encuentra en los chicos rígidamente asentado, sobre-desarrollado… y dispuesto a enjuiciar con excesiva dureza a los demás.

5º) Animar y recompensar
El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un maleducado, un egoísta, que no sirve para nada, se creerá y será verdaderamente maleducado, egoísta, e incapaz de realizar tarea alguna…«aunque no fuera sino para no defraudar a sus padres». Es mejor que tenga un poco de excesiva confianza en sí mismo, que demasiado poca. Y si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo. Mostrar al hijo que confiamos en sus posibilidades es para él un gran incentivo; en efecto, el pequeño —como, con matices, cualquier ser humano— se encuentra impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas al respecto.

Cuando hace una observación correcta, incluso opuesta a la que nosotros acabamos de comentar o sugerir, no hay que tener miedo a darle la razón. No se pierde autoridad; más bien al contrario, la ganamos, puesto que no la hacemos residir en nuestros puntos de vista, sino en la misma verdad objetiva de lo que se propone. Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo hecho que al resultado obtenido. En principio, no se debe recompensar al niño por haber cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo, si el conseguirlo no le ha supuesto un empeño muy especial. Un regalo por unas buenas calificaciones es deformante. Las buenas calificaciones, junto con la demostración de nuestra alegría por ese resultado, deberían ser ya un premio que diera suficiente satisfacción al niño.

Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las gratificaciones. Por un lado, porque se le enseña a actuar no por lo que en sí mismo es bueno, sino por la recompensa que él recibe (o, lo que es idéntico, a pensar más en sí mismo que en los otros). Y además, porque cuando éstas vinieran a faltar, el pequeño se sentirá decepcionado: premiar reiteradamente lo que no lo merece equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en que esa compensación esté ausente.
Conviene no olvidar una ley básica: educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre contento y satisfecho, por tener cubiertos todos sus caprichos o deseos, sino ayudarle a sacar de sí (e-ducir), con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en su interior y que lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal… haciéndolo, como consecuencia, muy dichoso.

6) Ejercer la autoridad, sin forzarla ni malograrla

A) Por lo mismo, para educar no son suficientes el cariño, el buen ejemplo y los ánimos; es preciso también ejercer la autoridad, explicando siempre, en la medida de lo posible, las razones que nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada.

La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan pregonada, se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por aquellos mismos que la han sufrido. El niño tiene necesidad de autoridad y la busca. Si no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación, se torna inseguro o nervioso. Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan siempre reglas que no deben ser transgredidas. Por lo demás, todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos de los otros, cuando están malcriados, habituados a llamar siempre la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas.

Pero tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se sabe bien si imponerse o abajarse a pactar y dejar hacer, para no correr el riesgo de tener una escena en público…, o acabar la cuestión con una explosión de ira y una regañina (que después deja más incómodos a los padres que al niño). Por detrás de esta inseguridad, hay siempre una extraña mezcla de miedos y prevenciones. El horror a perder el cariño del chiquillo, el temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el pavor a que nos haga quedar mal o nos provoque daños materiales.

En definitiva, aunque no lo advirtamos ni deseemos, nos queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo. De ahí que, si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo sincero y eficaz de ayudar al crío a reconocer los propios impulsos egoístas, la codicia, la pereza, la envidia, la crueldad, etc., no existiría esa sensación de culpa cuando se lo corrigiera utilizando el propio ascendiente.

B) Con base en lo expuesto hasta aquí, y aun cuando no esté de moda, es menester reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar sin ejercer la autoridad (que no es autoritarismo) y exigir la obediencia desde el mismo momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide. Por eso, es importante que los padres, explicando siempre los motivos de sus decisiones, indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar, no dejando por comodidad caer en el olvido sus órdenes, ni permitiendo que los niños se les opongan abiertamente.

Como consecuencia, un criterio básico en la educación del hogar es que deben existir muy pocas normas y muy fundamentales y nunca arbitrarias, lograr que siempre se cumplan… y dejar una enorme libertad en todo lo opinable, aun cuando las preferencias de los hijos no coincidan con las nuestras: ¡ellos gozan de todo el «derecho» a llegar a ser aquello a lo que están llamados… y nosotros no tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de nuestro propio yo!
A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin saber bien por qué, qué es lo que encierra de malo, sólo por impulso, por las ganas de estar tranquilos o porque uno se siente nervioso y todo le molesta. Se compromete así la propia autoridad sin que sea necesario, abusando de ella… y se desconcierta a los muchachos, que no saben por qué hoy está vedado lo que ayer se veía con buenos ojos.

Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento, de juego inventivo y de libertad. Interviniendo de manera continua e irrazonable se acaba por hacer de la autoridad algo insufrible. Como aquella madre de la que se cuenta que decía a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a ver que están haciendo… y prohíbeselo».
Por otro lado, la convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas posee una extraordinaria eficacia, y ayuda enormemente a calmar las rabietas o a que no lleguen a producirse. (Lo más opuesto a esto, como ya he insinuado, es repetir veinte veces la misma orden —lávate los dientes, dúchate, vete ya a dormir…— sin exigir que se cumpla de inmediato: provoca un enorme desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las madres, que suelen pasar mayor parte del día bregando con los críos, al tiempo que disminuye o elimina la propia autoridad).

C) Vale asimismo la pena estar atentos al modo como se da una indicación. Quien ordena secamente o alzando sin motivo el volumen de la voz deja siempre traslucir nerviosismo y poca seguridad. Un tono amenazador suscita con razón reacciones negativas y oposiciones. Demos las órdenes o, mejor, pidamos por favor, con actitud serena y confiando claramente en que vamos a ser obedecidos. Reservemos los mandatos estrictos para las cosas muy importantes. Para las demás peticiones resultará preferible utilizar una forma más blanda: «¿serías tan amable de…?», «¿podrías, por favor…?», «¿hay alguno que sepa hacer esto?». De este modo, se estimulará a los críos para que realicen elecciones libres y responsables, y se les dará la ocasión de actuar con autonomía e inventiva, de sentirse útiles… y experimentar la satisfacción de tener contentos a sus padres.

A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del acostumbrado; convendrá entonces crear un clima favorable. Si, por ejemplo, sabéis que vuestro cónyuge está particularmente cansado o lo atenaza una jaqueca insufrible, hablaréis a solas con el niño y le diréis: «Mamá (o papá) tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un empeño especial para hacer el menos ruido posible…». Quizá sea oportuno darle una ocupación, y dirigirle una mirada cariñosa o una caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos… sin olvidar que en este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas para que el niño cumpla su obligación.
Firmeza, por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero dulzura extrema en el modo de sugerirla o reclamarla.

7º) Saber regañar y castigar
Los ánimos y las recompensas no son normalmente suficientes para una sana educación. Un reproche o una punición, dados de la manera oportuna, proporcionada y sin arrepentimientos injustificados, contribuirá a formar el criterio moral del muchacho.
Sensata e inteligente debe ser la dosificación de las reprimendas y de los castigos. La política del «dejar hacer» es típica de los padres o débiles o cómplices. También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor de no ser obedecido o por la comodidad («haz lo que quieras, con tal de dejarme en paz»)… que no son sino otros tantos modos de amor propio: de preferir el propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al de los hijos.
Pero resultaría pedante, o incluso neurótico, un continuo y sofocante control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación de unos cánones despóticos establecidos por los padres.

Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y no humillante. Hay por tanto que aprender a regañar de manera correcta, explícita, breve, y después cambiar el tema de la conversación. En efecto, no se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras personas (¿lo hacemos nosotros, los adultos?). Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente para reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya pasado el propio enfado, para poder hablar con la debida serenidad y con mayor eficacia.

Por otro lado, antes de decidirse a dar un castigo, conviene estar bien seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato. Naturalmente, hay que evitar no solo que la sanción sea el desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia. Tratándose de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o de la chica.

Cuando se reprenda es menester además huir de las comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana…». Las confrontaciones sólo engendran celos y antipatías.
Tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero a veces es el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo sufre», cabría recordar con san Pablo,… incluso el dolor de los seres queridos, siempre que tal sufrimiento sea necesario. Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya el amor del hijo respecto a vosotros. A veces se oye responder al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!». Podéis entonces decirle, con toda la serenidad de que seáis capaces: «No es mi propósito molestarte ni hacerte padecer».

8º) Formar la conciencia
En nuestra sociedad, los niños resultan bombardeados por un conjunto de eslóganes y de frases que transmiten «ideales» no siempre acordes con una visión adecuada del ser humano, e incapaces por tanto de hacerlos dichosos. La solución no es un régimen policial, compuesto de controles y de castigos. Es menester que los hijos interioricen y hagan propios los criterios correctos, que formen su conciencia, aprendiendo a distinguir claramente lo bueno de lo malo.

Y para ello no basta con decirles: «¡Esto no está bien!» o, menos todavía, «¡Esto no me gusta!». Se corre el riesgo de transformar la moral en un conjunto de prohibiciones arbitrarias, carentes de fundamento. Por el contrario, es muy importante «educar en positivo», como se suele afirmar; lo cual equivale, en mi opinión, a mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones. Para lograrlo, hay que esforzarse por vivir la propia vida, con todas sus contrariedades, como una gozosa aventura que vale la pena componer cada día. En tales circunstancias, al descubrir la hermosura y la maravilla de hacer el bien, el niño se sentirá atraído y estimulado para obrar correctamente.
Además, interesa hacer comprender lo decisiva que es la intención para determinar la moralidad de un acto, y ayudar a los hijos a preguntarse el porqué de un determinado comportamiento. A tenor de sus respuestas, se les hará ver la posible injusticia, envidia, soberbia, etc., que los ha motivado. El denominado complejo de culpa, es decir, la obscura y angustiosa sensación de haberse equivocado, acompañada de miedo o de vergüenza, nace justo de la falta de un valiente y sereno examen de la calidad moral de nuestros actos. Por el contrario, como muestran también los psiquiatras más avezados, es necesario y sano el sentido del pecado. La clara percepción de las propias concesiones y faltas, con las que hemos vuelto las espaldas a Dios, provoca un remordimiento que activa y multiplica las fuerzas para buscar de nuevo el amor que perdona.

Para formar la conciencia puede también ser útil comentar con el niño la bondad o maldad de las situaciones y hechos de los que tenemos noticia, así como sugerirle la práctica del examen de conciencia personal al término del día, acaso ayudándole en los primeros pasos a hacerse las preguntas adecuadas. A medida que crece, hay que dejarle tomar con mayor libertad y responsabilidad sus propias decisiones, diciéndole como mucho: «Yo, de ti, lo haría de este o aquel modo» y, en su caso, explicándole brevemente el porqué.

9º) No malcriar a los niños
Se malcría a un niño con desproporcionadas o muy frecuentes alabanzas, con indulgencia y condescendencia respecto a sus antojos. Se lo maleduca también convirtiéndolo a menudo en el centro del interés de todos, y dejando que sea él quien determine las decisiones familiares. Un pequeño rodeado de excesiva atención y de concesiones inoportunas, una vez fuera del ámbito de la familia se convertirá, si posee un temperamento débil, en una persona tímida e incapaz de desenvolverse por sí misma. Si, por el contrario, tiene un fuerte temperamento, se transformará en un egoísta, capaz de servirse de los otros o de llevárselos por delante.

Por eso, frente a los caprichos de los niños no se debe ceder: habrá simplemente que esperar a que pase la pataleta, sin nerviosismos, manteniendo una actitud serena, casi de desatención, y, al mismo tiempo, firme. Y esto, incluso —o sobre todo— cuando «nos pongan en evidencia» delante de otras personas: su bien (¡el de los hijos!) debe ir siempre por delante del nuestro.

10º) Educar la libertad
En este ámbito, la tarea del educador es doble: hacer que el educando tome conciencia del valor de la propia libertad, y enseñarle a ejercerla correctamente.
Pero no resulta fácil entender a fondo lo que es la libertad y su estrecha relación con el bien y con el amor. ¿Quién es auténticamente libre?: el que, una vez conocido, hace el bien porque quiere hacerlo, por amor a lo bueno. Al contrario, va «perdiendo» su libertad quien obra de manera incorrecta. Un hombre puede quitarse la vida porque es «libre», pero nadie diría que el suicidio lo mejora en cuanto persona o incrementa su libertad.

Educar en la libertad significa por tanto ayudar a distinguir lo que es bueno (para los demás y, como consecuencia, para la propia felicidad), y animar a realizar las elecciones consiguientes, siempre por amor. Conceder con prudencia una creciente libertad a los hijos contribuye a tornarlos responsables. Una larga experiencia de educador permitía afirmar a San Josemaría Escrivá: «Es preferible que [los padres] se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre».
En definitiva, igual que antes afirmaba que el objetivo de toda educación es enseñar a amar, puede también decirse —pues en el fondo es lo mismo— que equivale a ir haciendo progresivamente más libre e independiente a quienes tenemos a nuestro cargo: que sepan valerse por sí mismos, ser dueños de sus decisiones, con plena libertad y total responsabilidad.

11º) Recurrir a la ayuda de Dios
El conjunto de sugerencias ofrecidas hasta el momento estarían incompletas si no dejáramos constancia de este «último» y fundamentalísimo precepto, que debe acompañar a todos y cada uno de los precedentes.

Educar procede de e-ducere, ex-traer, hacer surgir. El agente principal e insustituible es siempre el propio niño. De una manera todavía más profunda, Dios, en el ámbito natural o por medio de su gracia, interviene en lo más íntimo de la persona de nuestros hijos, haciendo posible su perfeccionamiento.
Ningún hijo es «propiedad» de los padres; se pertenece a sí mismo y, en última instancia, a Dios. Por tanto, y como apuntaba, no tenemos ningún derecho a hacerlos a «nuestra imagen y semejanza». Nuestra tarea consiste en «desaparecer» en beneficio del ser querido, poniéndonos plenamente a su servicio para que puedan alcanzar la plenitud que a cada uno le corresponde: ¡la suya!, única e irrepetible.
Por consiguiente, el padre o la madre, los demás parientes, los maestros y profesores… pueden considerarse colaboradores de Dios en el crecimiento humano y espiritual del chico; pero es este el auténtico protagonista de tal mejora.
A los padres en concreto, en virtud del sacramento del matrimonio, se les ofrece una gracia particular para asumir tan importante tarea. Por todo ello es muy conveniente que, sobre todo pero no sólo en momentos de especial dificultad, invoquen la ayuda y el consejo de Dios… y que sepan abandonarse en Él cuando parece que sus esfuerzos no dan los resultados deseados o que el chico —en la adolescencia, pongo por caso— enrumba caminos que nos hacen sufrir.

Además, no debe olvidarse del gran servicio gratuito del Ángel Custodio, a quien el propio Dios ha querido encargar el cuidado de nuestros hijos. Y recordar también que la Virgen continúa desde el cielo desplegando su acción materna, de guía y de intercesión. Enseñarles a tener todo esto en cuenta puede constituir la herencia más valiosa que, en el conjunto íntegro de la educación, leguen los padres a sus hijos.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

La imperfección, al desnudo

La actitud contemporánea ante la imagen del cuerpo humano pone de manifiesto una curiosa paradoja: en el mundo real estamos obsesionados por la búsqueda del cuerpo 10, el pánico a lo imperfecto, la eterna juventud, la belleza corporal, aunque sea al precio de la cirugía estética; mientras, en el mundo del arte se compite para ver quién muestra el cuerpo humano de forma más degradada o repulsiva. María Molina es Directora de la Galería ArteVeintiuno. Nos lo cuenta en Aceprensa – (24-10-09)


Uno se pregunta por qué buena parte del arte contemporáneo da una visión tan degradada del cuerpo humano, con un posicionamiento “maldito” anti-yo, en contraste con la obsesión social por la búsqueda de la perfección corporal. Si al ver el arte de otras épocas creemos detectar cuál era el ideal de belleza corporal del momento, en el caso actual resultaría totalmente equívoco. Calvo Serraller, en Los géneros de la pintura, advierte que la concepción del desnudo en el arte contemporáneo refleja sobre todo “la idea de la imperfección, de la antielección, el antiideal”, la vida como es.

Un icono como el recién fallecido Michael Jackson nos mostró su mejor música, francamente genial, y su aspecto físico transformado, una renuncia a su color de piel y a sus rasgos de raza, en búsqueda de una perfección corporal imaginada en el País de Neverland.

Un género artístico polémico
Nuestro amor por la belleza, según el crítico Kennedy Fraser, “tiene algo de desesperado, heroico, humano”. Amamos nuestra imagen y la reflejamos en el arte. Aceptada la perfección y la belleza de la forma humana, los artistas se apoderan de ella para describirla y explicarla.

Existe la creencia de que el cuerpo humano desnudo es en sí un objeto en el que la vista se detiene con agrado y que nos complace ver representado. Desde la época clásica el cuerpo humano ha constituido una materia prima que ha suscitado el interés de todas las disciplinas –pintura, escultura y hoy también fotografía–, pero las trabas para representarlo han sido innumerables. El desnudo tal vez sea el género más polémico de la Historia del Arte.

El crítico Kenneth Clark afirma: “un desnudo es una forma de arte inventada por los griegos en el siglo V (a.C.), del mismo modo que la ópera es una forma de arte inventada en Italia en el siglo XVII. El desnudo no es un tema de Arte sino una forma de Arte” (El desnudo, Alianza, Madrid, 2002, p.34).

Tanto por las constantes prohibiciones como por la atracción que ejercen los cuerpos desnudos, resulta un tema artístico sumamente interesante. En la segunda década del siglo XX, cuando las costumbres se vuelven aparentemente más naturales y la mentalidad más abierta, la fotografía se beneficia de los influjos de ese cambio postulándose como un género artístico autónomo. Se abren así nuevas vías de experimentación creativa en las que el desnudo se desliga de la censura moral y de la clandestinidad, hasta llegar en los últimos años a una situación de normalidad.

Tan normal que incluso se ha llegado a utilizar cadáveres como materia prima artística. La exposición itinerante “Body World” ha sido visitada por más de 20 millones de personas. Su creador, Gunther von Hagen, ha plastificado cadáveres, mostrándolos articulados en posturas jocosas, toda una manifestación de cómo la muerte imita el arte que imita la vida. Un epígono del propósito de las vanguardias llevado al extremo. Algunos de los cadáveres usados son presuntamente de ejecutados en China.

Francis Bacon: El cuerpo carne
El desnudo, y la representación del cuerpo en general en el arte contemporáneo, muestra más bien un desprecio por la belleza corporal, una recreación en la representación más sórdida.

Este tratamiento del cuerpo humano refleja en algunos artistas contemporáneos una actitud cultural acerca de su condición, que fundamentalmente está impregnada de perversión y autodestrucción, y que excluye la dignidad que cada cuerpo humano tiene, por ser un cuerpo personal. Así ocurre en la obra de un artista tan representativo como Francis Bacon (1909-1992). Los ejes del trabajo pictórico de Bacon son, por un lado y como postura vital e intelectual, la consideración del cuerpo humano como mera carne comestible, la representación de una cruda sexualidad sin precedentes, la pintura al servicio de la violencia expresiva, la energía irreflexiva, su visión de lo aberrante. Y por otro lado, la manifestación de los absurdos, las indignidades, el aislamiento y el patetismo de la existencia humana a través de su obra.

Es en la década de 1940 cuando por primera vez aparece en el arte de Francis Bacon una actitud filosófica hacia la naturaleza humana, reflejo de su convicción de que, sin Dios, el ser humano está sujeto a las mismas pulsiones naturales de violencia, lascivia y miedo que cualquier otro animal. La representación bestial de la figura humana se combinaba con alusiones concretas a la historia reciente, y en particular a los sucesos devastadores de la Segunda Guerra Mundial. Bacon, que se inspiraba a menudo en reproducciones, reunió una extensa colección de libros, catálogos y revistas, y estudió reiteradamente algunas imágenes clave para profundizar más allá de la apariencia superficial que captaba la fotografía.

La fragilidad de la figura humana
Entre los motivos tempranos que perdurarían a lo largo de toda su pintura están el desnudo masculino, revelador de la fragilidad de la figura humana, y el grito que expresa angustias reprimidas y violentas. Estas obras se cuentan entre las primeras donde quiso equilibrar la penetración psicológica con la materialidad de la carne y del pigmento.

En la producción de Bacon a mediados de los años cincuenta se adivina una sensación de temor que impregna la brutalidad de la vida cotidiana. No es un mero resultado de las zozobras de la Guerra Fría; parece reflejar una conciencia de amenaza a nivel personal, fruto de su caótica relación con Peter Lacy, un hombre proclive a la borrachera violenta, y las presiones externas que engendraba la consideración de la homosexualidad como delito en el Reino Unido.

Bacon hizo pinturas relacionadas con la Crucifixión en momentos cruciales de su carrera, y ésa es la razón de que esas obras clave aparecieran reunidas en la exposición que estuvo recientemente en el Museo del Prado y en el Metropolitan Museum of Art. Él mismo era consciente de la paradoja de que un ateo elija un tema cargado de significado cristiano, pero afirmaba que para él, “como no creyente, era sólo un acto de comportamiento del hombre”. Aquí los instintos de brutalidad y miedo se combinan con una profunda fascinación por el ritual del sacrificio.

Esos seres monstruosos suplantan a los santos tradicionales, y más tarde Bacon los relacionó con las Euménides, las Furias vengadoras de la mitología griega. Al retomar el asunto en los años sesenta, especialmente en 1962 como colofón de su primera exposición en la Tate, utilizó referencias al Crucifijo de Cimabue (1272-1274) para introducir una visión más explícitamente violenta. Después de acabar el tercer tríptico en 1965 se limitaría a decir: “Efectivamente, somos carne comestible, somos canales en potencia”.

Distorsionar la apariencia
En la década de 1960 la mayor parte del trabajo de Bacon se volcó en retratos y pinturas de sus amigos íntimos. Esas obras giran en torno a dos preocupaciones básicas: la representación de la condición humana y el empeño de reinventar el retrato. Su sistema era distorsionar la apariencia para alcanzar una verdad del modelo más profunda, pero también se podría decir que cada uno de sus modelos encarna un determinado papel.

Esa cruda sexualidad sin precedentes refuerza la idea de Bacon del cuerpo humano como mera carne comestible. Bacon retrata a George Dyer, su amante y su modelo más frecuente, como un hombre frágil y patético. Un ejemplo obvio es su primera aparición en la pintura de Bacon, “Tres figuras en una habitación”, donde encarna los absurdos, las indignidades y el patetismo de la existencia humana.

Dyer se suicidó el 24 de octubre de 1971, dos días antes de la apertura de una magna exposición de Bacon en el Grand Palais de París. Movido por la pérdida y el sentimiento de culpa, el pintor hizo muchas obras en memoria de Dyer. Una de ellas es el Tríptico 1971 que, a juicio del profesor Jan Thompson, es “un comentario perturbador sobre la sexualidad humana, en gran medida sobre el deseo homosexual que, en palabras de Bacon, ‘recorre el camino que va de la lujuria al odio por uno mismo’” (Cómo leer la pintura moderna, Electa, 2006, p. 326).

En estas obras la aplicación densa y enérgica de la pintura se limita a las figuras; los vanos oscuros evocan conscientemente el abismo de la mortalidad, una preocupación recurrente en la última etapa del pintor.

Lucian Freud: excesos e imperfecciones
Lucian Freud, pintor inglés de origen alemán, es otra figura del arte contemporáneo conocida por su extraordinaria maestría en la representación de las figuras humanas, en obras precisas y realistas. Nieto de Sigmund Freud, nació en Berlín el 8 de diciembre de 1922 y emigró a Inglaterra con su familia en 1933. Entre 1938 y 1943 estudió arte en Londres y en Dedham. Alcanzó fama internacional durante la década de 1950 y desde ese año se han llevado a cabo numerosas exposiciones de su obra por todo el mundo.

Aunque en su primera etapa experimentó dentro del surrealismo y el neorromanticismo, encontró su estilo personal en obras de un realismo muy detallado como, por ejemplo, en el sombrío cuadro “Interior en Paddington” (1951). Entre sus últimas pinturas, caracterizadas por una pincelada más expresiva y un mayor contraste de color, destacan una serie de retratos de su madre de gran penetración psicológica. Freud es uno de las artistas más representativos de su generación, y ha desempeñado un papel vital en la continuación de la tradición figurativa en la pintura británica del siglo XX.

Carne: de eso está hecha básicamente la retrospectiva del pintor Lucian Freud organizada por la Tate Britain de Londres en 2001 y las obras que se exponen actualmente en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Cuerpos humanos desparramados, entregados sin vergüenza al ojo y al pincel de un artista que, lejos de temerle a las varices o los kilos de más, ama los excesos y las imperfecciones y es capaz de convertirlos en perturbadoras obras de arte.

Las obras de Freud están hechas de abismos y tensiones, de melancolia y desamparo, de ternura y comprensión. Tienen sabor a crudeza y decadencia y al mismo tiempo hay en ellas una humanidad desbordante y conmovedora. Él mismo lo dijo en alguna de las pocas entrevistas que ha concedido en sus seis décadas de carrera: “Todo es autobiográfico y todo es un retrato, incluso si se trata de una silla”.

Retratos sin pudor
En las obras de Lucian Freud no hay vanidad, pero sí una extraña belleza. Para algunos sus descarnadas figuras son una muestra de crueldad. Él se defiende a su manera: “Yo pinto a la gente no como es, sino como la veo”. Posar para él parece algo natural. Al hacerlo la gente se olvida del pudor y simple y llanamente pone a su disposición todo lo que tiene. Con ropa o sin ella, siempre ha pintado a quienes le son cercanos, sus padres, sus mujeres, sus hijos, sus amigos del Soho y el East End londinenses, otros artistas.

Es una opción con fundamento: “No uso modelos profesionales porque están tan acostumbrados a ser mirados que les ha crecido otra piel y cuando se quitan la ropa no quedan desnudos: su piel se ha convertido en otra forma de vestido”, dice. También se expone a sí mismo sin miramientos. Como Rembrandt, Freud se ha autorretratado con obsesión a lo largo de su vida. En 1993, cuando entraba en sus 70 pintó su propia desnudez encorvada, parada sobre unos zapatones roñosos, hecha de decadencia, dignidad y un poco de locura.

La serie de retratos de su madre, Lucie, como musa silenciosa, son especialmente interesantes. Tras la profunda depresión en la que ella cayó al morir su esposo, el arquitecto Ernst Freud, en abril de 1970, la convirtió en modelo. Aparece cubierta con vestidos bordados con sutileza, siempre en actitud silenciosa, casi siempre recostada, a punto de dormirse... O de morir. A fin de no perderla de vista, su hijo comenzó a pintarla, transformándola en su musa particular, la protagonista de unos trabajos llenos de comprensión, dolor, apoyo y vigilancia.

También son especialmente atractivos los desnudos del desafiante Leigh Bowery, un enorme australiano que durante los 90 se ganó el título del rey de la noche bohemia y borracha de la capital inglesa y que durante cinco años fue una especie de modelo crónico de Freud. O la “Gran Sue”, 45 años, y más de 140 kilos que trabaja en un centro de empleo temporal en Londres, y que ha posado para Freud varias veces, mostrándole toda su grandeza.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Benedicto XVI en la República Checa

La idea de que la búsqueda de la verdad hace posible un consenso sobre los valores comunes ha estado en el centro de las palabras de Benedicto XVI durante su visita a la República Checa. En un país con pocos creyentes, el Papa ha expuesto un mensaje de ideales anclados en la verdad y presentados de un modo positivo. Aceprensa (30 Septiembre 2009).

Brno. Cuándo llegó la noticia de que el Papa Benedicto XVI visitaría la República Checa, las reacciones más comunes, dependiendo de la importancia que la gente daba a la figura del Papa y, por supuesto, de la extensión de su fe, eran curiosidad y esperanza. Y fue la segunda reacción la que constituyó uno de los principales mensajes de su visita.

El Papa tuvo poco tiempo y muchas cosas a hacer. Pero encontró tiempo para todos. Desde el aeropuerto de Ruzyne fue a la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria. Aquí se reunió con las familias y los niños, junto a la milagrosa imagen del Niño Jesús de Praga, al que regaló una corona de oro. En ese trayecto a la barroca iglesia praguense fue escoltado por miles de personas. Entre los extranjeros destacaban sobre todo los omnipresentes polacos y eslovacos. Las pequeñas calles de la vieja ciudad estaban llenas de banderas, pañuelos, carteles e imágenes del Papa, la Virgen y el Niño Jesús de Praga. Enfrente del templo los alcaldes de todos los distritos de la capital saludaron al Papa y le entregaron las llaves de la ciudad.

Más interés del que se esperaba
Después del discurso dentro de la iglesia y un tiempo de oración, el Papa se encontró de nuevo con una gran muchedumbre, que le aguardaba impaciente fuera. Le demostraban de tal manera su cariño que Benedicto XVI, en vez de subir al ”papamóvil”, comenzó a saludar a la gente. Tras emprender la marcha, los simpatizantes y turistas le escoltaron durante todo el recorrido hasta el puente de la Legión. Cuando llegó a la Nunciatura, pocos minutos después, por fin pudo descansar un poco.

Así fueron todos los encuentros y todo su programa. Daba igual si tenía una cita con autoridades eclesiásticas, elite política, representantes intelectuales o jóvenes. En cada momento fue recibido con exquisito respeto y afecto. En el encuentro con los académicos en la Sala Vladislao del Castillo de Praga, el aplauso después de su discurso duró varios minutos. Los asistentes mostraban así su sintonía con las palabras del Papa, quién habló de la importancia de la verdad, la educación, y las tareas y obligaciones del mundo académico.

La verdad vence
Después de su visita al Niño de Praga, Benedicto XVI tuvo un breve encuentro privado con el presidente Klaus y su familia, y luego otro oficial con las autoridades políticas del país. Aquí habló sobre todo de la verdad, de su importancia y necesidad, que nunca será conseguida sólo con intereses particulares. Y es que la verdad posibilita el consenso y un diálogo lógico y claro, y facilita la unión a la cual no se puede llegar con medios oscuros.

El Papa comentó que la historia muestra que una verdad manipulada puede ser la base de ideologías peligrosas e injusticias. Tomó las palabras “Veritas vincit” de la bandera presidencial, con las que instó a luchar contra el relativismo y a tener fe en el espíritu del hombre y en su capacidad de buscar la verdad.

Invitación a la esperanza
El Papa celebró dos misas multitudinarias durante su visita. Una en el aeropuerto de Tuřany, cerca de Brno, y la otra en Stará Boleslav, una pequeña ciudad al norte de Praga, que tiene una importancia histórica porque allí fue asesinado San Wenceslao, el patrono de la República checa.

La multitud que acudió a la misa en Tuřany superó las expectativas. Muchos llegaron la noche anterior y durmieron en el sitio. Los primeros peregrinos empezaron a llegar a las cuatro de la mañana. Al comienzo de a misa, estaban presentes unas ciento cincuenta mil personas. Cuando llegó el avión del Papa, y Benedicto XVI apareció en las puertas, los aplausos, cantos y gritos no pararon. Pero todo esto acabó cuando el Papa subió al podio, después de dar una vuelta en “papamóvil” en medio del gentío, y el moderador anunció que el Papa pide que todos se concentren durante la misa y no griten, aplaudan ni ondeen sus banderitas. Todos se tranquilizaron. La misa duró dos horas y acabó con el Ángelus.

La segunda misa, la de Stará Boleslav, también superó las expectativas. Vinieron cincuenta mil personas y dado que el encuentro estaba destinado a los jóvenes, la edad media era bastante baja. Al igual que el día anterior, muchos estaban ya presentes desde la noche. Por la mañana hubo un programa consistente en canciones, teatro, discursos y proyecciones, sobre todo del Papa y su vida. Cuando apareció en el “papamóvil”, las reacciones fueron las mismas que en Tuřany, pero aún más intensas.

Las homilías en Tuřany y Stará Boleslav tuvieron el mismo lema, que fue la esperanza. El Papa habló de la necesidad que sienten las personas de contar con una sólida base en cual fundar su futuro. En la situación actual del mundo parece que la fe en Dios ha sido sustituida por la fe y la esperanza en la ciencia y progreso económico. Sin embargo, los medios técnicos son buenos pero ambiguos, y la única esperanza segura es Cristo.

La homilía en Stará Boleslav tenía la misma base, pero fue completada con una llamada a los jóvenes para no dejarse atrapar por una sociedad consumista, y para entregarse a Dios. El Papa instó a los jóvenes a no tener miedo a aceptar la voluntad de Dios, sobre todo si sienten la vocación sacerdotal o religiosa. El Papa invitó a la juventud a seguir a Cristo y no tener miedo de ir a contracorriente. Las palabras tuvieron un gran impacto. Hasta el punto de que los jóvenes, con todos los asistentes de la misa, empezaron a aplaudir.

Abiertos a la belleza
En su despedida el Papa expresó su agradecimiento, de un modo especial al presidente Klaus, quien le ha seguido en todos sus desplazamientos, y que recibió la felicitación papal el día de su santo. También agradeció el esfuerzo de los organizadores por hacer su visita agradable; mencionó expresamente al cardenal Miloslav Vlk, al arzobispo Jan Graubner y al obispo Vaclav Malý.
En el epílogo del viaje también aludió a una frase de Franz Kafka: “Quien conserva la capacidad de ver la belleza, nunca envejecerá”. Esto le sirvió para decir que, si nuestros ojos permanecen abiertos a la belleza de la creación de Dios y nuestras mentes a la belleza de su verdad, podemos esperar permanecer jóvenes y tratar de construir un mundo que refleje algo de la belleza divina y así inspirar a las generaciones futuras.

El Papa ha contagiado entusiasmo a los cristianos, y ha obtenido comentarios muy positivos en muchos medios de comunicación. Benedicto XVI se ganó el afecto no sólo con sus palabras, sino también con detalles que han impactado mucho. Casi siempre ha empezado y concluido sus discursos con palabras en checo. Ha demostrado un profundo conocimiento de la historia checa, la de la iglesia y la secular también. Pero sobre todo se ha hecho patente, como comentó el jefe de Estado, que el Papa entiende a la gente de la República checa. Que su visita no era una mera visita de cortesía o formal. Se ha presentado como un verdadero padre y pastor y eso resultó llamativo.
Un buen resumen ha sido el ofrecido por el presidente del país en su mensaje al despedirse de Benedicto XVI: “Su fe fuerte, su audacia para expresar opiniones que no son políticamente correctas y que no se aplauden, su firme compromiso con las ideas y principios básicos que sustentan nuestra civilización y el cristianismo en sí, es nuestro ejemplo y estímulo”.

martes, 20 de octubre de 2009

Autenticidad

Ramiro Pellitero nos habla de uno de esos valores que pocos se atreven a cuestionar:

Lo auténtico tiene que ver con lo verdadero, lo genuino, lo certificable. Se opone a lo auténtico lo que no es sino una copia, algo parecido pero no igual; quizá a efectos prácticos un sucedáneo, pero en el fondo algo falso, si no fraudulento. Aplicado a las personas, auténtico es quien se comporta según lo que es y debe ser.

Dejemos aparte el falso sentido de lo "auténtico" como meramente espontáneo. Según el diccionario, es auténtico el honrado, fiel a sus orígenes y convicciones; fiel, se entiende, en la vida de cada día; de modo que su vida tenga sentido –primero ante sí mismo–, dé frutos, sea útil. Alguien lo formuló así: "El precio de las palabras son los hechos". La autenticidad tiene que ver con la verdad y con el bien, que viene a ser la verdad en la acción. Y en cristiano, tiene que ver con el amor. ¿Cuáles pueden ser las causas de la falta de autenticidad en el amor? Si tomamos como "mapa" una visión del hombre compatible con la fe cristiana, diríamos que la autenticidad, sobre todo en el amor, requiere de la reflexión, de la experiencia y de la comunión con los demás.

"Inauténtico" se puede ser por una insuficiente reflexión, por un déficit de racionalidad. Para ser auténtico es necesario que uno sea libre interiormente, y a continuación consecuente consigo mismo. Si se participa de la idea cristiana del amor, entonces la autenticidad consiste en vivir el amor sin confundirlo con sucedáneos o falsificaciones (la codicia, la posesión o el poder). No es cristiano pensar que cada uno debe creer en lo que le parezca, y dejarlo estar en su "autenticidad". Si realmente pensamos que tenemos lo mejor (la fe en Cristo, la familia de Dios en la Iglesia), lo lógico será darlo a los demás a manos llenas, para que disfruten de nuestra alegría. El amor cristiano supone entrega a Dios y a los otros, en lo concreto de cada día, olvidándose de uno mismo; en lo que gusta y en lo que gusta menos, y por tanto implica sacrificio. "Un hombre que sea privado de toda fatiga y trasportado a la tierra prometida de sus sueños –decía Joseph Ratzinger en 1971– pierde su autenticidad y su mismidad".

Hay que resaltar que el amor tiene que "salir del pensamiento": de la idea ilusoria de que uno es bueno porque no mata, ni roba ni violenta a nadie; o del espejismo de que se es suficientemente bueno porque se realiza un cierto número de tareas a favor de los parientes, amigos y conocidos (que nos pueden pagar con la misma moneda). La autenticidad del amor pide llegar a todos –comenzando lógicamente por los que están más cerca–; no excluir a nadie, ni siquiera a los enemigos. Se dice que el mayor desamor es la indiferencia. "No pases indiferente ante el dolor ajeno. Esa persona, un pariente, un amigo, un colega..., ése que no conoces es tu hermano" (Surco, 251). La autenticidad cristiana es realmente exigente. No basta "estar seguro" o "convencido" de que el amor es importante, sino que hay que servir realmente a los demás, y preferentemente a los más pobres y desfavorecidos. Lo demás no es coherencia, no es autenticidad. Al menos no es la autenticidad del Evangelio, porque esa, y no otra, es la "lógica" cristiana: dar gratis y dar primero, dar sin esperar recompensa ni agradecimientos. "Dar hasta que duela", según Teresa de Calculta.

"Inauténtico" se puede ser también por falta de experiencia, tanto en el sentido de tener experiencia como el de "hacer experiencia" de algo. A quien no ha encontrado amor (en sus padres, educadores, etc.) o quien no ha amado nunca de verdad, no se le puede pedir autenticidad en el amor, hasta que encuentre la oportunidad que a nadie falta en la vida. Si no se ha experimentado el amor como entrega, no cabe autenticidad: cabría decir en la línea de Lope, "quién lo probó, lo sabe". El amor, y menos el amor cristiano, no se reduce a racionalidad. "El amor –dice una antigua canción italiana– no se explica: cuando se ama, se explica por sí mismo".

"Inauténtico" se puede ser, en fin, si se rehúye a los demás. Si uno no se interesa por lo que les pasa, por sus costumbres y tradiciones, por lo que les alegra o les apena, por lo que necesitan. Porque, en esa medida, uno va dejando de ser humano.
Dicho brevemente, se es auténtico si se vive aquello que se proclama. Y para ello, lo primero es pensar adecuadamente (lo que requiere un tiempo de reflexión y aprendizaje). Y lo segundo, procurar vivir en coherencia con lo que se piensa, sin darlo por supuesto. Bien se dice que cuando uno no vive como piensa –con autenticidad–, acaba pensando como vive; es decir, adecuando su pensamiento (de modo inconsciente) a su vida real pero irreflexiva. Y entonces se engaña miserablemente a sí mismo y hace sufrir inútilmente a los demás.

En concreto, si un cristiano no se preocupara por formar su criterio en los temas importantes (lo que implica el estudio de los "contenidos" de la fe, que no es un puro asentimiento), le pasaría lo mismo que a un padre o madre de familia, o un profesional que no procurase estar al día: mantener su identidad con una "fidelidad dinámica" a sus planteamientos y tareas. En cuanto a la experiencia de la vida cristiana, no cabe autenticidad cristiana sin una experiencia frecuente de oración –diálogo con Dios– y unión con Él por medio de los sacramentos. Y por lo que respecta a los demás, alguien que no se preocupa con hechos por los otros, por su situación material y espiritual –sobre todo por los más pobres y necesitados–, no puede considerarse auténtico como persona, menos como cristiano. Resumiendo, la autenticidad cristiana pasa por los Mandamientos, que se encierran en dos y casi en uno: amor a Dios y al prójimo. En octubre de 2006, en su visita pastoral a Verona, dijo Benedicto XVI ante la asamblea de la Iglesia en Italia: "La autenticidad de nuestra adhesión a Cristo se certifica especialmente con el amor y la solicitud concreta por los más débiles y pobres, por los que se encuentran en mayor peligro y en dificultades más graves".

miércoles, 7 de octubre de 2009

El valor de la fidelidad

Entrevista al Dr. D. Alfonso López Quintás publicada originariamente en ElPeriódicoDeMexico.com donde clarifica la idea de fidelidad matrimonial, la deslealtad y las crisis que sufren actualmente las instituciones a las que se debería tener fidelidad.

D. Alfonso López Quintás, catedrático emérito de filosofía en la Universidad Complutense (Madrid) y miembro de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas, ha resaltado en varias de sus obras el carácter creativo de la fidelidad. Queremos rogarle que clarifique un poco la idea de fidelidad, que juega un papel decisivo en nuestra vida de interrelación.

¿Es la fidelidad actualmente un valor en crisis? ¿A qué se debe el declive actual de la actitud fiel?
A juzgar por el número de separaciones matrimoniales que se producen, la fidelidad conyugal es un valor que se halla actualmente cuestionado. Entre las múltiples causas de tal fenómeno, deben subrayarse diversos malentendidos y confusiones:

Se confunde, a menudo, la fidelidad y el aguante. Aguantar significa resistir el peso de una carga, y es condición propia de muros y columnas. La fidelidad supone algo mucho más elevado: crear en cada momento de la vida lo que uno, un día, prometió crear. Para cumplir la promesa de crear un hogar con una persona, se requiere soberanía de espíritu, capacidad de ser fiel a lo prometido aunque cambien las circunstancias y los sentimientos que uno pueda tener en una situación determinada. Para una persona fiel, lo importante no es cambiar, sino realizar en la vida el ideal de la unidad en virtud del cual decidió casarse con una persona. Pero hoy se glorifica el cambio, término que adquirió últimamente condición de talismán: parece albergar tal riqueza que nadie osa ponerlo en tela de juicio. Frente a esta glorificación del cambio, debemos grabar a fuego en la mente que la fidelidad es una actitud creativa y presenta, por ello, una alta excelencia.

Si uno adopta una actitud hedonista y vive para acumular sensaciones placenteras, debe cambiar incesantemente para mantener cierto nivel de excitación, ya que la sensibilidad se embota gradualmente. Esta actitud lleva a confundir el amor personal –que pide de por sí estabilidad y firmeza– con la mera pasión, que presenta una condición efímera.

De ahí el temor a comprometerse de por vida, pues tal compromiso impide el cambio. Se olvida que, al hablar de un matrimonio indisoluble, se alude ante todo a la calidad de la unión. El matrimonio que es auténtico perdura por su interna calidad y valor. La fidelidad es nutrida por el amor a lo valioso, a la riqueza interna de la unidad conyugal. Obligarse a dicho valor significa renunciar en parte a la libertad de maniobra –libertad de decisión arbitraria– a fin de promover la auténtica libertad humana, que es la libertad para ser creativo. La psicóloga norteamericana Maggie Gallagher indica, en su libro Enemies of Eros, que millones de jóvenes compatriotas rehuyen casarse por pensar que no hay garantía alguna de que el amor perdure. Dentro de los reducidos límites de seguridad que admite la vida humana, podemos decir que el amor tiene altas probabilidades de perdurar si presenta la debida calidad. El buen paño perdura. El amor que no se reduce a mera pasión o mera apetencia, antes implica la fundación constante de un auténtico estado de encuentro, supera, en buena medida, los riesgos de ruptura provocados por los vaivenes del sentimiento.

Si la fidelidad se halla por encima del afán hedonista de acumular gratificaciones, ¿qué secreto impulso nos lleva a ser fieles?
La fidelidad, bien entendida, brota del amor a lo valioso, lo que se hace valer por su interna riqueza y se nos aparece como fiable, como algo en lo que tenemos fe y a lo que nos podemos confiar. Recordemos que las palabras fiable, fe, confiar en alguien, confiarse a alguien... están emparentadas entre sí, por derivarse de una misma raíz latina: fid. El que descubre el elevado valor del amor conyugal, visto en toda su riqueza, cobra confianza en él, adivina que puede apostar fuerte por él, poner la vida a esa carta y prometer a otra persona crear una vida de hogar. Prometer llevar a cabo este tipo de actividad es una acción tan excelsa que parece en principio insensata. Prometo hoy para cumplir en días y años sucesivos, incluso cuando mis sentimientos sean distintos de los que hoy me inspiran tal promesa. Prometer crear un hogar en todas las circunstancias, favorables o adversas, implica elevación de espíritu, capacidad de asumir las riendas de la propia vida y estar dispuestos a regirla no por sentimientos cambiantes sino por el valor de la unidad, que consideramos supremo en nuestra vida y ejerce para nosotros la función de ideal.

Según lo dicho, no parece tener sentido confundir la fidelidad con la intransigencia...
Ciertamente. El que es fiel a una promesa no debe ser considerado como terco, sino como tenaz, es decir, perseverante en la vinculación a lo valioso, lo que nos ofrece posibilidades para vivir plenamente, creando relaciones relevantes. Ser fiel no significa sólo mantener una relación a lo largo del tiempo, pues no es únicamente cuestión de tiempo sino de calidad. Lo decisivo en la fidelidad no es conseguir que un amor se alargue indefinidamente, sino que sea auténtico merced a su valor interno.

Por eso la actitud de fidelidad se nutre de la admiración ante lo valioso. El que malentiende el amor conyugal, que es generoso y oblativo, y lo confunde con una atracción interesada no recibe la fuerza que nos otorga lo valioso y no es capaz de mantenerse por encima de las oscilaciones y avatares del sentimiento. Será esclavo de los apetitos que lo acucian en cada momento. No tendrá la libertad interior necesaria para ser auténticamente fiel, es decir, creativo, capaz de cumplir la promesa de crear en todo instante una relación estable de encuentro.

Así entendida, la fidelidad nos otorga identidad personal, energía interior, autoestima, dignidad, honorabilidad, armonía y, por tanto, belleza. Recordemos la indefinible belleza de la historia bíblica de Ruth, la moabita, que dice estas bellísimas palabras a Noemí, la madre de su marido difunto: “No insistas en que te deje y me vuelva. A dónde tú vayas, iré yo; donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo es el mío, tu Dios es mi Dios; donde tú mueras, allí moriré y allí me enterrarán. Sólo la muerte podrá separarnos, y, si no, que el Señor me castigue”.

En Iberoamérica y en España parece concederse todavía bastante importancia a la fidelidad conyugal. ¿Cómo se conjuga esto con la crisis del valor de la fidelidad?

En estos países todavía se conserva en alguna medida la concepción del matrimonio como un tipo de unidad valiosa que debe crearse incesantemente entre los cónyuges. De ahí el sentimiento de frustración que produce la deslealtad de uno de ellos. Esto no impide que muchas personas se dejen arrastrar por el prestigio del término cambio, utilizado profusamente de forma manipuladora en el momento actual.

¿Puede decirse que lo que está en crisis actualmente son las instituciones a las que se debiera tener fidelidad?
Exige menos esfuerzo entender el matrimonio como una forma de unión que podemos disolver en un momento determinado que como un modo de unidad que merece un respeto incondicional por parte de los mismos que han contribuido a crearla. Este tipo de realidades pertenecen a un nivel de realidad muy superior al de los objetos. Hoy día vivimos en una sociedad utilitarista, afanosa de dominar y poseer, y tendemos a pensar que podemos disponer arbitrariamente de todos los seres que tratamos, como si fueran meros objetos. Esta actitud nos impide dar a los distintos aspectos de nuestra vida el valor que les corresponde. Nos hallamos ante un proceso de empobrecimiento alarmante de nuestra existencia.

Por eso urge realizar una labor de análisis serio de los modos de realidad que, debido a su alto rango, no deben ser objeto de posesión y dominio sino de participación, que es una actividad creadora. Participar en el reparto de una tarta podemos hacerlo con una actitud pasiva. Estamos en el nivel 1 de conducta. Participar en la interpretación de una obra musical compromete nuestra capacidad creativa. Este compromiso activo se da en el nivel 2. Para ser fieles a una persona o a una institución, debemos participar activamente en su vida, crear con ella una relación fecunda de encuentro –nivel 2–. Esta participación nos permite descubrir su riqueza interior y comprender, así, que nuestra vida se enriquece cuando nos encontramos con tales realidades y se empobrece cuando queremos dominarlas y servirnos de ellas, rebajándolas a condición de medios para un fin.

Al analizar la cuestión de la fidelidad, volvemos a advertir que la corrupción de la sociedad suele comenzar por la corrupción de la mente...

Sin duda. Es muy conveniente leer la Historia entre líneas y descubrir que el deseo de dominar a los pueblos suele llevar a no pocos dirigentes sociales a adueñarse de las mentes a través de los recursos tácticos de la manipulación. Si queremos ser libres y vivir con la debida dignidad, debemos clarificar a fondo los conceptos, aprender a pensar con rigor, conocer de cerca los valores y descubrir cuál de ellos ocupa el lugar supremo y constituye el ideal auténtico de nuestra vida.

martes, 22 de septiembre de 2009

Desarrollo imposible sin ética

Encontramos en la web AGEA.net este interesante comentario a la última Encíclica del Papa:

La tercera encíclica de Benedicto XVI, ‘Caritas in veritate’, propone la virtud de la caridad como eje del futuro desarrollo económico en plena recesión mundial. Todas las encíclicas del Papa levantan expectación, pero esta lo ha hecho de forma especial. Se ha señalado el origen moral de la crisis económica que azota al mundo desarrollado —porque los pobres siempre están en crisis—, y muchos esperaban de Benedicto XVI el ejercicio de su magisterio clarificador. Lo que ha fallado no es tanto el mercado en sí mismo sino las "referencias egoístas" que lo han regido durante demasiado tiempo. "La globalización no es ni buena ni mala, será lo que la gente haga de ella". Considera erróneo, afrontar el problema del desarrollo imponiendo a la población políticas de control de la natalidad.


El Papa ha respondido con el documento Caritas in veritate, una encíclica (la tercera desde que ocupa la Silla de Pedro) dividida en seis partes, que ostenta un marcado carácter social. Algunos medios se han apresurado a tildar al Pontífice de socialista, o poco menos. Ya se sabe que los medios elogian o atacan al Papa en función de la coincidencia de sus manifestaciones con la línea editorial que defienda la empresa mediática en cuestión. Pero el Papa siempre defiende los mismos valores, y su mensaje no es susceptible de adaptaciones a los tiempos porque el tiempo de la Iglesia se mide en la eternidad.

La encíclica la presentó el cardenal Renato Martino en el Aula Pablo VI de El Vaticano, un día antes del comienzo de la reunión del G-8 en Italia. De hecho, Benedicto XVI ha enviado el texto a la cumbre, un acto muy pertinente habida cuenta de que en él aboga por un nuevo orden financiero que busque el bien común, y afirma la necesidad de ética que tiene la economía, pues el mercado “no es el lugar de atropello del fuerte sobre el débil”. La Librería Editorial Vaticana ha tirado medio millón de ejemplares en italiano y prepara ya una segunda edición.

Déficit ético

En Caritas in veritate, el Pontífice asegura que la crisis muestra que los tradicionales principios de la ética social, como son la transparencia, la honestidad y la responsabilidad “no pueden ser descuidados”. “La crisis nace de un déficit de ética en las estructuras económicas”, insiste. El Obispo de Roma señala que la economía no elimina el papel de los Estados y tiene necesidad de “leyes justas”, y denuncia la mentalidad de la economía globalizada de lograr beneficios a cualquier precio. Lamenta que esa codicia haya conducido a la peor crisis económica desde la Gran Depresión, por lo que exige “nuevas normas” y controles. Benedicto XVI ha trabajado durante dos años en el documento, y su publicación mundial un día antes del G-8 reviste una clara intencionalidad de coordinar esfuerzos frente a la crisis, aportando directrices útiles desde la autoridad moral e intelectual que asiste al vicario de Cristo.

“El desarrollo es imposible sin hombre rectos, sin operadores económicos y hombre políticos que sientan profundamente en sus consciencias la llamada del bien común”, afirma Benedicto XVI. Su llamamiento a una regeneración de las actitudes empresariales y políticas ha sido muy comentada. Pero sobre todo, el Papa incide en la reforma espiritual del hombre como causa necesaria de la mejoría del mundo: “Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social”.

El nuevo documento del Papa Ratzinger retoma los temas sociales contenidos en las encíclicas Populorum progressio, de 1967, escrita por Pablo VI, y Sollicitudo rei socialis, sobre la misma temática, escrita por Juan Pablo II en 1988.

El Papa critica duramente el “capitalismo salvaje”

El Pontífice propone proyectar una nueva economía de mercado basada en los principios de "solidaridad" y "confianza recíproca" al tiempo que acusa de la crisis y de las crecientes desigualdades entre ricos y pobres a una "cierta ideología" egoísta que ha predominado hasta ahora.

En esta su tercera encíclica el Papa aborda temas económicos y sociales. Las dos encíclicas anteriores se centraron en cuestiones teológicas, tales como la caridad ('Dios es Amor') y la esperanza cristiana ('Salvados en la esperanza'). En la carta, dirigida a los obispos y fieles católicos del mundo, pide una "urgente" reforma de la ONU y de la arquitectura económica y financiera internacional. Aborda los temas del desarrollo y de las desigualdades sociales en el marco de la actual crisis económica internacional, al tiempo que propone soluciones, basadas, sobre todo, en un cambio de mentalidad para afrontar el futuro y lograr un mundo más justo.

El Papa señala que los desequilibrios y la falta de justicia social que se dan hoy en día son el producto de la falta de ética y la instauración de una mentalidad egoísta que, durante años, ha incitado a las personas a buscar el propio provecho y autonomía.

"La exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a 'injerencias' de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva", asegura el Pontífice. Además, con el pasar del tiempo, "estas posturas han desembocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona" y, precisamente por eso, "no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían", concreta.


El mercado en sí mismo no tiene la culpa
Aún con todo, el Papa remarca que, en realidad, el mercado es sólo un instrumento y que, si bien "puede orientarse en sentido negativo" esto no es por culpa de "su propia naturaleza" sino de una "cierta ideología que lo guía en este sentido". "No se debe olvidar que el mercado no existe en su estado puro" sino que "se adapta a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan". Por lo tanto, lo que ha fallado no es tanto el mercado en sí mismo sino las "referencias egoístas" que lo han regido durante demasiado tiempo.

De hecho, según el Pontífice, la gratuidad está en la vida de las personas de muchas maneras, "aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad", lamenta.

No obstante, "sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave", remarca.

Con todo, anima a la comunidad internacional a afrontar la situación con "confianza y esperanza", ya que, en cierto sentido, la crisis se convierte en una oportunidad para llevar a cabo la "renovación cultural" y el "redescubrimiento de valores de fondo" que necesita el mundo de hoy. Por lo tanto, conviene afrontar todas estas dificultades "de manera confiada más que resignada", puntualiza.

La globalización no es ni buena ni mala
A lo largo del texto, el Papa también habla de la globalización, que "a priori" no es " ni buena ni mala" sino que "será lo que la gente haga de ella", afirma. En este sentido, "oponerse ciegamente" a este fenómeno "sería una actitud errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar un proceso que tiene también aspectos positivos".

Además se correría el riesgo de "perder una gran ocasión para aprovechar las múltiples oportunidades de desarrollo que ofrece", si bien es verdad que, "si se gestiona mal", el resultado puede ser el contrario, es decir que, en lugar de una redistribución de la riqueza "comporte una redistribución de la pobreza", advierte.

Por otro lado, considera erróneo, afrontar el problema del desarrollo imponiendo a la población políticas de control de la natalidad con las que, en algunos países, incluso, se obliga a las mujeres a abortar.

Por último, defiende el principio de subsidiariedad como el "antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista" entre países ricos y pobres, al tiempo que lanza un llamamiento contra la corrupción que a veces sufren las ayudas internacionales.


Texto completo de la Encíclica