martes, 21 de julio de 2009

El amor no es suficiente

Los defensores del matrimonio homosexual creen que lo único que los niños necesitan de verdad es amor. Basándose en dicha suposición, concluyen que para los niños es tan bueno ser criados por unos amorosos padres del mismo sexo que por otros progenitores de sexos distintos. Pero esa premisa básica –y cuanto se deriva de ella– es falsa, porque el amor no basta. Trayce L. Hansen es psicóloga, con práctica clínica y forense en California. Este artículo ha sido traducido de MercatorNet (2-06-2009) por Aceprensa.


En igualdad de condiciones en todos los demás aspectos, los hijos obtienen los máximos beneficios cuando los cría un matrimonio compuesto de padre y madre. Dentro de este entorno, los niños tienen las máximas posibilidades de vivir las experiencias emotivas y psicológicas que necesitan para desarrollarse.
Hombre y mujer hacen aportaciones diversas a la crianza de los hijos, cada uno de una forma singular e irrepetible por parte del otro. Dicho lisa y llanamente, las madres y los padres no son intercambiables. Dos mujeres pueden, cada una de ellas, ser buenas madres, pero ninguna puede ser un buen padre.

Dos formas de amor
Hay cinco razones por las que ser criados por un padre y una madre redunda en el mejor interés de los hijos.

La primera es que el amor materno y el amor paterno, aunque igualmente importantes, son cualitativamente distintos y dan lugar a relaciones paternofiliales diferentes. Específicamente, la combinación del amor de madre, que muestra una devoción incondicional, y el amor de padre, que pone condiciones, es lo que resulta esencial para el desarrollo de un hijo. Cualquiera de estas formas de amor puede ser problemática sin la otra. Porque lo que un hijo necesita es el equilibrio complementario que ambos tipos de amor y de relación proporcionan.

Sólo los padres heterosexuales ofrecen a sus hijos la oportunidad de establecer relaciones con un progenitor del mismo sexo y del contrario. Las relaciones con ambos sexos en una etapa temprana de la vida hacen que resulte más fácil para un hijo relacionarse con ambos sexos más adelante. Para una chica, esto significa que entenderá mejor e interactuará adecuadamente con el mundo masculino, y que se sentirá más cómoda en el mundo de las mujeres. Y para un muchacho, lo opuesto será verdad. Tener una relación con “el otro” (un progenitor del otro sexo) también incrementa la probabilidad de que un hijo sea más empático y menos narcisista.

Lo que enseña un padre
En segundo lugar, los niños progresan a través de etapas de desarrollo predecibles y necesarias. Algunas etapas exigen más de una madre mientras que otras requieren más de un padre. Por ejemplo, durante la primera infancia, los niños de ambos sexos suelen estar mejor bajo el cuidado de su madre. Las madres tienen mejor sintonía con las delicadas necesidades de sus hijos más pequeños y, en consecuencia, responden de forma más adecuada. Sin embargo, en algún momento, si un muchacho ha de convertirse en un hombre como debe ser, tiene que despegarse de su madre y, en vez de ello, identificarse con su padre. Un chico sin padre carece de un hombre con el que identificarse y es más probable que tropiece con problemas a la hora de forjar una sana identidad masculina.

Un padre enseña a un chico cómo canalizar debidamente sus impulsos agresivos y sexuales. Una madre no puede mostrar a su hijo la forma de controlar sus impulsos porque ella no es un hombre y no tiene impulsos del mismo tipo. Un padre también inspira en un muchacho una forma de respeto que una madre no puede infundir: un respeto con el que es más probable tener a raya a un chico. Y ésas son las dos razones primordiales por las que los chicos sin padre tienen mayores probabilidades de caer en la delincuencia y acabar en la cárcel.

La necesidad de un padre también forma parte de la psique de las chicas. Hay ocasiones en la vida de una muchacha en las que sólo vale un padre. Por ejemplo, un padre ofrece a una hija un lugar seguro y sin contenido sexual en el que experimentar su primera relación hombre-mujer y afianzar su feminidad. Cuando a una chica le falta un padre que desempeñe ese papel, tiene más posibilidades de llegar a ser promiscua, en un intento equivocado de satisfacer su ansia innata de atención y aprobación masculinas.

En general, los padres desempeñan un papel de contención en las vidas de sus hijos. Refrenan en los hijos una conducta antisocial y evitan que el comportamiento de sus hijas tenga un excesivo tono sexual. Cuando falta un padre que cumpla esta función, con frecuencia se derivan nefastas consecuencias tanto para los hijos sin padre como para la sociedad.

Controlar las propias inclinaciones
El tercer motivo es que chicos y chicas necesitan un progenitor del sexo opuesto que les ayude a moderar sus propias inclinaciones vinculadas a su género. Por ejemplo, los muchachos se inclinan en general por la razón más que por la emoción; prefieren las normas antes que las relaciones; correr riesgos en vez de ser cautos, y optan por las normas por encima de la compasión, mientras que, por regla igualmente general, las muchachas se inclinan por lo contrario.

Un progenitor del sexo opuesto ayuda a su hijo o hija, según sea el caso, a controlar sus propias inclinaciones naturales enseñándole, con la palabra y de modo no verbal, el valor de las tendencias contrarias. Esa enseñanza no sólo facilita la moderación, sino que también amplía el mundo de cada hijo, ayudándole a ver más allá de su propio y limitado punto de vista.

Confusión sexual
En cuarto lugar, el matrimonio entre personas del mismo sexo incrementará la confusión sexual y la experimentación sexual de los jóvenes. El mensaje implícito y explícito del matrimonio homosexual es que todas las opciones son igualmente aceptables y deseables. Por tanto, incluso los hijos provenientes de hogares tradicionales, si caen bajo la influencia del mensaje de que todas las opciones sexuales son iguales, crecerán pensando que no importa con quién se relacione uno sexualmente o se case.

Sostener semejante creencia llevará a algunos jóvenes impresionables a considerar planes sexuales y maritales que nunca antes se habrían planteado. Y los hijos de familias homosexuales, que tienen más probabilidad de incurrir en experimentos sexuales, lo harán incluso en mayor medida, porque no sólo sus padres han establecido como modelo de conducta la sexualidad no tradicional, sino que también esta habría recibido la aprobación social.

No hay duda de que la sexualidad humana es maleable. Pensemos en la Grecia o la Roma antiguas, en las que la homosexualidad masculina y la bisexualidad estaban presentes en la sociedad. Ello no sucedía porque la mayoría de aquellos hombres hubieran nacido con un “gen homosexual”; se debía, más bien, a que la homosexualidad era aprobada en tales sociedades. Aquello que una sociedad admite se multiplica dentro de ella.

Otros tipos de matrimonio
Y quinto, si la sociedad permite el matrimonio homosexual, también tendrá que permitir otros tipos de matrimonio. La lógica jurídica es sencilla: si prohibir el matrimonio homosexual es discriminatorio, entonces, rechazar el matrimonio polígamo, el matrimonio “abierto” cuyos cónyuges mantienen varias relaciones al mismo tiempo, o cualquier otra agrupación marital será igualmente considerado discriminatorio.
Las repercusiones emotivas y psicológicas que semejante colección de situaciones tengan sobre las psiques y la sexualidad en desarrollo de los niños serían desastrosas. ¿Y qué les sucede a los hijos de estos matrimonios alternativos si la unión se disuelve y, a continuación, cada progenitor “vuelve a casarse”? Estos hijos podrían acabar teniendo cuatro padres, o dos padres y cuatro madres, o… pongan ustedes lo que gusten en el espacio en blanco.

Por supuesto que las parejas homosexuales pueden dar amor como las parejas heterosexuales, pero los hijos necesitan más que amor. Necesitan las cualidades distintivas y las naturalezas complementarias de un progenitor masculino y otro femenino.

La sabiduría acumulada a lo largo de más de 5.000 años ha llegado a la conclusión de que la configuración marital y parental ideal es la que forman un hombre y una mujer. Despreciar con arrogancia semejante acervo de sensatez, y utilizar a los hijos como conejillos de indias de un experimento radical, resulta arriesgado, en el mejor de los casos, y catastrófico en el peor.

El matrimonio homosexual no redunda en el mejor interés de los hijos. Y aunque podamos comprender el estado de ánimo de los homosexuales que desean casarse y tener hijos, no podemos permitir que nuestra compasión hacia ellos anule nuestra compasión hacia los niños. En la contienda entre los deseos de algunos homosexuales y las necesidades de todos los niños, no podemos permitir que los niños salgan perdiendo.

sábado, 18 de julio de 2009

El sacerdocio, un don para servir

La carta de Benedicto XVI para el Año sacerdotal se ofrece directamente a los sacerdotes; indirectamente, a toda la comunidad cristiana, para que apoye la renovación interior que la Iglesia y el mundo necesitan actualmente de los sacerdotes. El autor ha comenzado a explicarla y desarrollarla, como suele hacer con sus textos más importantes. Así lo hizo en las dos audiencias generales del 24 de junio y del 1 de julio. El sacerdocio se presenta como un “don” inmenso que pide humildad, caridad universal y servicio infatigable y generoso. A la vez, es también una “herida”, de una parte por los sufrimientos de muchos sacerdotes, de otra parte en cuanto que la Iglesia sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros, infidelidad que no debe dejar en la sombra “el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios”. La carta expone la identidad del sacerdote y su misión; también su espiritualidad y la colaboración con los fieles laicos.

¿Cuál es la identidad del sacerdote? El sacerdote, por su ordenación, es instrumento y representante de Cristo, y, como tal, responsable y servidor del pueblo cristiano. “El sacerdote -resumía el Santo cura de Ars- no es sacerdote para sí mismo sino para vosotros”. El 24 de junio el Papa explicó que no deben oponerse dos modos de comprender al sacerdote: de un lado sólo desde su función de “servicio”, particularmente en el anuncio de la fe y la predicación de la Palabra; de otro lado, sólo desde su configuración sacramental con Cristo, subrayando en este caso el sacrificio de la Cruz y la Eucaristía. Y no deben oponerse porque “el anuncio comporta siempre también el sacrificio de sí, condición para que el anuncio sea auténtico y eficaz”. Cabría también decir: ser sacerdote se opone tanto a una visión meramente “espiritualista” o “individualista” donde sólo importara su relación con Cristo, como a una visión meramente “funcionalista”, que sólo se fijara en su papel respecto a la comunidad. Con palabras del Papa: “Precisamente porque pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los hombres: es ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación…”.

De ahí se deduce lo que suele llamarse la espiritualidad del sacerdote, es decir: su modo propio de buscar la santidad, de lo que también depende –en cuanto a sus frutos– su propia misión. Lo importante es la comparación con Cristo: así como en Jesús su Persona y su Misión van inseparablemente unidas –toda su obra salvífica es expresión de su relación filial y amorosa con Dios Padre¬–, el sacerdote debe aspirar a identificarse con el don que ha recibido, ejercer su ministerio en unión con Cristo. Aquí está por tanto el fundamento de la vida espiritual del sacerdote, como tarea que él mismo debe imponerse, para lo que podríamos llamar –no es terminología de la carta– su servicio “cristocéntrico”. El sacerdocio es un don para servir como Cristo, por Él, con Él y en Él.

Por eso el sacerdote debe buscar ante todo su propia comunión con Cristo y la de los demás fieles, porque de ahí –señalaba Benedicto XVI el 1 de julio– “brotan todos los demás elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el empeño de anunciar y dar testimonio del Evangelio, el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños”. E insistía en la superación de falsas dicotomías entre anuncio misionero y culto, identidad ontológica y misión evangelizadora. En último término, la misión del sacerdote se dirige a que toda la humanidad se convierta en culto a Dios y en caridad hacia el prójimo. Y aludía a unas palabras de San Juan Crisóstomo que relacionan el sacramento del altar y el “sacramento del hermano” necesitado o del pobre, como dos aspectos del mismo misterio.

En suma, la identidad del sacerdote le viene por la gracia de su ordenación y se acrecienta con su esfuerzo por unirse cada día a Cristo. En la ordenación, queda “consagrado” para su misión de hacer presente a Cristo. “Precisamente siendo todo del Señor, es todo de los hombres, para los hombres”. Para hacerse consciente de ese vínculo entre consagración y misión, su primera tarea cada día debe ser la oración, que es también el alma de la auténtica “pastoral vocacional”, junto con la dirección espiritual y la confesión. Y así es, porque conceder la primacía a la gracia divina es el antídoto contra las incertidumbres, los cansancios y las visiones temporalistas del sacerdocio.

En la carta, el ejercicio del ministerio sacerdotal se explica según los tres “oficios” de Cristo: ministerio litúrgico o de los sacramentos, ministerio de la Palabra, y ministerio de servicio a la comunidad. En el centro del primero se sitúa la Eucaristía (la Misa). Ahí el sacerdote ofrece su propia vida como sacrificio en unión con la de Cristo, al mismo tiempo que asume las ofrendas –que representan la vida entera– de los fieles. En función de la Eucaristía está el sacramento de la Penitencia, donde el sacerdote representa a Cristo y a la Iglesia, como pastor que sabe atender personalmente a quien recurre a él: le anima y le consuela, le advierte o le fortalece, le hace participar del amor misericordioso de Dios, que perdona. Para desempeñar tan alto ministerio en los sacramentos, el sacerdote mismo debe configurar su vida en torno a la oración y al sacrificio (penitencia personal). En cuanto al ministerio de la Palabra (la predicación), este ministerio –subraya Benedicto XVI– pide del sacerdote el conocimiento de la Escritura, su meditación para hacerla vida propia. Finalmente, el servicio que presta a la comunidad cristiana, exige también determinadas virtudes, como la humildad, la caridad, la generosidad –ya señaladas–, la pobreza, la castidad y la obediencia al Obispo; todas ellas en el modo que conviene a la condición de presbítero.

Por lo que se refiere a la relación con los fieles laicos, se habla de “colaboración” con ellos en el “único pueblo sacerdotal” (la Iglesia). En efecto, el sacerdote no es ni el “jefe” de la comunidad de los fieles, ni simplemente un ayudante para las cosas del espíritu, ni un gestor social. Es una relación, la del sacerdote con los fieles, presidida por la caridad. El sacerdote ha de presentarse ante los fieles con un punto de “gravedad” afable. El pueblo cristiano consciente ha sabido siempre tratar al sacerdote con respeto y cariño, porque, sea quien sea, ve en él a Cristo. Sacerdotes y laicos trabajan en colaboración orgánica, forman una unidad fraterna y corresponsable. Estos mismos principios rigen la relación del sacerdote con los movimientos eclesiales, surgidos de los múltiples dones y carismas que pueden recibir tanto los fieles como los ministros ordenados. Además, como el sacerdocio no es una realidad individual sino que se ejerce en comunión, surge la conveniencia de “formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva”. Aquí cabe pensar, por ejemplo, en las asociaciones sacerdotales que refuerzan la unidad con el Obispo, la fraternidad y la formación permanente de los sacerdotes.

Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra

jueves, 9 de julio de 2009

Benedicto XVI presenta la encíclica “Caritas in veritate”

Ofrecemos, gracias a Zenit, la intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del miércoles 8 de julio de 2009, celebrada en el Aula Pablo VI, con peregrinos procedentes de todo el mundo, dedicada a presentar la encíclica que publicó este martes, "Caritas in veritate".


Queridos hermanos y hermanas:
Mi nueva encíclica "Caritas in veritate", que ayer se presentó oficialmente, se inspira en su visión fundamental en un pasaje de la carta de san Pablo a los Efesios, en el que el apóstol habla del actuar según la verdad en la caridad: "Actuando --lo acabamos de escuchar-- según la verdad en la caridad, crecemos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo" (4, 15). La caridad en la verdad es, por tanto, la principal fuerza propulsora para el verdadero desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. Por esto, en torno al principio "caritas in veritate", gira toda la doctrina social de la Iglesia. Sólo con la caridad, iluminada por la razón y por la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un valor human y humanizador. La caridad en la verdad "es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral" (n. 6). La encíclica alude en seguida en la introducción a dos criterios fundamentales: la justicia y el bien común. La justicia es parte integrante de ese amor "con los hechos y en la verdad" (1 Juan 3,18), a la que exhorta el apóstol Juan (Cf. n. 6). Y "amar a alguien es querer su bien y obrar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien ligado a la vida social de las personas... Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja" por el bien común. Por tanto, dos son los criterios operativos, la justicia y el bien común; gracias a éste último, la caridad adquiere una dimensión social. Todo cristiano --dice la encíclica-- está llamado a esta caridad, y añade: "Ésta es la vía institucional... de la caridad" (cfr n. 7).

Como otros documentos del Magisterio, también esta encíclica retoma, continúa y profundiza el análisis y la reflexión de la Iglesia sobre cuestiones sociales de vital interés para la humanidad de nuestro tiempo. De modo especial, enlaza con cuanto escribió Pablo VI, hace ahora más de cuarenta años, en la "Populorum progressio", piedra angular de la enseñanza social de la Iglesia, en la que el gran pontífice traza algunas líneas decisivas, y siempre actuales, para el desarrollo integral del hombre y del mundo moderno. La situación mundial, como ampliamente demuestra la crónica de los últimos meses, sigue presentando no pocos problemas y el "escándalo" de desigualdades clamorosas, que permanecen a pesar de los compromisos adoptados en el pasado. Por una parte, se registran signos de graves desequilibrios sociales y económicos; por la otra, se invocan desde muchas partes reformas que no pueden demorarse por más tiempo para superar la brecha en el desarrollo de los pueblos. El fenómeno de la globalización puede, en este sentido, constituir una oportunidad real, pero por esto es importante que se acometa una profunda renovación moral y cultural y un discernimiento responsable sobre las elecciones que hay que realizar para el bien común. Un futuro mejor para todos es posible, si se funda en el descubrimiento de los valores éticos fundamentales. Es necesaria por tanto una nueva proyección económica que vuelva a diseñar el desarrollo de forma global, basándose en el fundamento ético de la responsabilidad ante Dios y ante el ser humano como criatura de Dios.

La encíclica ciertamente no mira a ofrecer soluciones técnicas a las grandes problemáticas sociales del mundo actual --no es la competencia del magisterio de la Iglesia (Cf. n. 9)--. Ésta recuerda sin embargo los grandes principios que se revelan indispensables para construir el desarrollo humano en los próximos años. Entre éstos, en primer lugar, la atención a la vida del hombre, considerada como centro de todo verdadero progreso; el respeto del derecho a la libertad religiosa, siempre unido íntimamente al desarrollo del hombre; el rechazo de una visión prometeica del ser humano, que lo considera artífice absoluto de su propio destino. Una ilimitada confianza en las potencialidades de la tecnología se revelaría finalmente ilusoria. Se necesitan hombres rectos tanto en la política cuanto en la economía, que estén sinceramente atentos al bien común. En particular, viendo las emergencias mundiales, es urgente llamar la atención de la opinión pública ante el drama del hambre y de la seguridad alimentaria, que afecta a una parte considerable de la humanidad. Un drama de tales dimensiones interpela a nuestra conciencia: es necesario afrontarlo con decisión, eliminando las causas estructurales que lo provocan y promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres. Estoy seguro de que esta vía solidaria al desarrollo de los países más pobres ayudará ciertamente a elaborar un proyecto de solución de la crisis global actual. Indudablemente debe revalorarse atentamente el papel y el poder político de los Estados, en una época en la que existen de hecho limitaciones a su soberanía a causa del nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional. Y por otro lado, no debe faltar la participación de los ciudadanos en la política nacional e internacional, gracias también a un compromiso renovado de las asociaciones de los trabajadores llamados a instaurar nuevas sinergias a nivel local e internacional. Un papel de primer nivel desempeñan, también en este campo, los medios de comunicación social para la potenciación del diálogo entre culturas y tradiciones diversas.

Queriendo por tanto programar un desarrollo no viciado por las disfunciones y distorsiones hoy ampliamente presentes, se impone por parte de todos una seria reflexión sobre el sentido mismo de la economía y sobre sus finalidades. Lo exige el estado de salud ecológica del planeta; lo pide la crisis cultural y moral del hombre que aparece con evidencia en cada lugar del globo. La economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; necesita recuperar la importante contribución del principio de gratuidad y de la "lógica del don" en la economía de mercado, en el que la regla no puede ser el provecho propio. Pero esto sólo es posible únicamente gracias al compromiso de todos, economistas y políticos, productores y consumidores, y presupone una formación de las conciencias que dé fuerza a los criterios morales en la elaboración de los proyectos políticos y económicos. Justamente, desde muchas partes se apela al hecho de que los derechos presuponen deberes correspondientes, sin los cuales los derechos corren el riesgo de transformarse en libre arbitrio. Es necesario, se repite cada vez más, un estilo diverso de vida por parte de toda la humanidad, en el que los deberes de cada uno hacia el ambiente se unan con los de la persona considerada en sí misma y en relación con los demás. La humanidad es una sola familia y el diálogo fecundo entre fe y razón no puede más que enriquecerla, haciendo más eficaz la obra de la caridad en lo social, constituyendo además el marco apropiado para incentivar la colaboración entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de trabajar por la justicia y la paz en el mundo. Como criterios-guía por esta interacción fraterna, en la encíclica indico los principios de subsidiariedad y de solidaridad, en estrecha conexión entre sí. He señalado finalmente, ante problemáticas tan vastas y profundas del mundo de hoy, la necesidad de una Autoridad política mundial regulada por el derecho, que se atenga a los mencionados principios de subsidiariedad y solidaridad y que esté firmemente orientada por la realización del bien común, en el respeto de las grandes tradiciones morales y religiosas de la humanidad.

El Evangelio nos recuerda que no sólo de pan vive el hombre: no sólo con bienes materiales se puede satisfacer la profunda sed de su corazón. El horizonte del hombre es indudablemente más alto y más vasto; por esto todo programa de desarrollo debe tener presente, junto a lo material, el crecimiento espiritual de la persona humana, que está dotada de alma y cuerpo. Este es el desarrollo integral, al que constantemente se refiere la doctrina social de la Iglesia, desarrollo que tiene su criterio orientador en la fuerza propulsora de la "caridad en la verdad". Queridos hermanos y hermanas, oremos para que también esta encíclica pueda ayudar a la humanidad a sentirse una única familia comprometida en realizar un mundo de justicia y de paz. Oremos para que los creyentes, que trabajan en los sectores de la economía y de la política, adviertan cuán importante es la coherencia de su testimonio evangélico en el servicio que ofrecen a la sociedad. Particularmente, os invito a rezar por los jefes de Estado y de Gobierno del G8 que se reúnen en estos días en L'Aquila. Que de esta importante cumbre mundial broten decisiones y orientaciones útiles para el verdadero progreso de todos los pueblos, especialmente de los más pobres. Confiamos estas intenciones a la maternal intercesión de María, Madre de la Iglesia y de la humanidad.