sábado, 28 de febrero de 2009

¿Por qué el matrimonio es para siempre?

Nos parece interesante este artículo de Montserrat Gas, publicado en Mujer Nueva.

¿Somos libres de volar? No, porque la naturaleza no nos ha dotado de esa capacidad que, en cambio, tienen la mayoría de las aves. ¿Un médico puede dejar de serlo? Puede decidir no ejercer esa profesión, pero sus conocimientos de Medicina le acompañarán el resto de su vida. La realidad de lo que somos, y de cómo vamos forjando nuestra propia identidad con nuestra actuación libre, nos impone sus límites. Es bueno que sea así. Y es de sabios aceptarlo.
Lo mismo ocurre con el matrimonio. ¿Somos acaso libres de dejar de ser hijos de nuestros padres? No, porque se es hijo, y ésa es una identidad imborrable, que es para siempre. Nadie lo duda. Pero ¿y ser cónyuges? ¿Se puede dejar de ser marido o mujer? Según una visión hoy bastante difundida, la respuesta sería afirmativa: todos los días oímos hablar de ex-maridos o ex-mujeres, o simplemente, de los "ex". ¿Es esto realmente así? ¿O es más bien una forma de interpretar una realidad que puede resultar incómoda? Trataré de explicarme.

Lo que no es matrimonio
Para muchos el matrimonio no pasa de ser una relación creada por el Derecho o por la autoridad pública, un vínculo o lazo meramente "legal". El matrimonio sería una realidad creada por las leyes. En el matrimonio no serían las personas las que se vinculan entre ellas, sino que es la ley quien "crea" el lazo matrimonial entre los cónyuges, como algo externo y distinto de ellos, que no las implica personalmente.
Vistas así las cosas, sería lógico pensar que, en virtud de la misma autoridad, quien puede "casar" a dos personas, las puede también "descasar", es decir, puede deshacer esa relación creada por la ley.
Por otro lado, muy a menudo se identifica el matrimonio con una relación sentimental. ¿Y qué son los sentimientos? Movimientos de la afectividad humana, por naturaleza volubles, que hoy son y mañana pueden dejar de ser. Cuando las relaciones humanas se basan exclusivamente en los sentimientos, son relaciones débiles, frágiles, caducas. Surgen con facilidad, pero se rompen con la misma rapidez con que nacen.
No hay más que echar una ojeada a las revistas del corazón para comprobar el fluctuar de lo que son simplemente "compañeros sentimentales". Lo que no dicen esas publicaciones es que detrás de esos continuos cambios de pareja hay una profunda, aunque a veces inconsciente, frustración. Lo que busca el corazón humano es amar y ser amado, y el anhelo del corazón es que ese amor sea estable y duradero. Pero esa estabilidad es imposible que se dé en una relación basada solamente en los sentimientos.

¿Qué es entonces casarse?
En primer lugar, la relación matrimonial no la ha inventado nadie; es una realidad originaria, natural, que la persona –hombre y mujer–"descubre" en sí misma. En el descubrimiento de lo que es el matrimonio, entra en juego el modo de ser de la persona, su modo de relacionarse, su modo de buscar y encontrar la felicidad; en definitiva, su naturaleza.
El matrimonio es una clase específica de relación –de comunicación– humana, basada en la diversa estructura sexual del ser humano. Esta relación o comunicación, que es propia del matrimonio, tiene como fundamento el amor, que es la fuerza que une. Si hablamos de comunicación, hablamos de dar y recibir. Por eso el amor matrimonial es un amor de donación y de aceptación, específico entre personas sexualmente complementarias: mujer y varón.
El amor que construye el matrimonio es el amor de donación, un amor que comporta darse y acoger al otro. Este amor es totalmente distinto del amor posesivo, que es un amor egoísta y perverso, porque quiere al otro exclusivamente por la satisfacción que proporciona. El ser humano debe ser querido por sí mismo y se rebela a ser convertido en objeto de placer; por eso, el amor posesivo no puede durar, porque no es amor genuino y termina siempre en conflicto y en ruptura.
En el matrimonio se produce la entrega y la aceptación de las personas: no es una especie de acuerdo o contrato que nos toca externamente, como algo que sucede fuera de nosotros y no influye en la configuración de nuestra personalidad. Si compramos un coche o vendemos un piso, no se ve afectado nuestro ser, nuestra identidad personal. La entrega matrimonial, en cambio, nos afecta íntimamente. Veamos por qué.
Por una parte, entregarse es ejercitar nuestra libertad: sólo puede entregarse quien es libre y tiene dominio sobre su propio ser presente y futuro. Darse a otra persona para toda la vida es un acto de libertad, probablemente el más sublime y soberano que pueda realizar una persona. Es ser LIBRE con mayúsculas.
Darse a otro y aceptarlo como marido o mujer afecta además a nuestra identidad personal. Cuando hay donación y hay aceptación de lo dado, se produce como efecto la pertenencia: lo dado pasa a ser de otro. Cuando se da algo a un amigo, y éste lo acepta, deja de pertenecernos para pasar a ser propiedad del otro. Pues bien, en el matrimonio, la mutua donación y aceptación producen como resultado lógico, la mutua pertenencia entre los esposos.
El matrimonio es el paso del "tú y yo" del noviazgo al "nosotros": esa identidad común de los que se pertenecen y que no es mera convivencia, estar "junto a"; es mucho más que "estar con", colaborando para hacer algo juntos. Es un nuevo modo de ser y de estar en el mundo, porque cada uno de los esposos ha decidido libremente ser del otro y aceptar al otro como parte del propio ser.

La verdadera entrega
Como veníamos diciendo, lo que se entrega en el matrimonio son las personas, no algo externo a ellas. Hablar de entre a de las personas es algo muy distinto que hablar de entrega de cosas. La donación de personas, si es verdadera, exige la totalidad, porque si fuera parcial –a prueba, por un tiempo– supondría tratar a la persona como objeto, como mercancía. Las personas no se prueban, se quieren y se aceptan tal como son; una prueba colocaría a la persona al mismo nivel que un electrodoméstico o que un animal.
¿Y qué significa darse totalmente a otro? Para los seres que estamos sometidos al tiempo, dar la totalidad del ser implica entregarse con proyección de futuro: entregar la persona es entregar toda la biografía, toda la vida futura. Es hacerse del otro para siempre, mientras ambos vivan.
Hemos dicho hace un momento que la mutua pertenencia crea una nueva identidad personal: "ser marido de", "ser mujer de". Ser cónyuge no es algo pasajero, transitorio, que se hace y se deshace. No es un rol que atribuye la ley o la sociedad. No "se hace de" marido o de mujer, como no "se hace de" hijo o de padre, sino que "se es" padre, madre, hijo, hermano...
Ser marido y ser mujer son identidades familiares, como lo son las que tienen su origen en la sangre: filiación, fraternidad; es, incluso, más fuerte, puesto que entre cónyuges hay mutua pertenencia, mientras no la hay entre padres e hijos.
La identidad, lo que cada uno somos, no se pierde, es para siempre. Si se perdiera, dejaríamos de ser lo que somos. Quien intenta ignorar la realidad o encubrirla intentando que la ley "disuelva" lo que es indisoluble, no sólo se engaña, sino que se está haciendo daño a sí mismo, negando lo que es su propia identidad.

Aceptar la realidad
Que el matrimonio entendido como entrega total de las personas es para siempre, puede ser algo relativamente fácil de entender, a nivel teórico. Otra cosa es que esta realidad resulte difícil de aceptar: pero aquí nos situamos en otro plano. Es la dureza del corazón lo que ha hecho que el hombre intente negar ese modo de ser del matrimonio, o busque "vías de salida" que, sin negar la teoría, la rechazan en el plano de los hechos.
Y la dureza de corazón se traduciría hoy en la incapacidad de amar de acuerdo con lo que la persona es y se merece. Y es que para que haya matrimonio hace falta que haya amor conyugal: un amor verdaderamente humano, que comprende la dimensión sensible y la afectiva -el amor sentimental- y también la inteligencia y la voluntad, la libertad; al casarse se dice no sólo "te quiero", sino "te quiero y quiero quererte porque eres para siempre parte de mi ser".
Hay parejas que acuden a contraer matrimonio con un amor inmaduro, un amor sentimental y, en el fondo, egoísta; que no quieren comprometerse, no quieren entregarse, y por eso piensan en romper si hay problemas; o no quieren tener hijos porque son una "atadura"; o pretenden seguir manteniendo otras relaciones, etc. Se confunde casarse con el simple "vivir con" mientras ese "con-vivir" satisfaga a ambas partes. No hay en estos casos amor conyugal y no hay, por tanto, matrimonio.
Hay parejas que se casan realmente y, a pesar de los esfuerzos –de uno o de los dos–, surgen problemas sin solución; hay situaciones ante las que no se puede hacer nada más que aceptar la cruz: la cruz de la enfermedad, del abandono...
Pero hay muchas más parejas que se casan de verdad, pero dejan que su amor se apague. No basta casarse y dejar que pase el tiempo. El amor hay que cultivarlo con miles de detalles. Y a la vez hay que conocer las etapas de la vida y del amor. El amor debe manifestarse de muchas maneras, también en forma de perdón, de olvido. El amor debe reinventarse a lo largo de la vida matrimonial: muchas veces habrá que recomenzar, volviendo al amor inteligente de la primera etapa del matrimonio, aquél que no desaprovechaba ninguna ocasión para la conquista. No hay que ver el matrimonio como un punto de llegada; al contrario, el matrimonio es un punto de partida. El "sí" del matrimonio se proyecta al futuro.
Amar es importante, pero es más importante querer amar Querer amar como decisión de la voluntad libre, que se proyecta hacia el futuro. Y quiere amar así quien se entrega totalmente al otro en el matrimonio. Ése es el amor duradero al que aspira íntimamente el corazón humano. Sólo ese amor tiene voz para decir para siempre.

martes, 24 de febrero de 2009

Grandes pensadores: Kierkegaard

Distintos autores protagonizan la reacción anti-hegeliana. Desde la perspectiva cristiana destaca Soren Kierkegaard (1813 - 1855), que trata de recuperar la supremacía de la fe sobre la razón. Enfrentándose a Hegel vuelve a colocar en el centro de la atención antropológica al individuo singular, pero no al individuo autónomo que propondrá el liberalismo, sino al individuo que encuentra el sentido de su existencia al saberse delante de Dios. Carlos Goñi ha resumido bien el pensamiento de este autor:

Una de las doctrinas más populares del pensador danés es la que hace referencia a los estadios en el camino de la vida. Kierkegaard diferencia tres esferas en la existencia humana:

a. El estadio estético: El hombre estético vive en la inmediatez, busca el instante placentero, es hedonista, vive pegado a las cosas, no se compromete con nada ni con nadie. El esteta está representado por el alma romántica: Don Juan. El esteta desespera necesariamente ante la imposibilidad de encontrar la eternidad en el instante. la única forma de huir del tedio, la inquietud y la inestabilidad propios de esta esfera es optar por una vida ética auténtica.

b. El estadio ético: El hombre ético está instalado en lo general. Actúa como todo el mundo. Es el hombre del compromiso matrimonial. El matrimonio refleja claramente esta esfera en que se recupera la sensibilidad estética en un orden más elevado y racional, representa la realización concreta del ideal ético, donde las demandas estéticas legítimas pueden ser llevadas a su plenitud. La existencia ética aporta a la esfera estética un bien del que ésta carecía: la libertad El hombre auténticamente libre no es el esteta, que vive esclavizado por los placeres, sino el hombre ético que es capaz de escoger responsablemente. Pero cuando la ética tiene que afrontar el problema del pecado, surge en el alma del hombre “un temblor de tierra” el arrepentimiento, que le “obliga” a optar por una esfera superior. Ante el pecado el hombre se queda «solo ante Dios», la universalidad de la moral ya no puede ayudarle.

c. El estadio religioso: El hombre religioso, el Singular, la excepción ética, ha hecho una elección absoluta por el absoluto. No lo ha elegido entre otros absolutos, sino que en cierto modo ha sido él el elegido. El oriente de su vida es Dios, y su única arma la fe. Ha escogido el absurdo, la paradoja. Ha renegado de la Razón. Por eso se encuentra solo, «solo ante Dios». Sin embargo, hay que tener en cuenta que esto no supone eliminar la ética, sino, más bien, elevarla a un plano trascendente. Kierkegaard pensaba que el estadio religioso conservaba todo lo que de legítimo hay en el estético y el ético. Además el verdadero «o lo uno o lo otro» es una alternativa entre la vida estética y la vida ético-religiosa, es decir, parece que Kierkegaard pensaba en una ética elevada a la trascendencia.

La crítica al sistema. Kierkegaard. como «pensador religioso», no podía admitir el panteísmo racionalista de Hegel y los teólogos hegelianos. Como había ocurrido con Bernardo de Claraval y Pascal contra Pedro Abelardo y Descartes respectivamente, el ataque al idealismo vino de la religión. El pensador danés conocía el hegelianismo de los obispos de Copenhague, Mynster y Martensen, que pretendía subsumir las categorías netamente religiosas en un sistema absolutamente racionalista. La crítica kierkegaardiana se centra en poner de manifiesto que la Razón Absoluta es incapaz de captar la existencia real concreta. La prueba más fehaciente del error idealista estriba en que esa idea de Razón no puede ser vivida: nadie es idealista en la práctica. La lógica sólo capta esencias, la existencia real no puede ser « pensa da». Pensar la existencia es esencializarla, es decir, abolirla como tal. La existencia, por tanto, queda fuera del sistema. Contra la dialéctica hegeliana, Kierkegaard propone la dialéctica de la existencia. En la primera, la mediación culmina con la síntesis que «niega, conserva y eleva» los momentos anteriores. La aparición de un segundo momento -antítesis- no anula al primero -tesis-, puesto que en la síntesis ambos son asumidos. A esta dialéctica conjuntiva («et-et») se opone una dialéctica disyuntiva («Aut-aut», «O lo uno o lo otro»).

La crítica a Kant. La ética autónoma de Kant representa que la Razón es el tribunal supremo que juzga los actos humanos. Lo que no pueda someterse al juicio de la Razón está «fuera de la ley». Lo que sobrepasa la esfera de la ética no es racional, no es humano. Esta esfera es la de la universalidad o generalidad, como la llama Kierkegaard, es el obrar como todo cl mundo. Por ello, la historia de Abraham, que se expone en Temor y temblor, no puede justificarse humanamente, pues ninguna instancia superior a la Razón puede reclamarse en su ayuda. Cualquier Singular que represente una excepción ética está perdido según la moral kantiana. El intento de Kant de haber fundamentado la moral en la Razón, en el «yo trascendental», y haber dejado de lado cualquier referencia a Dios, es para el filósofo danés una autocontradicción que deja a la ética sin fundamento. Kierkegaard vio de forma clara el peligro que suponía para la religión un concepto autónomo de la moralidad que se instituía como lo absoluto.

El absurdo de la fe. Para Kierkegaard, Abraham representa el «caballero de la fe», porque no sólo es capaz de la resignación infinita, como el «héroe trágico», sino de iniciar el movimiento de la fe. Gracias a este movimiento, en virtud del absurdo, el «héroe religioso» es el único capaz de recuperar lo temporal y finito, es el único capaz de llevar a cabo la auténtica repetición. Por haber confiado en lo eterno, Abraham recupera, en el tiempo, a su hijo. La fe obra en virtud del absurdo, exige un salto irracional. Este «ciclo de la fe» tiene dos momentos: la resignación infinita, por la cual se rechaza todo lo temporal y finito, y el salto de la fe, por el cual no se pierde la finitud, sino que se recupera en su integridad. El caballero de la fe realiza continuamente el «movimiento del infinito» y obra siempre «en virtud del absurdo».

El concepto de la angustia. En El concepto de la angustia Kierkegaard expone su idea antropológica: El hombre es una síntesis. En primer lugar, es una síntesis de lo corpóreo y lo psíquico sustentada por el espíritu. Es decir, lo diferencial del ser humano es el espíritu. No es un simple ser natural, porque es espíritu, pero tampoco es un ser angélico, porque el espíritu pone la síntesis de cuerpo y alma. En segundo lugar, el espíritu es, a su vez, una segunda síntesis de tiempo y eternidad. Esta peculiar estructura del hombre le hace tender a la eternidad, saberse libre y tener conciencia del abismo de la nada: en definitiva, ser presa de la angustia. El hombre auténtico, el «genio religioso», es aquel capaz de realizar existencialmente la síntesis y de descubrir en sí mismo la realidad del pecado y de la angustia. Estas realidades le llevan a experimentar en sí mismo la presencia de Dios. Presencia que se descubre ligada a la experiencia del pecado y de la culpa.

Encuentro con la Verdad. Para Johannes Climacus, el autor pseudónimo de las Migajas filosóficas, la diferencia esencial entre la visión socrática y la visión cristiana radica en que para Sócrates el momento de contacto con la verdad es algo indiferente. Lo mismo ocurre con el maestro, porque la mayéutica es simplemente la ocasión para que el discípulo descubra, por medio de la reminiscencia, la verdad eterna que habita en él. En el Cristianismo, en cambio, al ser el discípulo la no-verdad -al estar en pecado-, el momento del contacto con la Verdad, es decir, con la eternidad, es decisivo. Aunque de la misma naturaleza que cualquier momento, el momento es decisivo para la felicidad eterna del hombre. El cruce de tiempo y eternidad que es el momento resulta un punto de partida histórico, pero que trae consigo la salvación eterna. Ese momento no es, entonces, algo solamente temporal, sino como un átomo de eternidad que entra en el tiempo y que lo eleva. El momento sigue siendo histórico, pero tiene una validez eterna otorgada por Dios mismo que se encarna.

La encrucijada entre tiempo y eternidad. En el Postscriptum aparece el término devenir como la «encrucijada dialéctica» entre tiempo y eternidad en que consiste la existencia. El devenir no es un mero pasar, una pura sucesión, sino que implica un concepto mucho más rico. Expresa a la perfección «la ambigüedad de la infinitud en la existencia». Refleja igualmente la paradoja de un espíritu infinito existente, como lo es todo hombre. Traduce, en fin, la enorme contradicción de que lo eterno deviene, o lo que es lo mismo, de que lo eterno pasa a la existencia. Lo que Kierkegaard llama la dialéctica de la infinitud consiste en convertir el tiempo en «ocasión» para la eternidad, en relacionarse relativamente con los fines relativos y absolutamente con el telos absoluto. La desesperación y el pecado. Cuando la conciencia percibe en su seno la escisión entre finito e infinito, y busca el equilibrio en lo finito, aparece la desesperación. Sólo cuando el hombre se deja fundamentar en Dios, es salvado de la desesperación. El existente individual alcanza su yo auténtico al autorrealizarse como «único ante Dios», sin relacionarse con Dios el hombre puede seguir viviendo, pero sin espíritu. Pero esta nueva determinación del yo «ante Dios», lo que Kierkegaard llama yo teológico, es lo que hace que la desesperación sea pecado. Y justamente en el pecado descubre el yo su infinitud y la posibilidad de ser salvado de la desesperación. Sólo Dios que se ha encarnado puede salvar al hombre de su desgracia.

El escándalo de la Encarnación. La fe y sólo la fe puede aceptar la paradoja y el escándalo de la Encarnación. La especulación, en cambio, no se «escandaliza» porque, en el fondo, elude la paradoja, porque no ha penetrado en la esencia del Cristianismo: un hombre singular que es Dios. Decir que el momento nuclear del Cristianismo es la Encarnación significa lo mismo que decir que el núcleo del Cristianismo es la síntesis de tiempo y eternidad que se produce en Cristo. No significa que Cristo deje de ser Eterno, o que su Eternidad quede menguada por la Encarnación, ni tampoco que no sea realmente temporal: Cristo es la Eternidad en el tiempo.

Existencialismo cristiano. La etapa culminante de la existencia humana es el estadio religioso. El existente llega así a la interiorización máxima: el amor. Sólo si se entiende que Dios es amor, se puede comprender todo lo demás. Sólo un Dios amoroso puede explicarlo todo: desde la Creación hasta la Redención, el escándalo y la paradoja. En el amor se tocan el tiempo y la eternidad. Su origen es la eternidad, pero el amor se desarrolla en el tiempo. Por amor, Dios, el eterno, se hace temporal, se Encarna. Por amor, el hombre, en el tiempo, se hace eterno. Las obras del amor, entonces, siendo temporales, tienen un valor eterno. Sólo el amor de Dios otorga sentido a la existencia humana. El auténtico existencialismo, por tanto, únicamente puede ser cristiano. El denominado existencialismo ateo sólo lo es en un sentido impropio y derivado, y traiciona el espíritu de quien se ha considerado el padre del existencialismo.

domingo, 15 de febrero de 2009

Sobre el sentido del dolor

Reproducimos en artículo de José Luis Martín Descalzo titulada “Reflexiones de un enfermo en torno al dolor". Fue publicado en “Alfa y Omega” el 11 de mayo de 1996

El dolor es un misterio. Hay que acercarse a él de puntillas y sabiendo que, después de muchas palabras, el misterio seguirá estando ahí hasta que el mundo acabe. Tenemos que acercarnos con delicadeza, como un cirujano ante una herida. Y con realismo, sin que bellas consideraciones poéticas nos impidan ver su tremenda realidad.

La primera consideración que yo haría es la de la «cantidad» de dolor que hay en el mundo. Después de tantos siglos de ciencia, el hombre apenas ha logrado disminuir en unos pocos centímetros las montañas del dolor. Y en muchos aspectos la cantidad del dolor aumenta. Se preguntaba Péguy: ¿Creemos acaso que la Humanidad esta sufriendo cada vez menos? ¿Creéis que el padre que ve a su hijo enfermo hoy sufre menos que otro padre del siglo XVI? ¿Creéis que los hombres se van haciendo menos viejos que hace cuatro siglos? ¿Que la Humanidad tiene ahora menos capacidad para ser desgraciada?

la montaña del dolor

Los medios de comunicación nos hacen comprender mejor el tamaño de esa montaña del dolor. El hombre del siglo XIV conocía el dolor de sus doscientos o de sus diez mil convecinos, pero no tenía ni idea de lo que se sufría en la nación vecina o en otros continentes. Hoy, afortunada o desgraciadamente, nos han abierto los ojos y sabemos el número de muertos o asesinados que hubo ayer. Sabemos que 40 millones de personas mueren de hambre al año. Y hoy se lucha más que nunca contra el dolor y la enfermedad... Pero no parece que la gran montaña del dolor disminuya. Cuando hemos derrotado una enfermedad, aparecen otras nuevas que ni sospechábamos (cómo olvidar el SIDA?) que toman el puesto de las derrotadas. En la España de hoy, y a esta misma hora, hay tres millones de españoles enfermos. Y diez millones pasan cada año por dolencias más o menos graves. Pero el resto de sus compatriotas (y de sus familiares) prefiere vivir como si estos enfermos no existieran. Se dedican a vivir sus vidas y piensan que ya se plantearán el problema cuando «les toque» a ellos.

Sabemos muy poco del dolor y menos aún de su porqué. ¿Por qué, si Dios es bueno, acepta que un muchacho se mate la víspera de su boda, dejando destruidos a los suyos? ¿Por qué sufren los niños inocentes? Nosotros, cristianos, debemos ser prudentes al responder a estas preguntas que destrozan el alma de media Humanidad. ¿Quién ignora que muchas crisis de fe se producen al encontrarse con el topetazo del dolor o de la muerte? ¿Cuántos millares de personas se vuelven hoy a Dios para gritarle por qué ha tolerado el dolor o la muerte de un ser querido?

Dar explicaciones a medias es contraproducente y sería preferible que, ante estos porqués, los cristianos empezásemos por confesar lo que decía Juan Pablo II en su encíclica sobre el dolor: El sentido del sufrimiento es un misterio, pues somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Algunas respuestas pueden aclarar algo el problema y debemos usarlas, pero sabiendo siempre que nunca explicaremos el dolor de los inocentes.

teorías, no

Una de esas respuestas parciales podía ser la que afirma que dedicarse a combatir el dolor es más importante y urgente que dedicarse a hacer teorías y responder porqués. Hemos gastado más tiempo en preguntarnos por qué sufrimos que en combatir el sufrimiento. Por eso, ¡benditos los médicos, las enfermeras, cuantos se dedican a curar cuerpos o almas, cuantos luchan por disminuir el dolor en nuestro mundo!

El dolor es una herencia de todos los humanos, sin excepción. Un gran peligro del sufrimiento es que empieza convenciéndonos de que nosotros somos los únicos que sufrimos en el mundo o los que más sufrimos. Una de las caras más negras del dolor es que tiende a convertirnos en egoístas, que nos incita a mirar sólo hacia nosotros. Un dolor de muelas nos hace creemos la víctima número uno del mundo. Si en un telediario nos muestran miles de muertos, pensamos en ellos durante dos minutos; si nos duele el dedo meñique gastamos un día en autocompadecemos. Tendríamos que empezar por el descubrimiento del dolor de los demás para medir y situar el nuestro.

Es la humilde aceptación de que el hombre, todo hombre, es un ser incompleto y mutilado. Es el descubrimiento de que se puede ser feliz a pesar del dolor, pero es imposible vivir toda una vida sin él. El mayor descubrimiento, el que más me ha tranquilizado como hombre ha sido precisamente este sano realismo. Tratar de no mitificar mi enfermedad, no volverme contra Dios y contra la vida, como si yo fuera una víctima excepcional. Desde el primer momento me planteé la obligación de pensar que «yo no era un enfermo», sino «un señor que tiene un problema» como «todos» tienen sus problemas.

Cuando vas conociendo a los hombres, descubres que «todos» son mutilados de algo. Así pensé que a mí me faltaban los riñones o me sobraba un cáncer, pero que a los demás o les faltaba un brazo, o no tenían trabajo, o tenían un amor no correspondido, o un hijo muerto. Todos. ¿Qué derecho tenía yo, entonces, a quejarme de mis carencias, como si fueran las únicas del mundo? Sentirme especialmente desgraciado me parecía ingenuo y, sobre todo, indigno.

demasiada retórica

La tercera gran respuesta es ver los aspectos positivos de la enfermedad. Quiero prevenir contra un gran error muy difundido entre personas de buena voluntad: la tendencia a ver en la enfermedad y el dolor algo objetivamente bueno. Creo que se ha hecho, especialmente entre los cristianos, mucha retórica sobre la bondad del dolor, con la que se confunden tres cosas: lo que es el dolor en sí; lo que se puede sacar del dolor; y aquello en lo que el dolor puede acabar convirtiéndose, con la gracia de Dios. Lo primero es y seguirá siendo horrible. Lo segundo y lo tercero pueden llegar a ser maravillosos.

Cristo mismo lo dejó bien claro en su vida: jamás ofreció florilegios sobre la angustia, no fue hacia el dolor como hacia un paraíso. Al contrario: se dedicó a combatir el dolor en los demás, y, en sí mismo, lo asumió con miedo, entró en él temblando, pidió, mendigó al Padre que le alejara de él y lo asumió porque era la voluntad de su Padre. Y entonces acabó convirtiendo el dolor en redención. Es mejor no echarle almíbar piadoso al dolor. Pero hay que decir sin ningún rodeo que en la mano del hombre está conseguir que ese dolor sea ruina o parto. El hombre no puede impedir su dolor, pero puede conseguir que no lo aniquile, e incluso lograr que ese dolor lo levante en vilo.

En lo humano y mucho más en lo sobrenatural, el dolor puede llegar a ser uno de los grandes motores del hombre. Luis Rosales afirmaba que «los hombres que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir». El dolor es parte de nuestra condición humana; deuda de nuestra raza de seres atados al tiempo y a la fugitividad. No hay hombre sin dolor. Y no es que Dios «tolere» los dolores, es, simplemente, que Dios respeta la condición temporal del hombre, lo mismo que respeta que un círculo no pueda ser cuadrado. Lo que Dios sí nos da es la posibilidad de que ese dolor sea fructífero. Empezó haciéndolo fructífero él mismo en la Cruz y así creó esa misteriosa fraternidad de dolor de la que nosotros podemos participar.


vinagre, o vino generoso

El hombre tiene en sus manos esa opción de conseguir que su propio dolor y el de sus prójimos se convierta en vinagre o en vino generoso. Yo he comprobado aquella frase de León Bloy que aseguraba que en el corazón del hombre hay muchas cavidades que desconocemos hasta que viene el dolor a descubrírnoslas. Así puedo afirmar que el dolor es, probablemente, lo mejor que me ha dado la vida y que, siendo en sí una experiencia peligrosa, se ha convertido más en un acicate que en un freno.

Pase lo que pase, a lo que tú no tienes derecho es a desperdiciar tu vida, a rebajarla, a creer que, porque estás enfermo, tienes ya una disculpa para no cumplir tu deber o para amargar a los que te rodean. Debes considerar la enfermedad como un handicap, como un «reto», como una nueva forma para testimoniar tu fe y realizar tu vida. Has de buscar todos los modos para sacar todo lo positivo que haya en la enfermedad y así rentabilizar más tu vida. Lo verdaderamente grave de la enfermedad es cuando ésta se alarga y se alarga. Un dolor corto, por intenso que sea, no es difícil de sobrellevar. Lo verdaderamente difícil es cuando ese camino de la cruz dura años, y peor aún si se vive con poca o ninguna esperanza de curación en lo humano.

Sólo la gracia de Dios ha podido mantenerme alegre en estos años. Y confieso haberla experimentado casi como una mano que me acariciase. Dios no me ha fallado en momento alguno. Yo llamaría milagro al hecho de que en casi todas las horas oscuras siempre llegaba una carta, una llamada telefónica, un encuentro casual en una calle, que me ayudaba a recuperar la calma. Confieso con gozo que nunca me sentí tan querido como en estos años. Y subrayo esto porque sé muy bien que muchos otros enfermos no han tenido ni tienen en esto la suerte que yo tengo.

La verdadera enfermedad del mundo es la falta de amor, el egoísmo. ¡Tantos enfermos amargados porque no encontraron una mano comprensiva y amiga! Es terrible que tenga que ser la muerte de los seres queridos la que nos descubra que hay que quererse deprisa, precisamente porque tenemos poco tiempo, porque la vida es corta ¡Ojalá no tengáis nunca que arrepentiros del amor que no habéis dado y que perdisteis!

La enfermedad es una gran bendición: cuando te sacude ya no puedes seguirte engañando a ti mismo, ves con claridad quién eras, quién eres. Descubrí a su luz que en mi escala de valores real había un gran barullo y que no siempre coincidía con la escala que yo tenía en mis propósitos y deseos. ¡Cuántas veces el trabajo se montó por encima de la amistad! ¡Cuántos más espacios de mi tiempo dediqué al éxito profesional que a ver y charlar pausadamente con los míos! Aprendí también a aceptarme a mí mismo, a saber que en no pocas cosas fracasaría y no pasaría absolutamente nada, entendí incluso que uno no tiene corazón suficiente para responder a tanto amor como nos dan. Todo hombre es un mendigo y yo no lo sabía.

Entre estos descubrimientos estuvo el de los médicos, las enfermeras y los otros enfermos. Hasta hace algunos años apenas había tenido contactos con el mundo de los hospitales y tenía de sus habitantes ese barato concepto por el que, con tanta frecuencia acostumbramos a medir a los seres más por sus defectos que por sus virtudes. La enfermedad, al vivir horas y horas en los hospitales, me descubrió qué engañado estaba.

un abuso de confianza

La idea de que la enfermedad es «redentora» no es un tópico teológico, sino algo radicalmente verdadero. Dios espera de nosotros, no nuestro dolor, sino nuestro amor; pero es bien cierto que uno de los principales modos en que podemos demostrarle nuestro amor es uniéndonos apasionadamente a su Cruz y a su labor redentora. ¿Qué otras cosas tenemos, en definitiva, los hombres para aportar a su tarea?

Os confieso que jamás pido a Dios que me cure mi enfermedad. Me parecería un abuso de confianza; temo que, si me quitase Dios mi enfermedad, me estaría privando de una de las pocas cosas buenas que tengo: mi posibilidad de colaborar con él más íntimamente, más realmente. Le pido, sí, que me ayude a llevar la enfermedad con alegría; que la haga fructificar, que no la estropee yo por mi egoísmo.

jueves, 12 de febrero de 2009

La moral sexual en C. S. Lewis

Ya hemos hablado en este blog del conocido escritor inglés y profesor de Oxford C.S. Lewis. Reproducimos ahora otro capítulo de su obra "Mero Cristianismo": La moral sexual.

Debemos considerar ahora la moral cristiana en lo que respecta al sexo: lo que los cristianos llaman la virtud de la castidad. La regla cristiana de la castidad no debe ser confundida con la regla social de la «modestia» (en un sentido de la palabra), entendida como buena crianza o decencia. La regla social de la decencia establece qué porción del cuerpo humano debería ser enseñada y a qué temas debe referirse, y qué palabras deben usarse, según las costumbres de un cierto círculo social. Así, mientras que la regla de castidad es la misma para todos los cristianos de todos los tiempos, la regla de la decencia cambia. Una muchacha de una isla del Pacífico que apenas lleva ropa encima y una dama victoriana completamente cubierta de ropa podrían ser igualmente «modestas» o decentes, según las normas de la sociedad en que viven, y ambas, por lo que podamos saber de su indumentaria, podrían ser igualmente castas (o igualmente impuras). Parte del lenguaje que utilizaban las mujeres castas en la época de Shakespeare habría sido utilizado en el siglo XIX sólo por mujeres totalmente licenciosas. Cuando las gentes transgreden las reglas de la decencia común de su época y lugar, si lo hacen para excitar la lujuria en ellos mismos o en los demás, están pecando contra la castidad. Pero si las transgreden por ignorancia o descuido sólo son culpables de mala educación. Cuando, como ocurre a menudo, las transgreden como un desafío para escandalizar o avergonzar a los demás, no están actuando en contra de la castidad sino de la caridad: ya que es poco caritativo complacerse con la incomodidad de los demás. Yo no creo que unas reglas de la decencia muy estrictas o puntillosas sean prueba de castidad o ayuden a ella, y por lo tanto considero que la gran relajación y simplificación de esas reglas que ha tenido lugar en la época en que vivo son una buena cosa. En el momento actual, sin embargo, esto tiene el inconveniente de que personas de diferentes tipos y edades no reconocen todas el mismo patrón, y no sabemos dónde nos encontramos. Mientras dure esta confusión opino que la gente mayor, o los más anticuados, deberían cuidarse de no asumir que los jóvenes o los «emancipados» son corruptos cuando su conducta es impropia (según las antiguas normas); y que, a su vez, los jóvenes no deberían llamar puritanos a sus mayores porque no adoptan las nuevas normas con facilidad. Un auténtico deseo de creer todo lo bueno que se pueda de los demás y hacer que se sientan lo más cómodos posible resolverá la mayor parte de los problemas.

La castidad es la menos popular de las virtudes cristianas. No hay manera de evitarla: la antigua norma cristiana es «O boda, con fidelidad absoluta a la pareja, o la abstinencia total». Esto es tan difícil y tan contrario a nuestros instintos que, evidentemente, o el cristianismo se equivoca o nuestro instinto sexual, tal como es en la actualidad, se ha desvirtuado. Una de dos. Naturalmente, siendo cristiano, creo que es el instinto lo que se ha desvirtuado. Pero tengo otras razones para pensar así. La finalidad biológica del sexo es la procreación, del mismo modo que el fin biológico de comer es restaurar el cuerpo. Pero si comemos cada vez que nos venga en gana y todo cuanto queramos, es indudable que la mayoría de nosotros comerá en exceso, aunque no es un exceso irreparable. Un hombre puede comer por dos, pero no puede comer por diez. El apetito va un poco más allá de su finalidad biológica, pero no enormemente. Pero si un hombre joven y sano satisfaciera su apetito sexual cada vez que se sintiera inclinado a ello, y si cada uno de sus actos produjera un hijo, en diez años podría poblar con facilidad una pequeña villa. Este apetito está en absurda y excesiva desproporción con su función.

O considerémoslo de otra manera. Podemos reunir un público considerable para un número de "strip-tease"; es decir, para contemplar cómo una mujer se desnuda en un escenario. Supongamos que llegamos a un país donde podría llenarse un teatro sencillamente presentando en un escenario una fuente cubierta, y luego levantando lentamente la tapa para dejar que todos vieran, justo antes de que se apagasen las luces, que esta contenía una chuleta de cordero o una loncha de tocino, ¿no pensaríais que en ese país algo se había desvirtuado en lo que respecta al apetito por la comida? ¿Y no pensaría alguien que hubiese crecido en un mundo diferente que algo igualmente extraño ha ocurrido en lo que respecta al instinto sexual entre nosotros?

Un crítico ha dicho que si él encontrase un país en el que números de "strip-tease" con la comida fueran populares llegaría a la conclusión de que las gentes de ese país se estaban muriendo de hambre. Lo que quiere decir, por supuesto, es que cosas tales como el número de “strip-tease” serían el resultado no de la corrupción sexual sino de la inanición sexual. Estoy de acuerdo con él en que si, en un país extraño, descubriésemos que números similares con chuletas de cordero fueran populares, una de las posibles explicaciones que se me ocurriría sería la hambruna. Pero el próximo paso sería poner a prueba esa hipótesis averiguando si, de hecho, en ese país se consumía poca o mucha comida. Si la evidencia demostrase que se comía mucho, tendríamos, naturalmente, que abandonar nuestra hipótesis de la hambruna e intentar pensar en otra. Del mismo modo, antes de aceptar la inanición sexual como la causa del "strip-tease", deberíamos buscar pruebas de que existe, de hecho, más abstinencia sexual en nuestra época que en aquellas épocas en las que cosas como el strip-tease eran desconocidas. Pero es indudable que tales pruebas no existen. Los anticonceptivos han hecho de la permisividad sexual algo mucho menos costoso dentro del matrimonio y mucho más seguro fuera de él que en ninguna otra época, y la opinión pública es menos hostil a las uniones ilícitas, e incluso a la perversión, que lo ha sido desde los tiempos paganos. Tampoco es la hipótesis de la «hambruna» sexual la única que podemos imaginar. Todos sabemos que el apetito sexual, como otros de nuestros apetitos, aumenta con su satisfacción. Los que se mueren de hambre pueden pensar mucho en la comida, pero también lo hacen los glotones; a los ahítos, igual que a los hambrientos, les gusta la tentación.

Y he aquí un tercer punto. Encontramos a muy poca gente que quiera comer cosas que no son realmente comida o hacer con la comida otra cosa que no sea comer. En otras palabras, las perversiones del apetito por la comida son raras. Pero las perversiones del instinto sexual son numerosas, difíciles de curar y terribles. Siento tener que entrar en todos estos detalles, pero debo hacerlo. La razón por la que debo hacerlo es que vosotros o yo, a lo largo de los últimos veinte años, hemos sido permanentemente alimentados de rotundas mentiras acerca del sexo. Se nos ha dicho, hasta que nos hemos hartado de escucharlo, que el deseo sexual está en el mismo estado que cualquier otro de nuestros deseos naturales, y que sólo con que abandonemos nuestra anticuada idea victoriana de silenciarlo, todo en el jardín será bellísimo. Esto no es cierto. En cuanto consideramos los hechos, e ignoramos la propaganda, vemos que no es así.

Nos dicen que el sexo se ha convertido en un lío porque ha sido mantenido en secreto. Pero a lo largo de los últimos veinte años no ha sido mantenido en secreto. Se ha hablado de él en todo momento. Y sin embargo sigue siendo un lío. Si elhecho de mantenerlo en secreto hubiera sido la razón del problema, el hablar de él lo hubiera solucionado. Pero no ha sido así. Yo creo que ha sido al revés. Creo que la raza humana lo mantuvo originalmente en secreto porque se había convertido en un lío tal. La gente moderna siempre está diciendo: «El sexo no es algo de lo que debamos avergonzarnos.» Pueden querer decir dos cosas. Pueden querer decir: «No hay nada de qué avergonzarse en el hecho de que la raza humana se reproduce de una cierta manera, ni en el hecho de que esto produzca placer.» Si se refieren a eso, tienen razón. El cristianismo dice lo mismo. El problema no es el hecho en sí, ni el placer que produce. Los antiguos maestros cristianos dicen que si el hombre no hubiera caído, el placer sexual, en vez de ser menor de lo que es ahora, sería en realidad mayor. Sé que algunos cristianos confundidos han hablado como si el cristianismo pensara que el sexo, o el cuerpo, o el placer fueran malos en sí mismos. Pero se equivocaban. El cristianismo es casi la única de las grandes religiones que aprueba el cuerpo totalmente, que cree que la materia es buena, que Dios mismo tomó una vez un cuerpo humano, que recibiremos alguna especie de cuerpo en el cielo y que este será una parte esencial de nuestra felicidad, de nuestra belleza y nuestra energía. El cristianismo ha glorificado el matrimonio más que ninguna otra religión, y casi toda la mejor poesía de amor del mundo ha sido escrita por cristianos. Si alguien dice que el sexo, en sí mismo, es malo, el cristianismo le contradice inmediatamente. Pero, por supuesto, cuando la gente dice: «El sexo no es algo de lo que debamos avergonzarnos», puede querer decir: «el estado en el que se encuentra ahora el instinto sexual no es nada de lo que debamos avergonzarnos».

Si es esto lo que quieren decir creo que están equivocados. Opino que debemos avergonzarnos de ello, y mucho. No hay nada de qué avergonzarse en el hecho de disfrutar de la comida, pero sí habría de qué avergonzarse si la mitad del mundo hiciera de la comida el mayor interés de su vida y pasara el tiempo mirando fotografías de comida, babeando y chasqueando los labios. Yo no digo que vosotros o yo seamos responsables de la situación actual. Nuestros antepasados nos han legado organismos que se han torcido en este aspecto, y crecemos rodeados de propaganda en favor de la libertad sexual. Hay gente que quiere mantener nuestro instinto sexual inflamado para sacar dinero de ello. Porque, naturalmente, un hombre con una obsesión es un hombre que tiene muy poca resistencia a lo que pueda vendérsele. Dios conoce nuestra situación; no nos juzgará como si no tuviéramos dificultades que sortear. Lo que importa es la sinceridad y perseverancia de nuestra voluntad para sortearlas.

Antes de poder ser curados debemos querer ser curados. Aquellos que realmente desean ayuda la obtendrán; pero para mucha gente moderna incluso este deseo es difícil. Es fácil pensar que queremos una cosa cuando realmente no la queremos. Un famoso cristiano nos dijo hace mucho tiempo que cuando era joven rezaba constantemente pidiendo la castidad, pero que muchos años más tarde se dio cuenta de que mientras sus labios decían «Dios mío, dame la castidad», su corazón añadía secretamente: «... pero no todavía». Esto también puede ocurrir en nuestras oraciones con respecto a otras virtudes, pero hay tres razones por las que ahora nos es especialmente difícil desear -para no hablar de conseguir- la castidad completa.

En primer lugar, nuestra naturaleza caída, los demonios que nos tientan y toda la propaganda contemporánea en favor de la lujuria se combinan para hacernos sentir que los deseosa los que nos resistimos son tan «naturales», tan «sanos» y tan razonables que es casi perverso resistirse a ellos. Cartel tras cartel, película tras película, novela tras novela asocian la idea de la permisividad sexual con las de la salud, la normalidad, la juventud, la franqueza y el buen humor. Esta asociación es una mentira. Como todas las mentiras poderosas, está basada en una verdad, la verdad, reconocida más arriba, de que el sexo en sí (aparte de los excesos y las obsesiones que han crecido a su alrededor) es «normal» y «sano» y todo lo demás. La mentira consiste en pretender que todo acto sexual al que te sientes tentado es ipso facto saludable y normal. Pues bien; esto, desde cualquier punto de vista, y sin ninguna relación con el cristianismo, tiene que ser una insensatez. Ceder a todos nuestros deseos evidentemente conduce a la impotencia, la enfermedad, los celos, la mentira, la ocultación y todo aquello que es lo opuesto a la felicidad, la franqueza y el buen humor. Para cualquier tipo de felicidad, incluso en este mundo, se necesitará una gran dosis de control, de modo que lo que pretende cualquier clase de deseo fuerte, ser sano y razonable, no cuenta para nada. Todo hombre cuerdo y civilizado debe tener un conjunto de principios según los cuales elija rechazar algunos de sus deseos y permitir otros. Un hombre hace esto basándose en los principios cristianos; otro, en principios de higiene; otro, en principios sociológicos. El verdadero conflicto no está entre el cristianismo y la «naturaleza», sino entre los principios cristianos y otros principios en el control de la «naturaleza». Puesto que la «naturaleza» (en el sentido de los deseos naturales) tendrá que ser controlada de todos modos, a menos que uno prefiera arruinar toda su vida. Es cosa admitida que los principios cristianos son más estrictos que otros, aunque pensamos que recibiréis una ayuda para obedecerlos que no recibiréis para obedecer a los otros.

En segundo lugar, muchos se arredran ante la perspectiva de intentar seriamente la práctica de la castidad cristiana porque creen (antes de intentarlo) que esto es imposible. Pero cuando algo ha de ser intentado, nunca se debe pensar en la posibilidad o la imposibilidad. Enfrentado a una pregunta opcional en un examen, uno considera si puede contestarla o no; enfrentados a una pregunta obligatoria, uno ha de hacer lo que pueda. Podemos obtener una nota por una respuesta muy poco correcta, pero no recibiremos ninguna si dejamos la pregunta sin contestar. No sólo en los exámenes, sino también en las guerras, en el alpinismo, en aprender a patinar, a nadar, a montar en bicicleta, incluso a abotonarse un cuello duro con los dedos entumecidos, la gente a menudo hace lo que parecía imposible antes de que lo hicieran. Es maravilloso lo que podemos hacer cuando tenemos que hacerlo.

Podemos ciertamente estar seguros de que la castidad perfecta, como la caridad perfecta, no serán alcanzadas por nuestros meros esfuerzos humanos. Debemos pedir la ayuda de Dios. Incluso cuando esto ya se ha hecho es posible que os parezca que durante mucho tiempo ninguna ayuda, o menos de la que necesitáis, os es otorgada. No importa. Después de cada fracaso, pedid perdón, levantaos del suelo y volved a intentarlo. Muy a menudo, lo que Dios nos otorga primero no es la virtud en sí sino este poder de volver a intentarlo de nuevo. Pues por muy importante que sea la castidad (o el valor, la sinceridad, o cualquier otra virtud), este proceso nos entrena en hábitos del alma que son más importantes todavía. Nos cura de nuestras ilusiones con respecto a nosotros mismos y nos enseña a depender de Dios. Por un lado, aprendemos que no podemos confiar en nosotros mismos ni siquiera en nuestros mejores momentos y, por el otro, que no debemos desesperar ni en nuestros peores momentos, porque nuestros fracasos son perdonados. La única cosa fatal es sentirse satisfecho con cualquier cosa que no sea la perfección.

En tercer lugar, la gente a menudo malinterpreta lo que la psicología nos enseña acerca de las «represiones». La psicología nos enseña que el sexo «reprimido» es peligroso. Pero «reprimido» es aquí una palabra técnica: no significa «suprimido» en el sentido de «negado» o «resistido». Un deseo o pensamiento reprimido es uno que ha sido relegado al subconsciente (generalmente a una edad muy temprana) y que puede presentarse ahora a la conciencia sólo de un modo disfrazado e irreconocible. La sexualidad reprimida no le parece al paciente sexualidad en absoluto. Cuando un adolescente o un adulto se ocupa de resistir un deseo consciente, no está tratando con una represión ni está en el menor peligro de crear una represión. Por el contrario; aquellos que seriamente intentan practicar la castidad son más conscientes, y pronto saben mucho más acerca de su propia sexualidad que ningún otro. Llegan a saber de sus deseos como Wellington sabía de Napoleón, o Sherlock Holmes de Moriarty; como un cazador de ratas sabe de ratas o un fontanero de tuberías que pierden agua. La virtud -incluso la virtud que se intenta- trae consigo la luz; la permisividad trae las tinieblas.

Finalmente, aunque he tenido que extenderme un poco en el tema del sexo, quiero dejar tan claro como sea posible que el centro de la moral cristiana no está aquí. Si alguien piensa que los cristianos consideran la falta de castidad como el vicio supremo, está del todo equivocado. Los pecados de la carne son malos, pero son los menos malos de todos los pecados. Los peores placeres son puramente espirituales: el placer de dejar a alguien en ridículo, el placer de dominar, de tratar con desprecio, de denigrar; el placer del poder o del odio. Puesto que hay dos elementos en mí, compitiendo con el ser humano en el que debo intentar convertirme. Estos son el ser Animal y el ser Diabólico. El ser Diabólico es el peor de los dos. Por eso un hipócrita frío y autocomplaciente que acude regularmente a la iglesia puede estar mucho más cerca del infierno que una prostituta. Aunque, naturalmente, es mejor no ser ninguna de las dos cosas.

jueves, 5 de febrero de 2009

El espacio narrativo de Tintín

En el centenario de Hergé. Fernando Zaparaín Hernández, Profesor Titular de Proyectos Arquitectónicos (Valladolid) escribía este interesante estudio sobre la estética de Tintín que ahora publicamos.

Deprisa, deprisa... Así continúa moviéndose por nuestras ciudades el famoso personaje de Hergé, en el centenario convencional de su creador. Si lo seguimos, a lo largo de este análisis podremos comprobar cómo en los cómics de Tintín, las viñetas definen un espacio, aunque más tarde, ese espacio ayudará a construir las viñetas hasta convertirse en poderoso instrumento narrativo.

La historia construye un espacio
Al principio Hergé parece optar por una ciudad sucinta, próxima a un escenario tridimensional abstracto con paredes y suelos continuos sin despieces, sobre los que poder expresar la línea clara que había elegido para sus personajes-silueta, de colores homogéneos y sombras negras. Y eso a pesar de que ya las primeras aventuras tenían vocación de localizarse en unas coordenadas temporales y físicas concretas, como los Estados Unidos de la Ley seca. Sería esta intención de verosimilitud la que llevaría a un progresivo esfuerzo de documentación, cuya consolidación suele situarse en El Loto Azul. Sus detalladas reproducciones de la Manchuria ocupada por los japoneses demostraron que el contorno no perdía fuerza en medio de prolijos elementos de atrezzo oriental, en contraste con la ingenuidad de las escenas orientales de la versión inicial de Los cigarros del faraón, el álbum anterior.

Entre la lista de entornos urbanos recreados con fruición destaca la Ginebra del asunto Tornasol, fondo aparentemente secundario de una trama de la guerra fría. Un simple trayecto en taxi de los protagonistas se traduce en una intensa viñeta con gente en el tranvía, anuncios, señales de tráfico y edificios reconocibles. Todavía más presente está en nuestra memoria Klow, la capital de Syldavia, balcánica, provinciana y monumental, con sus folletos de turismo y un papel en la historia europea. El país enemigo por excelencia, Borduria, también cuenta con inolvidables escenas urbanas en Szohôd que reflejan el tedio de la monumentalidad comunista y la paranoia de un dictador que exige la reproducción de su augusto bigote por todas partes. Un ejercicio divertido sería contar el número de veces que aparece este emblema mientras se recorren las calles inventadas.

Tintín no es el héroe de cómic americano con poderes especiales, ni el científico-ingeniero decimonónico que pobló las historias de Verne. Tampoco es el aristócrata de Walter Scott, ni el pionero de London o Melville. Hergé creó un personaje aparentemente gris y anodino, un habitante tipo de la ciudad europea de entreguerras, pero lo introdujo en la piel del periodista independiente, paradigma del ansia de verdad y la lucha contra los grupos modernos de poder. Y situó el arranque de sus escapadas planetarias en las calles convencionales de una Bruselas nunca mencionada pero siempre presente en los ingeniosos giros del dialecto local y en sus avenidas racionalistas.

La ciudad de Tintín es una sucesión de instantáneas, fruto de la mirada fílmica del travelling. Su paso altera todo, como una vibración que tensiona narrativamente el espacio. Así, el cómic da cuenta intuitivamente del interés moderno por ver las cosas desde el vehículo en el que nos trasladamos, con una visión fragmentada, de Baudelaire o Benjamin. Algo que también manifestaba el joven Le Corbusier, en su viaje a Oriente de 1911. Con sus fotos aprendió a ver la ciudad en términos dinámicos y distantes, frente a las propuestas entonces aún vigentes que tendían a concebir el espacio urbano como una sucesión de acontecimientos pintorescos, a lo Camilo Sitte.

También el cómic tuvo que superar la estabilidad del dibujo tradicional para reflejar las nuevas sensaciones dinámicas, como muestra una página de Stock de Coque. Aquí, las viñetas se ajustan a la cinética propia de un ataque aéreo, porque cada recuadro varía el punto de vista respecto al anterior. Primero miramos desde los aviones, a vista de pájaro, algo sólo posible en la modernidad. Ya no hay una perspectiva focal y estable. Los aeroplanos se desplazan de arriba abajo o en círculos. Si estamos junto a los protagonistas en la barca, la viñeta se alarga hacia arriba, en el sentido del paso de un avión, al que vemos en un dramático contrapicado. A toda la escena del ametrallamiento se le superpone otra paralela con el movimiento de un obenque que se balancea junto al palo mayor, desequilibrando la ortogonalidad gravitatoria, porque estamos en una embarcación que se mece. En apenas unas viñetas se combinan varios tipos de movimiento y dos largas acciones simultáneas.

Con el tiempo, Hergé tendrá que conseguir un hogar donde reunir a su extraña compañía. Todos acabarán en el castillo de Moulinsart, convertido en personaje quizás principal del álbum Las joyas de la Castafiore, en el que la diva revoluciona el universo masculino en un ejercicio de virtuosismo y metalenguaje que reflexiona sobre cómo construir y tensar un álbum sin que realmente pase nada. En contra de su dinámica de espacios abiertos, Hergé se ata a sí mismo las manos obligándose a no traspasar los estrechos muros de la casa burguesa por antonomasia. Por si esto no fuera suficiente, confina a Haddock en una silla de ruedas, como hizo Hitchcock con el Jeffries de La ventana indiscreta y desde esos parámetros monta todo tipo de incidentes como demostración irónica y madura de que puede mantener el suspense sin tema y en cualquier circunstancia.

El espacio construye la historia
El protagonismo de Moulinsart permite entender cómo un marco escenográfico se utiliza para reforzar el transcurso psicológico de la acción y no sólo sirve para ambientarla razonablemente. Determinados elementos arquitectónicos como puertas, ventanas o escaleras protagonizan verdaderamente los sucesos, acotando con su simbología la carga dramática. Veremos algunos ejemplos.

Las puertas. En El cangrejo de las pinzas de oro, un dintel que se traspasa sirve para anunciar una nueva aventura, cuando los protagonistas abandonan la seguridad del fuerte francés hacia el desierto desconocido al estilo de los Centauros del desierto de John Ford. La puerta, al contrario que la ventana, puede ser atravesada. Se hace narrativa y tira de la historia hacia delante, aunque exige buenas dosis de osadía porque en Hergé detrás de ella siempre acecha el peligro. Por otro lado, al ser opaca, genera una poderosa división entre la zona conocida de la viñeta y un nuevo espacio por descubrir. La puerta reduplica el mecanismo espacial típico de la viñeta que consiste en poner de relieve una porción de la realidad mientras se invita al avance diegético hacia lo que el marco nos oculta en el fuera de campo.

También la ventana es un excelente recurso narrativo. Como no se puede traspasar, permite mirar sin riesgos. Por eso, cuando se producen sorpresas, la reacción y el suspense son más estimulantes. Por otro lado, la ventana es un gran instrumento espacial de gestión de la mirada, como dejó muy claro la arquitectura de Le Corbusier. En la representación gráfica se convierte, especialmente desde el Barroco, en un sistema para introducir el cuadro dentro del cuadro, reforzando el interés retórico sobre un tema. Hergé se hace eco de estas potencialidades cuando dirige nuestra mirada a través de escaparates y marcos, como en Tintín en América. Aquí la viñeta es la primera ventana por la que nosotros espiamos al protagonista que a su vez acecha a través del cristal los movimientos de sus contrincantes. El interior del bar se duplica con la presencia de otra ventana interna materializada en un espejo detrás de la barra, que proporciona el ángulo inverso de toda la acción. Se condensan en una sola viñeta varias escenas que a un principiante le habrían exigido mucho papel.

Pero quizás el mecanismo espacial más dinámico en Hergé sea la escalera, compendio de movimiento vertical y horizontal. Por su mismo trazado facilita un desarrollo diagonal y prolonga la tensión mientras el héroe huye de los enemigos o avanza por ella hacia lo desconocido. Incluso en una proyección plana de las zancas, la mirada se ve obligada a variar su punto de vista. Si la visión renacentista quedó marcada por la perspectiva, la visión dinámica de la arquitectura moderna se hizo cine y fotografía en la promenade de la villa Savoye. El desplazamiento por su conocida rampa aseguraba la experiencia móvil: mientras somos transportados por ese recorrido iniciático, dislocado y ascensional, nuestra mirada cambiará continuamente, y las perspectivas focales clásicas ya no serán posibles.

Algunos elementos del mobiliario doméstico o urbano se convierten a menudo en protagonistas de sucesos. Es el caso de las farolas, que ejercen un poderoso atractivo sobre el lado cómico de Hergé. Es conocida su capacidad para insertar gags que poco tienen que ver con la acción principal, y que incluso ocupan más espacio que ella, pero que definen un mundo propio y dan sutiles informaciones sobre los personajes. Esto sucede cada vez que algo se cruza en el camino de Haddock o los policías gemelos. El choque puede servir como inciso psicológico y permite generar una imagen surrealista del capitán con unas gafas gigantes sólo posibles en una pesadilla. Para Tintín se reserva una especial relación con el teléfono, símbolo de una incidencia en el guión. Aquí lucha por no perder la conexión vital con el exterior, frente al mayordomo Néstor, que pronto será imprescindible en la vida de todo el grupo. Es muy interesante la resolución gráfica de esta pelea, a lo largo de una mesa vista en alzado. El teléfono, al deslizarse en tres movimientos, reproduce la caída de los personajes que se lo disputan. Al final, ese objeto será el inesperado aliado que saque de apuros a nuestro héroe.

Las cabinas de teléfono y de ascensor suponen otra tentación narrativa, como puertas de acceso a mundos desconocidos. La escena de los ascensores en El asunto Tornasol utiliza la doble puerta para introducir dos viñetas en una. Además la sinécdoque de representar con una parte el todo se lleva al límite. Sólo aparecen las piernas de los personajes, en la extensión mínima para que reconozcamos cómo Tornasol baja mientras los demás suben y no lo ven. Las flechas iluminadas y los cables de los contrapesos en distintas posiciones indican que los movimientos son contrarios. Una vez más se simultanean en una sola imagen varias acciones gracias a la elección de un mecanismo escenográfico fecundo, que además, por su propia configuración, aumenta la tensión narrativa al expresar movimiento. En resumen, lo interesante de todos estos recursos es que la acción reside en los objetos mismos, que al modo surrealista cobran vida y se convierten en detonantes de situaciones dramatúrgicas.

Determinados escenarios son en sí mismos generadores de aventuras. Por eso Tintín visitará una y otra vez los modernos no lugares, como estaciones de tren y aeropuertos, donde los peligros y encuentros fortuitos acechan en medio de la indiferencia y el tránsito. Son lugares de paso, que se pueden grafiar mejor con viñetas panorámicas. También los puertos están llenos de objetos potencialmente agresivos y en sus barcos de múltiples nacionalidades reúnen geografías planetarias sin salir del entorno doméstico. Cuando Hergé los representa, a menudo afloran imágenes sacadas del largo estuario de Amberes, con muelles en ambas orillas. Primero nos fijamos en innumerables detalles, las grúas, un remolcador, las aves... Después comprendemos que en medio de todo este despliegue documental acechan varios elementos puramente narrativos, como el sugerente nombre del barco, mientras Tintín se distrae con las gaviotas, lo que le impide ver una amenazadora caja a la derecha, que en la siguiente viñeta estará a punto de costarle la vida.

Entre todos los escenarios cargados de tensión dramática, destacan en Hergé los barcos. Su entusiasmo por ellos corre paralelo a la pasión corbuseriana por el paquebote. En estas ciudades en miniatura, autónomas y maquinistas encontró la modernidad una buena expresión de la eficacia y la condensación social. El cómic se apoya en esa densidad del barco pero ayuda a resaltar los peligros que acechan a sus habitantes. Cuando nuestros héroes son recogidos en el mercante Ramona, la estrechez espacial y el mar convierten a este en una prisión. Para representar la situación oprimente se usa el propio camarote pero haciendo un alarde porque apenas vemos algunos rasgos del mobiliario debido a que los globos de texto ocupan casi todo. Los pocos elementos que se atisban pierden la ortogonalidad gravitatoria, al aparecer con distinta inclinación respecto al marco de cada viñeta, y bastan para transmitir gráficamente una difícil sensación cinética de balanceo recordando que vamos a bordo de una nave.

Otra escena de barco puede servir para entender el complejo valor narrativo del espacio plano. En resumen, la perspectiva cónica proporciona inicialmente mayores posibilidades de expresar la profundidad espacial y consecuentemente sitúa a varios personajes en distintas posiciones y tesituras. Dentro de la caja escénica hay varios espacios, pero un solo tiempo. Hergé usa esta manera tradicional de contar las cosas, pero también ensaya los valores de la representación plana. En la viñeta del barco, para plantear una persecución no se colocan los personajes con distinto tamaño dentro de una cónica deformada de la cubierta del trasatlántico. Por el contrario, los elementos de esa cubierta, como el suelo, la barandilla o los pilares metálicos, son una cinta continua que desdibuja la fragmentación en viñetas. Hay un solo espacio, pero varios tiempos distintos dentro de él. Sobre la banda corrida van pasando los personajes. A otra velocidad distinta se desplaza sobre la tira nuestra mirada: unas veces se adelanta a los protagonistas y otras coincide con ellos. Como en la cónica, podemos abarcar todo el espacio del corredor, gracias a las viñetas empalmadas, pero además captamos sobre él varios instantes superpuestos si seguimos la secuencia. Lo plano, aunque pierda inicialmente sensación de profundidad, luego la recupera por permitir la percepción de momentos distintos.

Por último, repasaremos cómo Hergé utilizó algunas configuraciones espaciales para representar gráficamente el transcurso temporal. Son recursos que actúan como un reloj de arena o los estratos arqueológicos, que solidifican el tiempo ya pasado y lo conservan para nosotros. Un ejemplo es la imagen de Tintín en el Tíbet que refleja las tormentosas relaciones de Haddock con el Hombre de las Nieves, pero sin que este aparezca. En un más difícil todavía, quedan congeladas aquí sobre el soporte blanco varias horas de la vida del Yeti. Podemos asistir, siguiendo sus huellas, al hallazgo de la botella perdida por el capitán. Unas pisadas más allá, comprobamos los efectos del alcohol en forma de borrachera y golpe, seguidos de la huida con pasos vacilantes hacia la montaña lejana. En el extremo izquierdo de la viñeta Haddock vociferando; en el extremo derecho su enemigo que se ha ido, presente sin necesidad de ser representado. De una esquina a otra del dibujo, muchos kilómetros de Himalaya trasladados para nosotros a un pequeño recuadro por la genialidad de un experto. Entre medias, la inmensidad blanca del no-dibujo de la nieve.