martes, 23 de marzo de 2010

Pánico moral

Rafael Navarro-Valls, catedrático de Derecho en la Universidad Complutense y Académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, publicó en "el Mundo" este artículo:

Un tribunal de la Haya decidió en julio de 2006 que el partido pedófilo Diversidad, Libertad y Amor Fraternal ( PNVD, siglas holandesas) , “ no puede ser prohibido, ya que tiene el mismo derecho a existir que cualquier otra formación”. Los objetivos de este partido político eran: reducir la edad de consentimiento (12 años) para mantener relaciones sexuales, legalizar la pornografía infantil, respaldar la emisión de porno duro en horario diurno de televisión y autorizar la zoofilia. El partido acaba de disolverse esta misma semana. Al parecer, ha contribuido decisivamente la “dura campaña” lanzada desde todos los frentes, internet incluido, por el sacerdote católico F.Di Noto, implacable en la lucha contra la pedofilia.

Esta buena noticia - cuyo protagonista es un sacerdote católico - coincide con otra mala, protagonizada también por sacerdotes de esta confesión. Me refiero a la tempestad mediática desatada por abusos sexuales de algunos clérigos sobre menores de edad. Estos son los datos: 3.000 casos de sacerdotes diocesanos involucrados en delitos cometidos en los últimos cincuenta años, aunque no todos declarados culpables por sentencia condenatoria. Según Charles J. Sicluna – algo así como el fiscal general del organismo de la Santa Sede encargado de estos delitos - : “ el 60% de estos casos son de ‘efebofilia’, o sea de atracción sexual por adolescentes del mismo sexo; el 30% son de relaciones heterosexuales, y el 10%, de actos de pederastia verdadera y propia, esto es, por atracción sexual hacia niños impúberes. Estos últimos, son unos trescientos. Son siempre demasiados, pero hay que reconocer que el fenómeno no está tan difundido como se dice”.

Efectivamente, si se tiene en cuenta que hoy existen unos 500.000 sacerdotes diocesanos y religiosos, esos datos –sin dejar de ser tristes, - suponen un tanto por ciento no superior al 0.6%. El trabajo científico más sólido que conozco de autor no católico es el del profesor Philip Jenkins, Pedophiles and Priest, Anatomy of a Contemporary Crisis ( Oxford University Press). Su tesis es que la proporción de clérigos con problemas de desorden sexual es menor en la Iglesia Católica que en otras confesiones. Y, sobre todo, mucho menor que en otros modelos institucionales de convivencia organizada. Si en la Iglesia Católica pueden ahora resaltar más - y antes- es por la centralización eclesiástica de Roma, que permite recoger información, contabilizar y conocer los problemas con más inmediatez que en otras instituciones y organizaciones, confesionales o no.

Hay dos ejemplos recientes que confirman los análisis de Jenkins. Los datos que acaban de facilitar las autoridades austríacas indican que, en un mismo período de tiempo, los casos de abusos sexuales señalados en instituciones vinculadas a la Iglesia han sido 17, mientras que en otros ambientes eran 510. Según un informe publicado por Luigi Accatoli ( un clásico del Corriere della Sera) , de los 210.000 casos de abusos sexuales registrados en Alemania desde 1995, solamente 94 corresponden a personas e instituciones de la Iglesia católica. Eso supone un 0,045% .

Me da la impresión de que se está generando un clima artificial de “pánico moral”, al que no es ajeno cierta pandemia mediática o literaria centrada en las “desviaciones sexuales del clero”, convertidas en una suerte de pantano moral. Nada nuevo, por otra parte, pero que ahora alcanza cotas desproporcionadas, al conocerse hace unos días los casos ocurridos en Alemania, Austria y Holanda. La campaña recuerda las leyendas negras sobre el tema en la Europa Medieval, la Inglaterra de los Tudor, la Francia revolucionaria o la Alemania nacional-socialista.

Coincido con Jenkins cuando observa : “ el poder propagandístico permanente de la cuestión pedófila fue uno de los medios de propaganda y acoso utilizados por los políticos, en su intento de romper el poder de la Iglesia católica alemana, especialmente en el ámbito de la educación y servicios sociales”. Esta idea es ilustrativa, si se piensa en aquel comentario de Himmler : “ nadie sabe muy bien lo que ocurre tras los muros de los monasterios y en las filas de la comunidad de Roma…" Hoy también se mezcla la información de datos y hechos con insinuaciones y equívocos provocados. Al final, la impresión es que la única culpable de esa triste situación es la Iglesia católica y su moral sexual.

Dicho esto, es evidente que el problema tiene la gravedad suficiente para abordarlo sin oblicuidades. Vayamos a sus causas. Debo reconocer que me llamó la atención el énfasis que Benedicto XVI puso en la reiterada condena de estos abusos en su viaje a Estados Unidos. Los analistas esperaban, desde luego, alguna referencia al tema. Pero sorprendió que por cuatro veces aludiera a estos escándalos. Y es que, en realidad, esta cuestión hunde sus raíces en los años sesenta y setenta, pero estalla a principios del nuevo milenio con sus repercusiones patrimoniales y de reparación para las víctimas.

Algo, pensaba yo, que pertenece al pasado. A un pasado que coincidió con la llamarada de la revolución sexual de los sesenta. Por entonces se descubrió, entre otras filias y fobias, la “novedad” de la pedofilia, apuntando, entre otros objetivos, a la demolición de las “murallas” levantadas para impedir el contacto erótico entre adultos y menores. ¿Quién no recuerda – en torno a aquellos años - a Mrs Robinson y a Lolita…? Si se hurga un poco comprobaremos que algunos de los más inflexibles “moralistas” actuales, fueron apóstoles activos de la liberación sexual de los sesenta/setenta.

Esta revolución ha marcado a una cultura y a su época, dejando una profunda huella, que contagió también a ciertos ambientes clericales. Así, algunas Universidades católicas de América y Europa desarrollaron enseñanzas con una concepción equívoca de la sexualidad humana y de la teología moral. Al igual que toda una generación, algunos de los seminaristas no fueron inmunes y actuaron luego de modo indigno. Contra esa podredumbre se enfrentó decididamente Juan Pablo II, cancelando el permiso de enseñar en esas Universidades a algunos docentes, entre ellos a Charles Curran, exponente cualificado de aquella corriente.

Benedicto XVI, no obstante las raíces antiguas del problema, decidió actuar con tolerancia cero en algo que mancha el honor del sacerdocio y la integridad de las víctimas. De ahí sus reiteradas referencias al tema en Estados Unidos y su rápida reacción convocando a Roma a los responsables, cuando el problema estalló en algunas diócesis irlandesas. De hecho acaba de hacerse pública una dura carta a la Iglesia en Irlanda donde el Papa viene a llamar “traidores” a los culpables de los abusos y anuncia, entre otras medidas, una rigurosa inspección en diócesis, seminarios y organizaciones religiosas.

Resulta sarcástico el intento de involucrarle ahora en escándalos sexuales de algún sacerdote de la diócesis que regentó hace años el arzobispo Ratzinger. Sobre todo si se piensa que fue precisamente el cardenal Ratzinger quien, como prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, firmó el 18 de mayo de 2001 la circular De delictis gravioribus' (“crímenes más graves”) con duras medidas ejecutivas contra esos comportamientos. El propio hecho de reservar a la Santa Sede juzgar los casos de pedofilia (junto con los atentados contra los sacramentos de la Eucaristía y la Confesión) subraya la gravedad que les confiere, así como el propósito de que el juicio no aparezca “condicionado” por otras instancias locales, potencialmente más influenciables.

Desde luego, en todas partes cuecen habas. Nigel Hamilton ha escrito sobre la presidencia de EE.UU: “En la Casa Blanca hemos tenido a violadores, mariposones, y, para decirlo suavemente, personas con preferencias sexuales poco habituales. Hemos tenido asesinos, esclavistas, estafadores, alcohólicos, ludópatas y adictos de todo tipo. Cuando un amigo le preguntó al presidente Kennedy por qué permitía que su lujuria interfiriese en la seguridad nacional, respondió: "No puedo evitarlo".

Ante el problema, la Iglesia es una de las pocas instituciones que no ha cerrado las ventanas ni atrancado las puertas hasta que pase la tormenta. No se ha acurrucado en sí misma “hasta que los bárbaros se retiren a los bosques”. Ha plantado cara al problema, ha endurecido su legislación, ha pedido perdón a las víctimas, las ha indemnizado y se ha tornado implacable con los agresores. Denunciemos los errores, desde luego, pero seamos justos con quienes sí quieren –a diferencia de Kennedy- evitarlos.

sábado, 20 de marzo de 2010

Reflexión sobre la moda

Gilles Lipovetsky (París, 1944) es un filósofo y sociólogo francés. Es profesor agregado de filosofía y miembro del Consejo de Análisis de la Sociedad y consultor de la asociación Progrès du Management. En sus principales obras (en particular, La era del vacío) analiza lo que se ha considerado la sociedad posmoderna, con temas recurrentes como el consumo, el hiperindividualismo contemporáneo, la hipermodernidad, la cultura de masas, el hedonismo, la moda y lo efímero, los mass media, el culto al ocio, la cultura como mercancía, el ecologismo como disfraz y pose social, etcétera. transcribimos este artículo suyo de indudable interés.

“EL LUJO EN LA ERA HIPERMODERNA”

Estamos ante una nueva era, la era hipermoderna, propia de nuestra sociedad contemporánea, que se refleja en la moda. Vivimos una nueva edad histórica de la moda, paralela a la globalización de nuestro mundo, que se caracteriza por diez rasgos.

El primer rasgo, es que ha pasado el reinado de la alta costura, que tenía un primer centro de la hegemonía en París. Ya no existe un solo centro, hay varios centros, aunque por supuesto Paris sigue siendo importante, pero también lo es Londres, Nueva York, Milán, Ámsterdam. Se han multiplicado las “fashion week”, estamos ante la multimoda policéntrica y multicultural, con vistas a nuevos mercados: Japón, China, turcos indios. Es la moda global, la que moderniza los estilos tradicionales, los mezcla con los étnicos y hace posible una moda generalizada. La moda moderna es policultural y en ella caben multiplicidad de estilos, mezcla lo nuevo con lo antiguo.

El segundo rasgo, antes existía una oposición clara entre la moda de lujo y la composición industrial, un estilo sin nombre y con poca estética. Esta oposición radical tampoco existe ahora. La ropa industrial también es ropa de moda, sigue las tendencias, tiene estatuto de moda reconocida, con imagen. Y actualmente las marcas que adoptan este nuevo estilo va adoptando los métodos y estrategias por las que funcionaban la moda de lujo o gama alta. Hay marcas como H&M que recurren a creadores de prestigio, como Cavalli, y este fenómeno se llama mass prestige, o prestigio de masas, lo barato es también creativo y original. En los anuncios vemos marcas que utilizan la imagen de personajes famosos, artistas de cine. Van dirigidas al gran publico y se refleja también en el estilismo de las tiendas, ejemplo claro es Zara. Abrir tiendas chic en barrios elegantes junto a las tiendas de grandes diseñadores es también signo de nuestro tiempo globalizado.

El tercer rasgo, los grandes distribuidores, los grandes almacenes, adquieren mucha importancia en el terreno de la moda. Por ejemplo en Estados Unidos los híper, la venta por correspondencia, corresponde al 85% del consumo de ropa. En Europa es mucho menos, no obstante, este rasgo va aumentando. Se presentan con un sofisticado sistema de comunicación al público las colecciones tradicionales de invierno y de verano. La nueva realidad: el poder de los grandes de los distribuidores por encima del poder de los grandes estilistas. Se trata de la preponderancia de una moda-marketing. Ya no impone a la demanda un estilo determinado basado en los caprichos de un creador famoso.

El cuarto, el universo de la moda de lujo se asentaba en empresas familiares de pequeños tamaño, artesanales, en casas de moda independientes, con sus fundadores, sus creadores, sus clientes. Chanel, Dior, Nina Ricci, Vuitton... este ciclo ha concluido. Ahora hay gigantes de la moda, grupos multimarcas de gran envergadura que cotizan en bolsa y que agrupan a una gran cartera de marcas de prestigio. Una nueva época para las marcas se anuncia, caracterizada por movimientos de concentraciones, adquisiciones, cesiones de grandes marcas en este mercado global. Hemos pasado de la lógica artesanal y familiar a la lógica financiera, industrial. Marcas tradicionales, han tenido que acogerse a esta nueva concepción de la moda para subsistir, han tenido que buscar inversiones para la expansión. Hay alguna que subsiste en plan tradicional, como Armani, pero como las necesidades de inversión son cada vez más considerables buscan socios financieros. Todds, o Burberrys entran en esta dinámica, otras marcas de moda han optado por abrir su capital a fondos de inversiones que participan o compran la totalidad de marcas que se encuentran en apuros financieros. Sea como sea, se afianza el hecho de las estrategias económicas como punto preponderante. Se ha convertido en una moda hipermercantil como objetivo de desarrollo internacional. No son solo las marcas de lujo, la misma dinámica ocurre también en las marcas abiertas al gran público Zara, o H&M, por ejemplo, pero la moda no es solamente la ropa para un grupo de élite, sino que se inserta en toda la economía en un sentido más amplio, por derecho propio, como los demás: de expansión u rentabilización de capitales.

El 5º rasgo, no solamente las marcas populares han adoptado la forma de las marcas de lujo, sino que el lujo han adoptado algunos de los principios del marketing del gran consumo. No hace tanto tiempo, para las marcas de lujo era casi de mal gusto, vulgar, hacer publicidad: si se hacía, se hacía poco y en sectores muy selectos. Pero estamos también en la hipermediatización de las marcas de lujo, de la espectacularidad, los presupuestos publicitarios en el sector, por ejemplo de los perfumes, se han disparado. Antes era la discreción y la elegancia, ahora se apuesta por al trasgresión, la provocación, un marketing agresivo que caracteriza al lujo hipermoderno. Y es por la importancia creciente de la imagen y de los medios, que son los que construyen la identidad de la marca de lujo. Cada vez es más la imagen mediática la que crea una marca de lujo y no propiamente la creación del producto, es el marketing espectacular con anuncios y campañas publicitarias en las que intervienen las grandes estrellas de Hollywood. Todo esto se contagia a los propios desfiles de moda. Las presentaciones de las colecciones de alta costura se hacía hace unos años en salones discretos para un público selecto, con estilo, el propio desfile era muy sobrio. Ahora es todo lo contrario. Todo es un circo, un espectáculo, con coreografías, música, juego de luces, un gran show de moda. Todo se mezcla, todo se conecta con el arte, el teatro. También se busca la innovación, la provocación y todo destinado no a los clientes sino a los medios de comunicación. No son meras presentaciones de prendas de vestir de una marca de lujo. En la era hipermoderna, la estrategia del marketing es algo fundamental, lo importante es qu4 los medios hablen de él. Sigue siendo la imagen la que crea la marca de moda.

6º rasgo. Desde los años 90 el mundo de la distribución de lujo, es decir, las tiendas, ha experimentado una espectacular transformación, y una espectacular multiplicación en tiendas controladas por las propias marcas. Un ejemplo, desde 1994 y 2005 Dior ha aumentado su número de tiendas desde 22 a 200, en diez años. Al mismo tiempo, se iniciaba una carrera para ampliar sus superficies de venta con enormes superficies, 1.200 metros cuadrados, torres de varias plantas, para Gucci, Chanel, todo monumental, realizado por grandes arquitectos. Lo que es nuevo hoy no se limita al escaparate de las tiendas, sino que para la promoción de la marca de lujo se echa mano de la arquitectura, del arte, del marketing... Con exposiciones de arte en sus tiendas, paralelas a la marca, como tiendas globales de cultura. La moda y el lujo son como un universo de vida, con perfumes, complementos, joyas, que tratan de satisfacer los deseos de lujo del publico, jóvenes y mayores, gente acomodada y pobres. Los deseos de lujo se han democratizado. En todas las clases hay deseo de lujo, incluso en las fabelas brasileñas. 1 europeo de cada 2 consume al menos una marca de lujo al año. En Francia, el 65% de los jóvenes entre 15 y 25 años ya han acudido a una tienda de lujo. La misma tienda se ha convertido en una vía de iniciación del lujo, que va preparando a los consumidores para su entrada en el lujo. Hay ciertas marcas históricas de prestigio –Chanel, Cartier- que se empeñan en sacralizar sus tiendas, son lugares casi sagrados. Vemos en las tiendas música rock, pop, diseño en las formas arquitectónicas de las propias tiendas. La renovación de las tiendas cada pocos años entran en esta estrategia. Se dan dos cosas contrarias: moda austera, sobria, pero también muy sexualizada, sensual, se quiere ofrecer al consumidor una experiencia, con sus técnicas impactantes. El estilo efímero ha invadido el mundo del lujo. Ir de compras tiene que ser una distracción, una motivación para el individuo, tiene la gente que captar en la tienda de lujo de un ambiente mágico, un mundo al que pertenece.

7º rasgo. En la época anterior de la moda había una unidad estilística: la distinción, la elegancia refinada vinculada a la alta costura. Esto ha cambiado. De la homogeneidad hemos pasado a todo un collage de estilos dispares. Todo entra: lo amplio, lo ceñido, lo monacal, lo sofisticado, todo se ha convertido en legítimo. Todas son iguales de válidas. Hay más libertad en los estilos. Antes había que estar a la última, estar muy informada de la tendencia de la temporada, de la tiranía de la moda, hoy por hoy la moda es seguida de forma menos fiel, las mujeres llevan lo que les gusta, con la imagen que tienen de sí mismas. La moda tiene mucho de psicológico y emocional, interviene el precio, los estilos, compra modelos a distintos grupos y mezcla. Es síntoma del desplome de las estructuras de clase. Las diversas clases sociales perduran por las desigualdades, pero no hay una cultura de clase en sí. El lujo se identificaba con el consumo de ostentación enfatizando la superioridad social, para demostrar la riqueza, eso sigue así, pero al mismo tiempo en Europa vemos como va tomando cuerpo una nueva relación con el lujo. La gente quiere hacer un despliegue de riqueza pero más que nada quieren experimentar momentos d fiesta, de felicidad en el consumo de lujo, ahora es más importante dar una apariencia fde juventud mas que de riqueza. Se quiere realzar la apariencia individual que del grupo social, los gustos personales, y aunque sigue la distinción social, es la búsqueda de la propia experimentación sensitiva lo que cuenta. La época actual es hedonista, prioriza el bienestar, el lujo, el placer. Los adolescentes son conformistas en la moda. Los jóvenes siguen la moda porque necesitan integrarse en un grupo, que sus camaradas lo reconozcan y para afirmar su identidad personal, el rechazo de la tradición paterna, compran moda en lugar de otra, y quiere decidir, aunque sea dentro de un conformismo estricto, las marcas son las que permiten a los adolescentes encontrar lo que quieren y afirmar su individualidad, aunque sean indudablemente miméticos, no están contracorriente.

8º rasgo. El que la moda sea individualista y cada uno haga lo que quiera no significa que los códigos hayan desaparecido. Desde un punto de vida social, no todo está permitido. En esta época individualista, la apariencia masculina y la apariencia femenina son muy distintas. No hay ningún carácter intercambiable entre moda masculina y femenina. La moda masculina se sigue imponiendo a lo femenino. La tendencia unisex es una tendencia limitada, es un mito. La moda se diferenció a partir de la edad media al comprobar la diferencia radical entre el aspecto masculino y el aspecto femenino. A pesar de todos los cambios y sacudidas desde entonces, sigue perdurando esa diferenciación y creo que va a perpetuarse. La moda de la era hipermoderna reconduce la separación sexual de las apariencias. Un ejemplo está en que los hombres no se maquillan ni llevan faldas ni vestidos. Lo únicos intentos que hay son experiencias de creación pura, que no tienen reflejo en la calle. Lo contrario sí se da: las mujeres se han apropiado de casi todos los códigos de la vestimenta masculina. Cuando se dice que la moda se basa en la conmutación de los códigos vigentes, esto es falso, porque lo demuestra el caso de la diferenciación de la moda femenina y masculina.

9º rasgo. La moda es menos dirigista, pero hay cada vez más dirigismo en cuanto al cuidado corporal: las técnicas de adelgazamiento, el cuidado anticelulítico, la cantidad de gimnasios en todas sus formas, los cuidados antiedad, la explosión de la cirugía estética, etc. El imperativo de la seducción se basa cada vez menos en la vestimenta y más en el propio cuerpo. Esta es una de las figuras de la moda en la era hipermoderna: la paradoja de que cuanto más se diversifica la moda más uniforme es el modelo del cuerpo, esbelto, adoptado por consenso mundial. Más tiranía es la cultura del físico, del cuerpo. La paradoja va más lejos: también ocurre que cuanto más estrafalaria es la moda, más se erotiza la lencería femenina. Las mujeres rechazan el estatuto de mujer objeto, pero en la lencería es lo contrario: se mantiene lo sexy sin ningún problema. Antes, las feministas quemaba los sujetadores en los años 60, ahora vemos que el movimiento es el contrario: en el terreno de la moda íntima se aprecia aún mas las diferencias de la moda femenina y masculina. La lencería hoy día se ha convertido en un elemento de moda en sí misma, importante en las colecciones, incluso se lleva por encima y no como ropa interior. Se vuelve a plantear la identidad de la mujer, y es que la seducción es algo que escoge la mujer cuando quiere y para quien quiere, no es algo obligado. La moda es una forma de expresar la identidad del género femenino o masculino y por ello siempre creo que perdurará.

Pero la moda es mucho más que todo lo que acabo de contar, constituye el tiempo histórico de la lógica de la moda, que ha logrado sacar de su ámbito limitado para trasladarse a un campo cada vez más amplio: renovación, diferenciación, seducción. La moda hipermoderna se impone en cada uno de los ámbitos de la vida diaria: deporte, cultura, los medios, el ocio. La hipermoda es la que alcanza estructuralmente a otros sectores, hasta ahora apartados: los hoteles, los museos, el interiorismo, los complementos -que se han rejuvenecido desde los años 90-, las gafas, las joyas. Hay cosas muy positivas en la hipermodernización de la moda. Aunque estamos ante el poder de las marcas y del marketing, los consumidores son más libres y están menos obsesionados, mucho mejor porque las personas no vivimos para la moda, sino la moda para las personas. Es verdad que actualmente hay menos pasión por la elegancia, pero asistimos a una profundización de los deseos estéticos del público en general, lo vemos por el turismo cultural, el interiorismo y el paisajismo, la gastronomía, la jardinería. La época de la era hipermoderna es la de la estetización del consumo.

10ª Finalmente, hallamos que hay más creadores que se preocupan por el modo de producción de la ropa y el impacto medioambiental y la moda ecológica, lo que significa una moda responsable y esto es un fenómeno totalmente novedoso, ocurre por primera vez. La moda se acerca a la preocupación por el futuro, por el cuidado del planeta. No es sólo la democratización de la apariencia sino su responsabilidad social y medioambiental. Vivimos en una época en la que la moda no es totalmente frívola, pues vivimos en una época de ansiedad, menos lúdica. La moda ética tiene una mayor importancia, y es menos jovial pero es más responsable, hay que acoger esto con buenos ojos porque es un paso en la dirección correcta.

lunes, 15 de marzo de 2010

Buenas películas

Un cine que testimonia la verdad

El cine puede ser un poderoso instrumento al servicio de la verdad; de la verdad de los hechos históricos, y de la verdad del hombre. Poderoso porque, con la fuerza de su luz y la persuasión de sus imágenes, nos puede presentar la verdad de forma conmovedora, emocionándonos, deslumbrándonos. Este año, Alfa y Omega ha premiado películas que responden sobradamente a ese ideal. Y de entre ellas destaca Katyn, que no sólo es una película histórica que desenmascara una mentira oficial relativa al estalinismo, sino que es algo más. Mucho más

La película más premiada en esta XV edición de los Premios Alfa y Omega de Cine es un monumento a los caídos, como el que hay junto a la playa de Omaha, en Normandía, o la gigantesca estatua de Mamáyev Kurgán, memorial de los más de 2 millones de personas que murieron en la batalla de Stalingrado. Katyn es un monumento que nos recuerda que las ideologías son enemigas mortales de lo humano. Y nos muestra la nobleza del pueblo polaco, que vivía de la fe. Algo parecido ocurre con Amazing Grace, otro film histórico que retrata a un cristiano combatiendo desde su fe, para acabar con el tráfico de esclavos en la Inglaterra del siglo XVIII. Frost contra Nixon propone una interesante mirada sobre la relación entre periodismo y verdad. Y también la ficción puede testimoniar la verdad del hombre, con películas como Still Walking, que subraya el valor de la familia; Despedidas, centrada en la dignidad del ser humano, incluso una vez muerto; Gran Torino, que cuenta la historia de un hombre que abre su corazón; Up, que habla del amor eterno; o Slumdog millionaire, que reflexiona sobre las decisiones correctas de la libertad. Una buena cosecha que Alfa y Omega ha premiado así:

Katyn, de Andrej Wajda

El consagrado cineasta polaco Andrej Wajda, con más de 80 años, aborda con este film el proyecto más personal de su carrera. No sólo porque le supone revivir el asesinato de su padre por las tropas de Stalin, sino porque significa llevar al cine una de las heridas más dolorosas del pueblo polaco: los 20.000 asesinatos del bosque de Katyn, y las posteriores mentiras oficiales sobre ello. El resultado es una película espléndida, tanto en lo formal como en el tratamiento del asunto, y lleva a Wajda a una de las cotas más altas de su carrera.
En septiembre de 1939, una semana después de la firma del Pacto Molotov-Von Ribbentrop entre Hitler y Stalin, Polonia fue atacada, por el oeste, por los alemanes, y por el este, por los bolcheviques. Quince mil oficiales del ejército polaco, sitiados y desarmados, fueron llevados a los campos de trabajo soviéticos de Ostashkov, Kozielsk y Starobielsk. Lo mismo les ocurre a cinco mil dirigentes intelectuales polacos -profesores, artistas, políticos...- En el invierno de 1940, Stalin ordenó su ejecución, tras llevar a los prisioneros a los bosques de Katyn, donde fueron ejecutados de un tiro en la nuca. En el transcurso de la guerra, los nazis encontraron las fosas comunes de Katyn, y culparon -hipócritamente- a los soviéticos. Los bolcheviques manipularon las autopsias para cambiar la fecha de las ejecuciones y acusaron a los alemanes. Acabada la Segunda Guerra Mundial, esta mentira se consagró como versión oficial, y los nazis cargaron con esa responsabilidad hasta 1990, año en que Rusia reconoció que aquel genocidio fue obra de Stalin y de las NKVD.

El argumento del film se basa en la novela Post mortem, de Andrzej Mularczyk. Sobre el trasfondo descrito, se sitúa la historia de Anna (Maja Ostaszewska), casada con el oficial polaco Andrzej (Artur Zmijewski). Cuando éste es detenido y llevado a la Unión Soviética, Anna se reúne con su suegra, cuyo marido, un profesor de la Universidad de Cracovia, ha sido también arrestado y llevado a Rusia. Juntas mantienen la esperanza de que sus maridos no aparezcan en las listas de ejecutados en Katyn que van haciéndose públicas. La aparición, al finalizar la guerra, del teniente Jerzy (Andrzej Chyra), amigo de Anna, aclarará muchas cosas y abrirá nuevas heridas. Junto a estos personajes, hay otras tramas secundarias que dibujan y refuerzan distintos matices del drama humano de Katyn.
El film se abre con una estremecedora partitura de Krzysztof Penderecki, que sitúa al espectador en el nivel anímico con el que debe enfrentarse a un film tan desasosegador. Unos amenazantes nubarrones no son sólo el fondo de los títulos de crédito, sino el estado de conciencia de un Wajda que ha tenido que convivir casi toda su vida con la mentira. La primera escena es todo un símbolo: en un puente se encuentran los polacos que huyen de los nazis con los polacos que huyen de los bolcheviques. Están rodeados. No hay escapatoria. Frente a la opacidad de tantas situaciones, conmueve un catolicismo sólido y arraigado en el sufrimiento. En todo momento, los polacos están prestos a rezar un Padrenuestro, a cantar un villancico, o a aferrarse al rosario.

La película es como un mecanismo de relojería: preciso, sin irregularidades, con una estética tan realista como sobria, sin la más mínima concesión al efectismo, ni a la demagogia maniquea. Incluso se permite la inclusión de un capitán soviético bueno, y un teniente polaco traidor. Se ha cuidado la dirección artística al máximo y el tratamiento de la luz. Un homenaje inmortal a las víctimas de Katyn no se puede permitir errores de bulto, ni trazos gruesos. El film va avanzando en el tiempo hasta recorrer los seis años de la guerra, para finalmente, como broche de oro, llevarnos a la matanza de Katyn, con unas escenas durísimas que pasarán a la historia del cine. Wajda ha firmado una de las mejores cintas sobre la Segunda Guerra Mundial jamás rodadas, más cerca de una confesión íntima que del bombo comercial de Hollywood.

La vergüenza, de David Planell
Mejor película española

Este film de David Planell (el guionista de Héctor, de Gracia Querejeta) cuenta una historia desgraciadamente muy real: la de un niño inmigrante que va de familia de acogida a centro de acogida sucesivas veces, y siempre acaba siendo devuelto por la familia acogedora de turno. Su difícil comportamiento, las motivaciones confusas de la familia y las concepciones esquemáticas de los agentes de la Administración hacen que el fracaso del acogimiento parezca inevitable. Lucía y Pepe llevan años queriendo tener un hijo, pero la infertilidad de ella les ha llevado a intentar un acogimiento permanente preadoptivo. Manu, un chaval peruano de ocho años, es un chico muy difícil, con mucho dolor dentro, y que ha sido devuelto varias veces por familias anteriores. Lucía y Pepe están en crisis porque tampoco consiguen hacerse con el chaval, y para más inri, desde la Comunidad de Madrid, les han pedido que decidan ya dar el paso de la adopción.
La película plantea cuestiones de interés, aunque sin llegar a la hondura de Vete y vive, un film franco-israelí que abordaba cuestiones similares. Por un lado, el conflicto generado por Manu pone de manifiesto los problemas en la pareja. Y esto es muy importante, porque indica una verdad a menudo olvidada: el acogimiento y la adopción deben ser frutos de una sobreabundancia, antes que de una carencia, aunque respondan a una necesidad real, como es el deseo de tener hijos. Lucía y Pepe llevaban tiempo tapando los problemas de su matrimonio, y el acogimiento de Manu tenía mucho de huida hacia adelante. La pareja hace un proceso que les lleva de mirar al niño como una cuestión que debe ser gestionada, a mirarse a sí mismos como el asunto que debe ser prioritariamente resuelto. Es muy frecuente encontrar a personas o parejas que adoptan o acogen para solventar un problema personal mal resuelto. La consecuencia es siempre la misma: el fracaso del acogimiento y la herida que eso supone para el niño.
Otro elemento esencial que está clarísimo en el film es la necesidad de los padres de estar acompañados. Lucía y Pepe quieren al niño, le consideran su hijo, pero están solos y el universo se colapsa a su alrededor, se asfixian, se vuelven locos, no ven salida. Es un tema tan real que constituye una característica de la cultura actual. La soledad de las personas frente a las circunstancias que les toca vivir. No podemos acabar sin aludir a la perspectiva del niño. Tiene miedo a ser devuelto y pone a prueba a sus padres para comprobar si son capaces de quererle de verdad, contra viento y marea. Además, tiene la herida del abandono de su madre, algo que se resuelve de forma hermosa en el film.

Kundo Koyama, por Despedidas

Mejor guión
Daigo es un joven violonchelista que, además de perder el empleo, se ve obligado a vender el violonchelo, por falta de dinero. Desolado, se traslada con su mujer a la pequeña ciudad de Yamagata, donde su madre, fallecida, le dejó una pequeña casa. Una vez instalados, Daigo acude a una entrevista de trabajo en una empresa que se encarga de amortajar a los muertos. La película, ganadora de un Oscar y dirigida por Yojiro Takita, hace de un tema aparentemente macabro, una deliciosa aproximación al hecho del sentido de la vida y de la muerte. La película no trivializa el misterio de la muerte ni da la espalda a la trascendencia. Con ritmo sosegado y aire contemplativo, muestra el cuerpo humano inerte con una dignidad y delicadeza que lo ennoblecen. La partitura de Joe Hisaishi hace aún más emotiva esta exquisita película. El film habla además del amor, de la paternidad, de la familia, del valor del trabajo, con una perspectiva humana y alentadora.

Melissa Leo, por Frozen River
Mejor actriz principal

La directora de Memphis Courtney Hunt debutó en el largometraje cinematográfico con Frozen River, que fue Premio Signis en el Festival de San Sebastián, donde Melissa Leo obtuvo la Concha de Plata a la mejor actriz, que también fue nominada a los Oscars. La película se basa en un cortometraje de la misma Hunt y nos cuenta una historia invernal y fronteriza al norte del Estado de Nueva York, donde el río que desemboca en el Lago Ontario separa a los Estados Unidos del Canadá. Allí existe una reserva de indios mohawk que procuran no tener nada que ver con los blancos de la comarca. En ese ambiente vive Ray Eddie -interpretada magistralmente por Melissa Leo-, una mujer de escasos recursos, dependienta de un comercio que lucha por sacar adelante a su familia y poder comprar una nueva casa prefabricada. Cuando consigue reunir el dinero, su marido, un incurable ludópata, se fuga con el dinero y desaparece. Ray, desesperada y acuciada por las deudas, toma una peligrosa decisión: introducirse en el mundo de la inmigración ilegal. Allí conocerá a una india de apariencia hostil, Lila, con la que empezará una relación muy agresiva, pero que se convertirá en una hermosa posibilidad de humanización.
Frozen River es un interesante ejemplo del cine independiente americano, donde se cuecen los mejores títulos de los últimos años. El guión toca varias cuerdas a la vez. Al tema del encuentro interracial y la superación de las diferencias en base al común denominador del corazón humano, se añade la cuestión de la ausencia del padre, el sacrificio redentor que nace del agradecimiento, el perdón e incluso la trascendencia. Dos mujeres maltratadas por la vida aprenden a mirarse a la cara y a sacrificarse la una por la otra cuando descubren el valor de la vida y la alegría de tener a alguien a quien amar.
La puesta en escena es contundente, pero llena de buen gusto y sin caer en el fácil deleite por lo dramático. El tratamiento de las situaciones demuestra una gran simpatía por lo humano y nunca cae en la tentación de lamerse las heridas. En este sentido es muy interesante la figura del hijo mayor, T.J., un chico que ha aprendido a madurar y que afirma el valor positivo de la realidad a pesar de los nubarrones que se ciernen sobre su cabeza.

Amazing Grace, de Michael Apted

Mejor actriz de reparto (Romola Garai)
Mejor banda sonora (David Arnold)
Con un injustificable retraso llegó este año a España la película del veterano cineasta británico Michael Apted, que se consagró con Gorilas en la niebla y que ahora está dirigiendo la nueva entrega de Las crónicas de Narnia. A la pareja de intérpretes principales (Ioan Gruffudd y Romola Garai), se añade un excelente elenco de famosos actores británicos como Michael Gambon, Albert Finney, Ciarán Hinds o Rufus Sewell.
El guión es del nominado al Óscar Steven Knight y trata de la historia de William Wilberforce, un político inglés de finales del siglo XVIII que luchó muy activamente por la abolición del tráfico de esclavos. El film cuenta, en forma de flashback, las dificultades políticas que este parlamentario tuvo que sortear para ganarse, uno a uno, a sus oponentes. Todo ello entreverado con su relación sentimental con la activista Barbara Spooner (Romola Garai), que se convertiría en su esposa. Aunque los debates parlamentarios y las acciones políticas están escritas, rodadas e interpretadas con eficacia narrativa, lo más interesante es el proceso de conciencia del protagonista. Ese proceso es, en realidad, un drama vocacional en el que el metodista Wilberforce tiene que decidir su misión en la vida desde el punto de vista de su fe. Se debate entre la consagración a Dios, o el activismo político, y es John Newton, su -digamos- director espiritual, el que le hace ver la obligación moral del compromiso político.

La película tiene la virtud de no ser extremada, maniquea o demagógica, a pesar de su tono didáctico, y lleva la cuestión de la esclavitud al terreno antropológico cristiano del hombre entendido como creatura de Dios. Muy interesante es la historia del título, Amazing Grace. Se trata del nombre de un himno litúrgico anglosajón y muy conocido en el ámbito del godspell. La letra fue escrita en 1772 por John Newton, un antiguo esclavista inglés que, más tarde, se convertiría al cristianismo, y que en la película es el mentor espiritual de Wilberforce. La condición protestante del protagonista no impide que su relación con Newton sea católica, en el sentido de que su vocación le llega mediada por la humanidad dramática de Newton y no directamente de Dios. Amazing Grace conmueve por su vigorosa y emotiva banda sonora, que ha estado en manos de David Arnold.

Clint Eastwood, por Gran Torino
Mejor actor principal

Clint Eastwood, en una escena de Gran Torino
Con guión de Nick Schenk, el penúltimo film del casi octogenario Clint Eastwood supone su despedida del mundo de la interpretación, y nos cuenta la historia de Walt Kowalski, un veterano de la guerra de Corea, que acaba de enviudar. Es un hombre intratable, gruñón y amargado, que tiene una relación muy tensa con sus propios hijos. De mentalidad ultraconservadora, está lleno de prejuicios hacia los inmigrantes de otras razas y, para más inri, en el barrio está rodeado de orientales que pertenecen a la etnia hmong, del sudeste asiático. El día que decide intervenir en una pelea entre orientales que tiene lugar en su propio jardín, marcará un punto de inflexión en su vida, que ya no tendrá vuelta atrás.
Eastwood cuenta una gran historia, de una forma sencilla y desnuda. Gran Torino es, en el fondo, una historia de maduración clásica, pero en un hombre de ochenta años. Una maduración que consiste en abrir la mente y aprender de quien crees que no puedes aprender nada. Como le espeta el personaje del sacerdote católico: Sabes mucho de la muerte, pero muy poco de la vida.
Hay dos figuras clave en este renacimiento de Kowalski, el citado sacerdote -el padre Janovich- y la joven Sue (la debutante actriz Ahney Her). Los dos saben ver más allá de la opaca apariencia de Kowalski, ambos ven su humanidad oculta y ponen en marcha el nacimiento del nuevo Kowalski, en la línea paulina de paso del hombre viejo al hombre nuevo. El catalizador de esta redención del personaje -que trata de mostrarse en la escena del confesionario- es el joven Thao, el Atontado (interpretado por Bee Vang), un chico que encarna la maduración del adolescente. Thao es un acobardado chaval, que es introducido por Kowalski a la realidad de la vida: el trabajo, las relaciones afectivas, la autoestima..., y aprende de la vida y de la muerte lo que su mentor sólo reconoce al final de su existencia.
Aunque la película se puede prestar a una lectura más pesimista y menos cristiana, muchos críticos ven en el film una propuesta esperanzada y cercana a una visión redentora de la vida.

Frank Langella, por El desafío. Frost contra Nixon
Mejor actor de reparto

Frank Langella (a la derecha), en una escena
de El desafío. Frost contra Nixon
En el verano de 1977, tres años después de su dimisión, el ex-Presidente Richard Nixon accedió a conceder una única entrevista y contestar a preguntas sobre su mandato y el escándalo Watergate que acabó con su presidencia. El entrevistador fue un frívolo presentador televisivo británico, David Frost. Ambos tenían objetivos contrarios: Frost debía arrancar a Nixon una confesión de culpabilidad, y Nixon debía lavar su imagen pública. Sólo uno podía ganar, y el otro, necesariamente, perder. 45 millones de telespectadores serían los testigos.
El director, Ron Howard, partía de un interesante material periodístico, pero en apariencia muy poco cinematográfico. Y sin embargo consigue un film lleno de suspense y no carente de emoción. Los preparativos de aquellas entrevistas y su desarrollo estaban recogidos en la obra teatral de Peter Morgan, sobre la que el mismo autor ha escrito el guión. La misma exquisitez que mostró Morgan al escribir el guión de The Queen la emplea para acercarse a la controvertida figura de Nixon.
Frank Langella y Martin Sheen interpretan convincentemente a Nixon y Frost, y consiguen dejar aparcados los aspectos meramente políticos e ideológicos, para desvelarnos dos seres humanos, por lo que el público no puede dejar de sentir cierta simpatía. Esta película es toda una lección de periodismo que no debería dejar de ver ningún aspirante a esa profesión.

Anthony Dod Mantle, por Slumdog millionaire
Mejor fotografía

Escena de Slumdog millionaire
El personalísimo director británico Danny Boyle, que salió a la palestra hace más de diez años con la tremenda película Trainspotting, con Slumdog millionaire, ganadora indiscutible del Óscar del pasado año, se traslada a la ciudad de Bombay, a lo más profundo de los slums, para encontrarse con el personaje de Jamal, un joven analfabeto criado en la dureza de las calles y en la violencia de las mafias. Jamal, tras participar en la versión hindú del programa ¿Quieres ser millonario? y ganarlo, es detenido por la policía, convencida de que ha hecho trampa y de que es imposible que alguien como él pueda saber todas las respuestas del citado concurso.

El film, protagonizado por Dev Patel y basado en la novela de Vikas Swarup (con guión de Simon Beaufoy), va desgranando cómo y por qué Jamal ha acertado cada respuesta. La narración es precisa: un montaje que manipula el hilo temporal nos va dosificando las claves de comprensión de lo que pasa y, como un puzzle que se va completando, nos ofrece finalmente no sólo una excelente resolución de la trama, sino una imagen muy amplia e integrada de la India real. Una India dominada por mafias, víctima de conflictos religiosos, donde la vida no vale nada y donde la infancia vive situaciones límites de explotación y esclavitud.
El film, a pesar de su fondo capriano y esperanzado, responde a una filosofía oriental mucho más determinista que la del director americano. El destino, la suerte, la predestinación, ocupan en este film lo que en otros correspondería o a la Providencia o a la libertad humana. En este film, parece que el protagonista se juega a cara o cruz el destino de su vida, y que ese destino abstracto responde en función de los méritos del personaje. No obstante, la película es conmovedora, tanto por la limpieza del personaje de Jamal, como por el rabioso romanticismo que se esconde entre los pliegues de tanta crudeza ambiental. Más que de dinero, de lo que está hambriento nuestro protagonista es de un amor verdadero.
La estética fotográfica de Slumdog millionaire es un tanto feista, tipo Trainspotting, rodada con cámara en mano y con una fotografía muy contrastada. De esta manera nos acerca con inmediatez a la dureza del ambiente social y humano que describe. De hecho, la película tiene un indiscutible aire documental realmente notable.

Up, de Pete Docter y Bob Peterson
Mejor película familiar

Lo que ocurre con la factoría de animación Pixar, empresa cobijada bajo la marca Disney, tiene mucho que ver con el título de su última película en 3D, Up. Y es que esta productora de animación, fundada hace años por John Lasseter, no para de subir, de escalar cada vez más alto. Si muchos consideraron a Wall-E obra maestra, por su estilo poético y visual, Up lo es por la hondura de su mirada y por su calado antropológico. Ambos films tienen detrás al mismo guionista de Monstruos S.A., Pete Docter, que en esta ocasión ha escrito y dirigido Up con la ayuda de Bob Peterson, autor de Buscando a Nemo y colaborador de Ratatouille. Con estos currícula no es de extrañar que el nuevo producto de Pixar sea la maravillosa película que es.
La historia comienza con un flashback que nos cuenta la vida de Carl Fredricksen. Fue un niño aventurero que se casó con una chica aventurera, a la que amó hasta el día de su muerte. Ahora Carl es un anciano nostálgico y solitario. En su vida, llena del amor de su matrimonio, se escondían sin embargo dos frustraciones: el no haber podido tener hijos por problemas de salud, y el no haber llevado a su esposa al idílico lugar con el que, desde pequeños, habían soñado: las cataratas Paraíso, en América del Sur. Ahora, a sus más de setenta años, ve la posibilidad de cumplir ambos sueños, pero, eso sí, en una modalidad muy distinta de la que él hubiera diseñado. A su edad va a aprender grandes cosas, y descubrirá que la vida puede ser una bella aventura hasta el mismísimo instante final. Para ello, será fundamental la irrupción de Russell, un jovencito boy scout de padres divorciados que ha recibido el encargo de ayudar a un anciano, para completar una lista de méritos que le harán subir de escalafón.
Up tiene una extraña capacidad: la de poner un nudo en la garganta de los espectadores a pesar de tratarse de dibujos animados. La experiencia que vive el personaje de Carl está presentada con la misma eficacia que si se tratara de un gran actor de carne y hueso, y el espectador se conmueve cuando Carl expresa el drama de su vida. El diseño de Carl hace casi inevitable pensar en el último Spencer Tracy, duro por fuera y muy blando por dentro. Así como los otros personajes, como el malvado Charles Muntz, son más convencionales y ceñidos al género de aventuras, Carl es realmente un personaje dramático lleno de matices y evoluciones. Ciertamente, esto no sería posible sin la prodigiosa animación de los dibujos, que trasmiten a la perfección los sentimientos, hasta los más sutiles, de los personajes. El film es fundamentalmente un elogio de la familia. Carl decide hacer de padre de Russell el mismo día que descubre que el verdadero padre del chico es un absoluto ausente. Aparte de la cuestión de la filiación que atraviesa toda la película, los primeros diez minutos de metraje son un canto al amor esponsal de los más hermosos que recuerda la historia del cine.
Up también reflexiona sobre la cultura del éxito. Frente al éxito profesional y narcisista que persigue Charles Muntz, y que le esclaviza hasta transformarle en una mala persona, el film propone un éxito que consiste en responder a los deseos del corazón. Cuando Carl decide jugarse la vida por el sueño de Russell, no supera simplemente su perímetro de egoísmo, sino que se hace a sí mismo el favor de recuperar su verdadera humanidad. En suma, una película imprescindible.

Still Walking, de Hirokazu Kore-eda
Mejor película sobre la familia

El aclamado director japonés Hirokazu Kore-eda, autor de la excelente Hana, depura su estilo con este drama familiar que es Still Walking. Un día se reúne la familia Yokoyama para celebrar el aniversario de la muerte de Jun Pei, el primogénito. Tres generaciones coinciden en la casa paterna y conviven durante una jornada en la que van a ir saliendo a la luz los deseos y dolores de cada miembro de la familia.
Con el telón de fondo de la inevitabilidad de la muerte, Kore-eda mira con lupa la realidad familiar, donde conviven pluralidad de generaciones con mentalidades diferentes e incluso antagónicas. Sin embargo, el film es un canto a la familia, y Kore-eda se la planteó como un homenaje a sus padres, y en especial a su madre. El film quiere ser un canto agradecido a los vínculos paterno-filiales, y tiene carácter contemplativo, ritmo pausado, grandes silencios y un protagonismo de los pequeños detalles. Still Walking hace de lo cotidiano el núcleo dramático desde el que va desvelando a sus personajes y conflictos. Esta agradable cinta peca de cierto minimalismo, también en lo antropológico, y no se atreve a ir mucho más allá de la nostalgia.
Juan Orellana

sábado, 13 de marzo de 2010

La iglesia en un nuevo mundo

John L. Allen, norteamericano, periodista y autor de varios libros, presenta en The Future Church: How Ten Trends are Revolutionizing the Catholic Church, una visión de conjunto de los retos a que se enfrenta una Iglesia milenaria al lidiar con cambios que pueden poner a los católicos en complicados dilemas.

Allen señala diez tendencias religiosas, políticas y científicas, que a su juicio tendrán gran influencia en la mayor comunidad cristiana del mundo. Dedica a cada tendencia un capítulo en el que describe su forma actual y prevé sus consecuencias, distinguiendo entre las que considera casi seguras, probables, posibles e improbables. Allen afirma lo hace como lo que él es: “un periodista, no un sacerdote, ni un teólogo ni miembro de corporación académica alguna”.

Qué se entiende por tendencia
Los lectores anglófonos de los Estados Unidos y de otros países ya conocen a John Allen, el principal periodista del National Catholic Reporter –una respetable publicación con sede en los EE. UU., de inclinaciones izquierdistas en la política y que acoge en sus páginas a escritores católicos progresistas–. Los habituales artículos de Allen revelan una investigación que luego aparece reflejada en el libro, dando a conocer, además, la percepción que de todo ello aportan informadores de renombre, entre los que se cuentan teólogos, obispos, cardenales e incluso el Papa Benedicto XVI, el que fuera cardenal Ratzinger. Su visión es amplia y, sin duda, católica (es decir, universal), especialmente para un estadounidense.

La experiencia de los católicos en los EE. UU. está, naturalmente, matizada por la historia de su país y en ocasiones constituye motivo de irritación para otros católicos, en particular, para los de fuera de Europa. Los católicos norteamericanos acostumbran a imponer su propio paradigma cuando examinan el modo en que la fe católica es vivida fuera de su patria. Allen no está completamente libre de ese planteamiento, ni siquiera cuando se ocupa de cuestiones tan diversas como el auge del islam, el pentecostalismo, el ecologismo y el hundimiento demográfico de Europa.

Allen asegura que las diez tendencias de las que se ocupa “revolucionarán” la Iglesia católica y, como periodista, ofrece de forma ecuánime descripciones más que recetas para afrontar los cambios que, según cree, transformarán esa Iglesia de manera radical. Se abstiene de identificar dichas tendencias como buenas o malas, limitándose a calificarlas de interrelacionadas y casi inevitables.
Las diez tendencias descritas por Allen son: 1) Una Iglesia mundial, 2) Catolicismo evangélico, 3) El Islam, 4) La nueva demografía, 5) La ampliación del papel de los laicos, 6) La revolución biotecnológica, 7) Globalización, 8) La ecología, 9) Multipolarización y 10) Pentecostalismo. A éstas se añaden “Tendencias que no son tales” y “Catolicismo en el Siglo XXI”. Como se ve, no es necesario que sea una tendencia específicamente católica, sino algo que afecta al catolicismo de modo significativo.
Para que pueda hablarse de tendencias, dice Allen, deben ser a escala mundial, tener repercusiones en el ámbito popular, involucrar a la jerarquía oficial, no ser ideológicas, disponer de capacidad de predicción y la posibilidad de explicar diversos factores. Cuestiones tales como la crisis de abusos sexuales quedan, por consiguiente, fuera de lo que se entiende como “tendencias”. Sin embargo, el capítulo titulado “Tendencias que no son tales”, aunque breve, resulta tan magistral e interesante como los que le preceden.

El vuelco demográfico Norte-Sur
En cuanto a “La nueva demografía” de la Iglesia católica, Allen observa que a mediados del siglo XXI, Nigeria, Uganda y la República Democrática del Congo figurarán entre las diez naciones católicas más grandes del mundo, reemplazando a España, por ejemplo. Así, la Iglesia que él describe habrá echado raíces más allá de lo que era la Cristiandad europea, viéndose, entretanto, afectada por otra tendencia: “la globalización”. Ello supone que se ponga el acento en cuestiones y se adopten puntos de vista que no concuerden con los de los católicos de Europa y América del Norte.
Por ejemplo, si bien los católicos norteamericanos políticamente conservadores pueden aplaudir el rechazo africano de los condones y el aborto, pueden no sentirse cómodos con una creciente denuncia africana del cada vez mayor y más disoluto consumismo occidental, y de un desenfrenado capitalismo a expensas de los pobres. En África y en América Latina, la introducción de lenguas y costumbres nativas supondrá retos para una jerarquía que trata de ser acogedora de las diferencias culturales, sin dejar de ser fiel al Magisterio y a antiquísimas liturgias. Por extraño que parezca, el uso del latín en la misa pueda servir realmente de puente entre idiomas y culturas dispares.

Catolicismo evangélico
Lo que Allen describe como “catolicismo evangélico” no es un movimiento sectario, sino una tendencia que subyace bajo el resto de las descritas en el libro. Esta tendencia emergió durante el pontificado de Juan Pablo II. A partir de entonces, dice Allen, “el catolicismo se ha ido haciendo sin cesar más evangélico, manteniendo su identidad con firmeza y sin dejarse intimidar; más interesado en evangelizar la cultura que en amoldarse a ella”.
Entre sus rasgos definitorios se cuentan: una clara aceptación del pensamiento, las prácticas y el discurso católicos (dicho en otras palabras, de la ortodoxia), un deseo de proclamar la identidad católica, y la fe vivida como elección personal más que como herencia cultural. De ahí que tales católicos evangélicos pueden acabar entrando en conflicto con el laicismo europeo y con la “separación entre Iglesia y Estado” en Norteamérica.

En su capítulo sobre el islam, Allen nos brinda una atrayente visión de lo que podría ser una futura cooperación entre la Iglesia católica y la fe de Mahoma. De las dos corrientes principales del islam, la chií y la suní, el autor cree que la primera tiene más probabilidades de forjar una alianza con la Iglesia católica debido a las afinidades que comparten: una teología del sacrificio y la expiación, la creencia en el libre albedrío, peregrinaciones, santuarios donde tienen lugar curaciones, veneración de los santos... Estas afinidades no deberían hacer desistir del diálogo con el islam suní –dominado en la actualidad por el wahabismo imperante en Arabia Saudita– ni con la fe chií extremista, personificada por el violento clérigo Muqtada Al-Sadr. La tendencia islámica está, naturalmente, relacionada tanto con la “globalización” como con la “nueva demografía”. Por ejemplo, Allen señala que el crecimiento demográfico islámico está decayendo y que el catolicismo sigue creciendo en África.

El último capítulo de Future Church ofrece un útil resumen del libro. Uniendo los hilos conductores de los diez capítulos anteriores, Allen presenta cuatro líneas principales de desarrollo que pueden constituir los futuros rumbos de la Iglesia. Estas “notas sociológicas” que van a ponerse de manifiesto durante el resto del siglo actual son: “’mundial, firme, pentecostal y extrovertida’”. En síntesis, Allen ve la Iglesia del futuro como “conservadora en lo moral”, “avanzada en la justicia social”, “bíblica”, “joven y optimista”, y “no identificada con europeos y norteamericanos”, entre otros rasgos. Éstos no son más que los subconjuntos de la nota sociológica titulada “global”, y los restantes subconjuntos hacen de la obra de Allen no sólo un reto, sino una inspiración para los católicos de todo el mundo.

La Iglesia en un nuevo mundo
En la Introducción del libro, John Allen sintetiza así los cambios a los que debe hacer frente la Iglesia católica.
— Una Iglesia que ha estado dominada en el siglo XX por el hemisferio Norte, es decir, por europeos y norteamericanos, se encuentra ahora con que dos tercios de sus miembros viven en África, Asia y Latinoamérica. La internacionalización del gobierno de la Iglesia católica alcanzará un grado hasta ahora desconocido.
— Una Iglesia cuya consigna después del Vaticano II (1962-1965) fue aggiornamento como “puesta al día para abrirse al mundo moderno”, hoy está reafirmando oficialmente todo lo que la distingue de la modernidad; sus tradicionales características católicas de pensamiento, discurso y prácticas. Esta política de la identidad es en parte una reacción contra un desenfrenado secularismo.
— Una Iglesia cuyas relaciones interreligiosas estuvieron dominadas en los últimos cuarenta años por el diálogo con el judaísmo, ahora está esforzándose por llegar a un acuerdo con un islam revigorizado, no solo en Oriente Medio, África y Asia, sino en su propio patio europeo.
— Una Iglesia que históricamente ha dedicado una amplia parte de su trabajo pastoral a los jóvenes, tiene que hacer frente, empezando por el Norte, al más rápido envejecimiento de la población de la historia.
— Una Iglesia que se ha basado en el clero para el cuidado pastoral y el liderazgo, ahora tiene cada vez más laicos que hacen ambas cosas en gran número y en una sorprendente variedad de modos.
— Una Iglesia habituada a debatir temas bioéticos que han estado presentes durante siglos –aborto, control de natalidad–, se enfrenta ahora a un brave new world de clonación, mejoras genéticas, quimeras que traspasan las especies. Su enseñanza moral se esfuerza desesperadamente por mantenerse al día con los avances científicos.
— Una Iglesia cuya enseñanza social se fraguó en los primeros tiempos de la Revolución Industrial ahora debe afrontar el mundo globalizado del siglo XXI, lleno de extrañas entidades como corporaciones multinacionales y organizaciones intergubernamentales que no existían cuando diseñó su visión de una sociedad justa.
— Una Iglesia cuyas preocupaciones sociales se centraron casi exclusivamente en los seres humanos se encuentra ahora en un mundo en el que la preservación de la Tierra requiere nuevas reflexiones morales y teológicas.
— Una Iglesia cuya diplomacia se apoyó siempre en la gran potencia católica del momento se mueve ahora en un mundo multipolar, en el cual la mayoría de los polos importantes no son católicos, ni siquiera cristianos.
— Una Iglesia acostumbrada a ver a los “otros” cristianos como ortodoxos, anglicanos y protestantes, hoy está asistiendo a una marcha de los pentecostales, que se ha disparado de un 5% a un 20% en todo el mundo en apenas un cuarto de siglo, en parte por la absorción de un número significativo de católicos. La propia Iglesia católica está siendo “pentecostalizada” a través del movimiento carismático.

miércoles, 10 de marzo de 2010

El cristianismo no es un moralismo

Se entiende por moralismo una exaltación desmedida de los valores morales, que conduce a una vida centrada en el “cumplimiento” de unas reglas o un código moral. Pues bien, esto no es el cristianismo. Lo ha explicado y subrayado Benedicto XVI en su visita al seminario de Roma el 12 de febrero de 2010, con referencia al capítulo 15 del Evangelio de San Juan.

La Iglesia es la viña que Dios ha plantado –ya en el Antiguo Testamento, al elegir al Pueblo de Israel– y esperaba de ella muchos frutos. Ahora la viña es la Iglesia y por eso hemos de “permanecer” en Cristo, especialmente por medio de la Eucaristía. En ella encontramos y nos unimos a esta “gran historia de amor, que es la verdadera felicidad”.

Como consecuencia de ese “permanecer” con Cristo –el nivel que el Papa llama “ontológico”, es decir, perteneciente al ser– vienen otras palabras –que expresan el nivel del obrar–: “Guardad mis mandamientos”. Por tanto es la unión con Cristo la que procura el fruto anticipado de nuestro amor; no somos nosotros los importantes –nuestras obras y nuestras valoraciones–, sino que lo más importante es ese darse de Dios mismo, que precede a nuestro obrar: “No somos nosotros los que hemos de producir el gran fruto; el cristianismo no es un moralismo, no somos nosotros los que debemos hacer cuanto Dios espera del mundo, sino que ante todo debemos entrar en ese misterio ontológico: Dios se da a sí mismo. Su ser, su amar, precede a nuestro obrar, y, en el contexto de su Cuerpo, en el contexto de su estar con Él, indentificados con él, ennoblecidos con su sangre, también nosotros obrar con Él”.

En otros términos, que fundamentan la ética cristiana, –“la ética es consecuencia del ser”– explica Benedicto XVI que primero el Señor nos da un nuevo ser, esto es, el gran don de la unión con Cristo; de este ser se sigue al actuar, como una realidad orgánica, que actúa conforme a lo que es; no como quien obedece a una ley externa que otro le impone; sino como quien actúa gustosamente desde el amor. “Y así damos gracias al Señor porque nos ha sacado del puro moralismo; no podemos obedecer a una ley que está frente a nosotros, sino que debemos sólo obrar según nuestra nueva identidad”. Por tanto no se trata de una obediencia a algo exterior, “sino de una realización del don del nuevo ser”, que es el amor de Dios en Cristo.

A todo ello le sigue este mandamiento nuevo: “Amaos como yo os he amado”. No hay amor es más grande que este “dar la vida por los propios amigos”. ¿Pero qué quiere decir esto exactamente?, se pregunta Benedicto XVI. Tampoco aquí se trata –dice por tercera vez– de un moralismo. Una posible interpretación, argumenta el Papa, sería: “No es un mandamiento nuevo; el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo existe ya en el Antiguo Testamento”. Otra posición de algunos: “Ese amor queda radicalizado; este amor al otro debe imitar al de Cristo, que se ha dado por nosotros; debe ser un amor heroico, hasta el don de sí mismos”. “En este caso –replica–, sin embargo, el cristianismo sería un moralismo heroico. Es verdad que debemos llegar hasta esta radicalidad del amor, que Cristo nos ha mostrado y donado, pero también es cierto que la verdadera novedad no es –insiste– lo que hacemos nosotros, la verdadera novedad es cuanto Él ha hecho: el Señor se nos dado Él mismo, y el Señor nos ha dado la verdadera novedad de ser miembros en su cuerpo, ser sarmientos de la vida que es Él. Por tanto, la novedad es el don, el gran don, y desde ese don, desde esa novedad del don, se sigue también, como he dicho, el nuevo obrar”.

Para dar con la raíz de la “novedad cristiana”, el Papa acudió al pensamiento de Santo Tomás de Aquino. Éste afirma, con respecto al cristianismo, que “la nueva ley es la gracia del Espíritu Santo”. E interpreta el Papa: “La nueva ley no es un mandamiento más difícil que los otros: la nueva ley es un don, la nueva ley es la presencia del Espíritu Santo que se nos da en el Sacramento del Bautismo, en la Confirmación, y se nos da cada día en la Santísima Eucaristía”.

Con la clave de ese don del amor, que es el Espíritu Santo –principio de unidad y vida de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo–, interpretaba Benedicto XVI también las palabras del Señor: “’Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo. Yo os he llamada amigos porque todo lo que he oído del Padre os lo he dado a conocer’. Ya no somos siervos ¬–observaba el Papa– que obedecen al mandato, sino amigos que conocen, que están unidos en la misma voluntad, en el mismo amor”.
Al final de su intervención expresó que forma parte de la novedad cristiana también el hecho de que el Espíritu Santo se nos dé –junto con los sacramentos– como fruto principal de la oración, para que “podamos responder a las exigencias de la vida y ayudar a los otros en sus sufrimientos”.

Toda una lección. Desde aquí se ilumina el por qué se nos insiste en la prioridad de los sacramentos –sobre todo la Eucaristía y la Penitencia– y la oración. Y la respuesta es: porque es el Espíritu Santo, y no nuestras obras o realizaciones, es el gran don que hace posible tanto de la vida cristiana (que a veces se denomina por eso “vida espiritual”), como la misión y la acción de la Iglesia. Es el don del amor que nos da la unidad, la vida y la eficacia.

Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra

martes, 9 de marzo de 2010

Ética empresarial

La lógica del don en el mundo empresarial

Todas las organizaciones humanas, también las orientadas preferentemente hacia la productividad y el beneficio, han de contar con un factor imprescindible de gratuidad. Es la tesis que defiende Alejandro Llano, profesor ordinario de Filosofía en la Universidad de Navarra, en una conferencia pronunciada en la Fundación SanTelmo (Sevilla), de la que seleccionamos algunos párrafos.


El avance de la globalización ha puesto en el disparadero todo un modelo social artificioso que, en buena parte, se basaba en ficciones. La mundialización ha mostrado que el poder político orientado hacia el puro interés nacional resulta inane cuando los intercambios se producen a escala intercontinental. Y el propio funcionamiento del mercado se hace ingobernable y produce efectos perversos cuando se persiguen preferentemente beneficios egoístas, a través de operaciones en las que intervienen multitud de instancias, muchas veces anónimas.

En lugar de esta crispada unilateralidad de objetivos, la propia globalización impone planteamientos interdisciplinares y auténticamente internacionales, enfoques sintéticos, cuya concertación no puede provenir de planteamientos en los que lo ajeno equivale a lo contrario, y en las que uno sólo puede ganar si el otro pierde. La lógica del don –propuesta por Benedicto XVI en su última encíclica Caritas in veritate– posibilita estrategias en las que los factores distintos se potencian mutuamente, de modo que lo presuntamente inconciliable se revela como compatible. Con planteamientos poliédricos y multilaterales, se producen fulguraciones creativas que dan lugar a juegos de suma superior a cero.

Superar el dualismo público-privado

Se impone superar el dualismo que hoy se establece entre empresas públicas y empresas privadas. El sector de la mutualidad y de la benevolencia ocupa ya de hecho amplias superficies de la producción y los servicios, también en el sector privado. El voluntariado y las organizaciones no oficiales sin ánimo de lucro llevan décadas mostrando su viabilidad económica y su imprescindible eficacia.

Está en juego algo tan importante como la concepción de la empresa. La crisis económica ha sido el detonante de un proceso que, desde hace años, venía cuestionando los modelos de empresa imperantes en nuestro entorno. La bibliografía sobre gestión empresarial es oceánica; y, sin embargo, rara vez se ha tocado el núcleo de la cuestión. El enfoque del management –inspirado mayoritariamente en la filosofía pragmatista y positivista– se ha centrado en el funcionalismo organizativo y en la maximización de beneficios. Incluso la creciente atención a los recursos humanos (¡reveladora denominación!) sigue apuntando al logro de más altos rendimientos por parte de trabajadores y empleados.

Parecen incluso apagados hoy los entusiasmos que –hace dos o tres décadas– despertó una orientación de la dirección empresarial, aparentemente nueva, que tendía a destacar los aspectos cualitativos, la flexibilidad de los procesos y la importancia de los valores. Más recientemente, se ha comprobado que ese énfasis en la excelencia era, en realidad, más cosmético y retórico que real. Lo cual se ha confirmado, tristemente, al comprobar que empresas supuestamente avanzadas escondían –tras su brillante apariencia- serios fallos de orientación y situaciones moralmente inaceptables.

Contar con la gratuidad

Ahora se abre la posibilidad de aplicar también al mundo empresarial la lógica del don. Todas las organizaciones humanas, también las orientadas preferentemente hacia la productividad y el beneficio, han de tener en cuenta la necesidad de contar con la gratuidad como un factor imprescindible. Porque las auténticas aportaciones humanas que se producen en las corporaciones empresariales no se pueden reducir a su cuantificación en términos financieros. Si se margina la benevolencia, es claro indicio de que se está prescindiendo de la persona en la organización. Y de esta deshumanización, a la larga, nada socialmente positivo puede surgir.

Las crisis de algunas empresas de gran envergadura presentan también un trasfondo ético. Cuando la avaricia y el engaño se consideran modos “realistas” de trabajar, no resulta tan sorprendente que, al cabo de no mucho tiempo, la verdadera cara de esas compañías acabe por comparecer. Y su aspecto no es entonces precisamente atractivo, ni hay ya maquillaciones publicitarias que puedan embellecer su lado oscuro.

Para superar un nivel moral en ocasiones tan bajo, no basta la apelación verbal a la ética. No cualquier ética sirve, sino que se precisa “una ética amiga de la persona” y de la familia, en la que viven las mujeres y los hombres normales, y no esas estrellas del papel cuché, cuyas existencias parecen vacías y, al cabo, se muestran como patéticas. La visión distorsionada del ser humano, que se encuentra latente en no pocas concepciones empresariales, conduce a sistemas morales de referencia que acaban por ser contraproducentes.

Una ética amiga de la persona

Es necesario que la ética –lejos de todo consecuencialismo y relativismo– se fundamente en la dignidad inviolable de la persona y en la ley natural. “Una ética económica –se lee en la referida encíclica– que prescinda de estos dos pilares correría el peligro de perder inevitablemente su propio significado y prestarse a ser instrumentalizada”. De nada sirve el uso y el abuso de la palabra “ética”, si la propia ética se utiliza de hecho como recurso para legitimar –para cohonestar– planteamientos económico-financieros que permiten, e incluso fomentan, situaciones notoriamente injustas.

La consideración casi exclusiva del papel del beneficio no es suficiente para clasificar los distintos modelos de empresa, como si la presencia o ausencia del ánimo de lucro fuera el factor clave. Tampoco quedan definidas las organizaciones por su carácter público o privado. Hay un campo crecientemente diversificado de organizaciones que, sin excluir el beneficio económico, lo ponen al servicio del mejoramiento social y humano, con un enfoque económico global, que mira especialmente a los países excluidos del bienestar o marginados de los grandes intercambios comerciales.

No hay que conceder tanta importancia a la configuración jurídica de las organizaciones. Se trata de valorar sobre todo sus objetivos de humanización del mercado y de la sociedad. Según advierte Benedicto XVI, “la propia pluralidad de las formas institucionales de empresa es lo que promueve un mercado más cívico y al mismo tiempo más competitivo”.

Hay quienes se escandalizan con sólo oír hablar de responsabilidad social de la empresa, por considerarlo un enfoque poco realista. Es posible que también tachen de irreales estos planteamientos. Quizá prefieran la realidad más inmediata, tan notoria en España: el cierre de empresas y el aumento del paro. En la medida en que se perpetúen –con actitudes inmovilistas– los modelos dominantes de empresa, la tendencia económica destructiva se mantendrá e irá a peor. La ideología del egoísmo y la discriminación tiene muy poco de realista.