jueves, 11 de julio de 2013

Europa: comunidad de valores


Europa: comunidad de valores u ordenamiento jurídico

Muchos europeos confunden los valores con los derechos fundamentales. Ésta es la conclusión a la que llega el filósofo católico alemán Robert Spaemann. Para este catedrático, el peso que la sociedad europea otorga a sus valores supone un peligro, porque puede ocurrir que el Estado alegue estos valores para prohibir derechos a los hombres sin fundamento legal alguno. Recientemente, el profesor Robert Spaemann ha pronunciado una conferencia en el ciclo titulado Empresa y sociedad civil, organizado por la Fundación Iberdrola. Reproducimos, por su interés, el texto íntegro:

Nadie con aspiraciones intelectuales habla ya del bien y del mal. Hoy día todo el mundo habla de valores. Los partidos debaten sobre los valores fundamentales. Las Constituciones se conciben como ordenamientos de valores. Y en todas partes se discute si vivimos en una época de decadencia de valores o de transformación de valores. Las Iglesias se presentan a la sociedad, menos con el propósito de proclamar la voluntad de Dios y de dar testimonio de la resurrección de los muertos, que con la oferta de estabilizar la sociedad mediante la transmisión de valores y de dar a los jóvenes una orientación de valores. La OTAN, según el primer ministro inglés, ya no debe defender territorios, sino valores. Está llamada a proteger la comunidad de valores occidental y, desde hace poco, también a contribuir a su difusión combativa.


El peligro de hablar de valores

El discurso sobre los valores lleva consigo una profunda ambigüedad. Remitirse a los valores, o es trivial, o peligroso. O mejor dicho: el discurso sobre los valores es trivial y peligroso a la vez. Es peligroso por su ambigüedad; es trivial en tanto en cuanto cualquier sociedad comparte determinadas valoraciones. El número de cosas que apreciamos y que aborrecemos en común, en las sociedades modernas y desarrolladas, ha descendido, en relación con formas de vida más antiguas. También puede expresarse positivamente el mismo hecho, diciendo que ha aumentado la diversidad de las formas de vida, de las convicciones y valoraciones.
En estas circunstancias, se habla de pluralismo, un concepto que posee más bien connotaciones positivas. Pero también en las sociedades pluralistas existe un contingente irrenunciable de aspectos comunes, un repertorio de asociaciones vinculado a conceptos públicamente importantes. La comunidad de asociaciones se fundamenta sobre una base común de recuerdos. En la familia existe el ¿Te acuerdas de…? que reune a todos en una conversación común. También las naciones poseen un patrimonio de esta índole. En él se basan, por ejemplo, las fiestas oficiales. Una sociedad radicalmente pluralista no puede celebrar fiestas comunes. Es una gran pérdida.


Hay que tomar conciencia: el pluralismo tiene un precio. Y el del pluralismo total es demasiado elevado. Destruiría cualquier cultura desarrollada y haría imposible la convivencia de los hombres. Existen, con todo, determinadas valoraciones cuya aceptación general resulta irrenunciable en una sociedad pluralista. A ellas pertenece la estimación de la tolerancia, es decir, de la disposición de respetar a los hombres y de no intervenir en la esfera de su libertad personal, incluso en el caso de que sus convicciones, valoraciones y formas de vida discrepen de las propias. Este respeto encuentra su expresión en el Derecho, en un ordenamiento jurídico liberal. Es el Derecho el que independiza, hasta cierto punto, al individuo del respeto voluntario y de la tolerancia, e incluso de la consciencia de sus conciudadanos, al obligarle a respetar esta esfera de libertad. Cualquier ordenamiento jurídico es un ordenamiento coercitivo. Sólo de este modo se puede garantizar la libertad de todos. Las leyes obligan a la obediencia también a aquellos que no están conformes. Suena desagradable, pero lo mismo puede expresarse diciendo que las leyes del Estado de Derecho no prescriben que uno esté de acuerdo con las valoraciones que constituyen su fundamento.
Al hablar del peligro del discurso sobre la comunidad de valores quisiera dirigir la mirada hacia la tendencia a sustituir paulatinamente, y cada vez más, el discurso sobre los derechos fundamentales por el discurso sobre los valores fundamentales. No me parece inocuo de ninguna manera. Es cierto –como dije al principio– que a la codificación de derechos y obligaciones, mediante una Constitución, subyacen valoraciones y estimaciones. Y es importante que, en una comunidad, se apoyen y se difundan públicamente tales valoraciones fundamentales. 


No es apetecible la situación en la que se halla un país como Argelia. Allí la realización de la voluntad mayoritaria fue obstaculizada por una dictadura militar, precisamente porque esta voluntad mayoritaria no quiso una democracia occidental, sino el Derecho islámico. Sólo queda la elección entre dos dictaduras, una tradicional y democrática, y otra de minorías, emancipadora. Un parlamentarismo restringido a un derecho electoral general, y delimitado por derechos fundamentales, sólo puede existir si la mayoría del pueblo lo quiere así. Precisamente, esto puede ser fomentado por las instituciones jurídicas, pero no se puede garantizar. Si el Estado pretende garantizarlo, tiene que convertirse en lo que justamente debería excluir: en una dictadura de opiniones políticas, o, como se dice hoy eufemísticamente, en una comunidad de valores.


Sin ninguna duda el Tercer Reich ha sido una comunidad de valores. Se denominó comunidad popular. Los valores que en aquel entonces se consideraron supremos –nación, raza y salud– se colocaron, por supuesto, por encima del Derecho y del Estado, y, al igual que en los Estados marxistas, el Estado no era más que una agencia de valores supremos. Por este motivo, el partido que se había comprometido inmediatamente con estos valores, se hallaba siempre por encima del Estado. Ahora bien, ciertamente se producen con frecuencia situaciones en las que los ciudadanos se niegan a obedecer a una ley porque contradice sus convicciones con respecto a los derechos fundamentales del hombre. Pero existe un peligro allí donde el poder estatal –alegando valores más elevados– se considera legitimado para prohibir algo a los hombres sin fundamentación legal. A continuación enumeraré cinco ejemplos de este peligro:


1- Desde hace algunos años, se ha introducido un concepto en la esfera política que jurídicamente no tiene derecho de ciudadanía en ella: es el concepto de secta. Secta es una expresión negativamente connotada, con la cual las Iglesias cristianas tradicionales designan a comunidades cristianas menores que se han separado de estas Iglesias a causa del Credo o de la praxis religiosa. En el lenguaje del ordenamiento jurídico estatal este concepto carece de lugar. Cualquier agrupación de ciudadanos fundada sobre la base de convicciones comunes en tanto en cuanto no infrinja las leyes vigentes o fomente esta infracción debe ser indiferente para el Estado. Pero, desgraciadamente, esto ya no es el caso. Las sectas se someten a observación estatal, el Estado está advirtiendo contra ellas y sus socios son alejados en la medida de lo posible de cargos públicos. En las recientes apreciaciones políticas, las sectas son comunidades que se definen por convicciones comunes, convicciones que discrepan de las de la mayoría de los ciudadanos o de la clase política. El criterio para el carácter de secta es que hacen propaganda misionera en favor de su convicción, poseen una fuerte cohesión interna, y a menudo también una sólida estructura jerárquica, así como, a veces, una personalidad carismática el que las dirige.


Puesto que todos estos criterios son vagos y que hasta la fecha en los Estados liberales no está prohibido pertenecer a estas comunidades, la acogida en el catálogo de las sectas es una decisión discrecional de los detentores del monopolio de la interpretación pública. La persecución se realiza, por lo general, mediante una presión informal, sobre todo a través de la discriminación de sus socios. ¿Por qué un Estado puede estar en contra de las sectas? Sólo porque empieza a considerarse a sí mismo como comunidad, como comunidad de valores, como magna Iglesia que excluye a las comunidades de disidentes. 

El Presidente del Estado francés designó, no hace mucho, a la tolerancia como uno de los tres valores supremos que debe interiorizar cada ciudadano. La tolerancia frente a la alteridad es valiosa, porque vale la pena respetar el hecho de ser uno mismo, la identidad. Tolerancia significa admitir la alteridad étnica, cultural, sexual o de convicción. La tolerancia es un valor elevado porque se fundamenta en la dignidad humana del individuo. Puedo exigir respeto frente a mi convicción, también de aquel que la considera equivocada, porque el respeto no se dirige al contenido de mi convicción sino a mí mismo que me identifico con ella. Si el otro considera mala la convicción intentará disuadirme, si me quiere bien. 

Discutiremos, pero a la vez nos toleramos. La fundamentación de la tolerancia en la convicción de la dignidad de la persona constituye una fundamentación sólida. Ahora bien, allí donde la tolerancia se eleva a valor supremo, allí donde ella misma se coloca en el lugar de las convicciones que hay que respetar, se vuelve infundada y se anula a sí misma.
El postulado de respetar otras convicciones se convierte entonces en exigencia de no tener convicciones que hagan posible considerar equivocadas las opuestas; convicciones que uno no esté dispuesto a convertir en hipótesis disponibles. Por tanto, convicciones que uno intenta llevar a otros y con ayuda de las cuales uno intenta disuadir a otros de las suyas. Tener convicciones, entonces, ya se considera una intolerancia. El postulado de tolerancia se transforma en una dogmatización intolerante del relativismo como cosmovisión predominante, que convierte al hombre en un ser ilimitadamente disponible para cualquier tipo de imposiciones colectivas. La etiqueta que se acuña para denominar a las convicciones es la de fundamentalismo. John Rawls, que ciertamente no es sospechoso de fundamentalismo, ha puesto de relieve recientemente que una frase como Fuera de la Iglesia, no hay salvación no tiene por qué oponerse de alguna manera a una sociedad liberal, mientras no se intente obligar a los hombres a su salvación mediante el brazo del Estado. Las Iglesias cristianas están mal orientadas si unen su crítica de las sectas a la del Estado y no protegen a esos grupos, incluso si consideran equivocadas sus convicciones. Si esas Iglesias siguen mermando su número como hasta la fecha, será, de todos modos, una cuestión de tiempo el que sean percibidas públicamente como sectas. En Hans Küng ya se puede leer ahora que la Iglesia católica es una gran secta y, si se adoptan los criterios mencionados, ni siquiera es equivocado. Ahora el brazo estatal empieza a dotarse de una religión civil. Las conquistas duramente adquiridas del Estado de Derecho liberal se vuelven a perder si el Estado se comprende como comunidad de valores; incluso cuando es una comunidad liberal de valores, que entiende el liberalismo como cosmovisión, en vez de como ordenamiento jurídico. La persecución de las sectas es un indicador bastante seguro del peligro inminente: el peligro del totalitarismo liberal.

2- Otro indicador se presenta cuando se recurre a las instituciones estatales para boicotear determinadas posturas políticas conformes con la Constitución. Así en Alemania –al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en Suiza– se intenta impedir una discusión pública sobre la cuestión de la inmigración calificando como indecentes las posturas restrictivas o el autoentendimiento étnico-cultural de la nación, y relacionándolos con la violencia contra los extranjeros. El autoentendimiento de un Estado no debe exponerse al riesgo de un discurso democrático. Hay que asumir, sin embargo, que esto ocurra en la polémica política. Y no se corre ningún riesgo si se realizan manifestaciones contra la derecha; pero es peligroso si el Estado y hasta el propio Presidente federal alemán organiza estas manifestaciones y les concede sus bendiciones. Además, es una declaración pública de la impotencia estatal. El instrumento del Estado contra la ilegalidad y la violencia –de autóctonos contra extranjeros y de extranjeros contra autóctonos– es la policía; está además la educación cívica, que debe inculcar el respeto de posturas derechistas e izquierdistas, así como el rechazo de la violencia, sea cual sea su justificación. El Estado como pacto contra la derecha: esto significa comunidad de valores en vez de Estado, y en esta situación deben sonar las campanas de alarma.

3- Finalmente, también es un indicio más la cuarentena que se impuso a Austria hace algunos años. Residencias de refugiados se incendiaron en Alemania; se persiguió a algunos inmigrantes en España; neonazis se manifestaron en Suecia: nada de esto ocurrió en Austria. Y las minorías en Francia no pueden ni soñar con el estatuto de minorías que tienen los eslovenos en el Land austriaco de Carintia. Pero esto no tenía importancia. No se trataba en modo alguno de derechos y su infracción, sino de valores y su articulación verbal. Era cuestión de political correctness. Se trataba de que no se suspendiera la pacífica formación del Gobierno en Viena por razón de algunos desaires verbales de un político comprometido de partido. En este caso, según el informe de tres sabios, el Derecho venció, afortunadamente, sobre la comunidad de valores, hecho que no impidió, por cierto, que el Gobierno federal alemán continuara todavía algún tiempo con la proscripción del vecino. Poner en juego las valoraciones comunes es válido mientras se trate de cuestiones de inmigración en un Estado, o de acogida en una federación de Estados. Puesto que no existe ninguna exigencia jurídica, ningún Estado tiene que justificar sus criterios de selección frente a los solicitantes. Se permite, por principio, cualquier marginación, sea por razones religiosas, por profesión, nacionalidad o fortuna. No existe derecho humano al derecho de ciudadanía en todos los países. En cambio, según la concepción jurídica europea, es inadmisible sustraer o restringir los derechos de ciudadanía por una de esas razones.


4- El cuarto ejemplo es la guerra de Kosovo. Ya dejó entrever lo que iba a suceder, y lo que de hecho sucedió, con la guerra de Iraq. Como es sabido, esta guerra se llevó a cabo en nombre de nuestros valores. Una guerra de intervención para impedir el destierro de todo un pueblo de su patria sirve sin duda a una causa justa. (Sin embargo, uno se extraña de que el ministro alemán de Asuntos Exteriores, sólo en el momento en el que se produjo este caso, descubrió que existen guerras de agresión a favor de una causa justa). Sin embargo, llevar a cabo una guerra de esta índole era incompatible con el Derecho internacional vigente, hecho al que remitieron, entre otros, Henry Kissinger y Helmut Schmidt.
El Derecho internacional reconoce exclusivamente la guerra de legítima defensa contra agresiones al propio territorio o al territorio de Estados aliados. Lo que da que pensar es que el nuevo estado de cosas no condujo a una revisión de la condena de la guerra de agresión por parte del Derecho internacional –a través de una definición precisa de reconocidas razones de justificación de una tal guerra–, ni tampoco a la rescisión de los Acuerdos contrarios en vigor hasta el momento. Los valores de los que se trataba daban más bien autorización a aquellos que actuaban en su nombre para ignorar simplemente las normativas jurídicas vigentes. También aquí, el que actúa en nombre de la comunidad de valores se sitúa por encima de la ley. Hubo un tiempo en que esto se llamaba totalitarismo.
5- Mi último ejemplo es el más dramático. Se trata de la conferencia de la ministra alemana de justicia, Zypries, en octubre de 2003 en la Universidad Humboldt de Berlín, en la que abogó por una liberación del uso de embriones humanos producidos in vitro para fines de investigación. Su argumentación tenía la forma de una ponderación de valores. Para ella, tanto la existencia del embrión como la libertad de investigación son valores. Hay que ponderarlos y, como resultado de una tal ponderación, habría que dar la preferencia a la libertad de investigación. No quiero indagar aquí en los criterios de la ministra y tampoco en su definición de la persona, a la que, por cierto, no sólo pertenece la autoconsciencia actual –personas que duermen, lactantes y dementes geriátricos no serían personas según esta definición–, sino también en el propio hecho de ser reconocido. Lo que no está reconocido como persona no es persona. Lo que tiene que interesarnos en este orden de ideas es el hecho de que aquí se considera el derecho a la vida como valor, que debe ponderarse respecto de otro valor y que hay que sacrificar en determinadas circunstancias a este otro. En este caso triunfa, naturalmente, la libertad de investigación. Es un derecho fundamental incondicional. El especialista en Derecho Público Martin Kriele llamó la atención, ya hace muchos años, sobre el tema de los derechos incondicionados. La exigencia de respetar el derecho de los demás no es lo que los garantiza, porque de antemano está a un nivel inferior. El valor de la libertad del arte no tiene que medirse con el derecho de un hombre a que su coche no sea enterrado en hormigón. Y nunca en la historia de la constitución de la libertad de investigación se le ocurrió pensar a alguien que Galileo debía haber tenido el derecho de instalar, sin previa autorización del propietario, su telescopio para observar el cielo en tejados ajenos que tuvieran una ubicación más favorable; ni aunque la ponderación entre la libertad de la ciencia y el derecho a la propiedad condujera, en este caso, a una prelación de la libertad de la ciencia.
Sólo en la República federal alemana de los años setenta esto, de pronto, habría cambiado. Los artistas y científicos debían tener derecho a desfogar su individualismo autónomo sin tener que respetar los derechos de sus conciudadanos. Afortunadamente, esta nueva idea todavía no se ha trasladado al ámbito de la decisión responsable. Ésta presenta más bien el siguiente aspecto: el trompetista puede tocar donde y las veces que quiera, pero no a costa de nuestro descanso nocturno; el artista puede enterrar coches en hormigón, pero no el nuestro; el científico puede utilizar libros, microscopios y observatorios, pero no los de otras personas sin su autorización; y todo esto sin lugar a dudas. Pero si los sujetos que están en la base de todos los valores y todas las valoraciones se entienden ellos mismos como valores, entonces su estatus jurídico se convierte en un objeto de ponderación y los criterios de esta ponderación se determinan por las valoraciones de aquellos que son capaces de salirse con la suya del modo más efectivo. Los más débiles fracasan.
A mi modo de ver, el discurso de la comunidad de valores es la expresión paradójica de un relativismo moral y político. Charles Péguy lo llamaba modernismo, y modernismo significaba para él «no creer, lo que se cree». Lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo honrado y lo abyecto, todo esto sólo sería la expresión de valoraciones subjetivas, individuales o colectivas. Todos valoramos, pero los relativistas occidentales enseguida ponen sus valoraciones entre paréntesis. Y lo que permanece fuera de los paréntesis es precisamente el relativismo, que confunden con la tolerancia, y mediante este truco lo proclaman como valor supremo. Pero dado que a todo el que tiene determinadas convicciones que no está dispuesto a poner en juego se le considera intolerante, y puesto que con la intolerancia no parece haber tolerancia, el postulado de tolerancia se anula a sí mismo. Sólo es válido en un contexto relativista. Pero ¿qué significa entonces comunidad de valores? No es la comunidad no institucionalizable y oculta de aquellos que humildemente intentan conocer y hacer el bien, sino más bien la sociedad organizada de aquellos que presumen de haber encontrado la verdad; se podría decir que es una parodia de la Iglesia cristiana, pues la verdad que sostienen proclama paradójicamente que respecto del bien y del mal no existe la verdad.

Los valores no se inventan

Los derechos humanos son algo respecto de lo cual hemos creado un consenso. El intento de mover también a hombres de otras culturas a reconocerlos falla, precisamente, en este concepto de comunidad de valores. Pues, si nuestros valores son el resultado de nuestra historia y de nuestras opciones, entonces no hay ningún motivo –excepto los de política del poder– para obligar a otros a aceptar nuestras opciones, por ejemplo, que la dignidad humana debe concretarse en todas partes a través de las instituciones de las democracias parlamentarias y de los derechos humanos individualistas. Pero los valores en realidad nunca son algo a lo que optamos, sino algo que precede a las opciones y fundamenta estas opciones; por tanto, aquello en lo que creemos realmente. Aquello por lo que hemos optado y seguimos optando a causa de esta fe: eso es un ordenamiento jurídico.
La base de los valores de un ordenamiento jurídico moderno exige que los derechos de los ciudadanos, o de un grupo de ciudadanos, no dependa del hecho de que estos ciudadanos compartan esa base de valores y obedezcan las leyes, incluso si esta obediencia es simplemente la que se dispensa a un poder de ocupación extranjero para posibilitar que la vida siga en el propio país. Se obedece, pero no por pertenecer a su comunidad de valores, sino porque uno conoce el valor de la paz interna, pax illis et nobis communis, como escribió san Agustín.
La futura Europa sólo podrá ser una comunidad jurídica en la que todos los ciudadanos de los países de tradición europea encuentren un techo común, si posibilita y protege comunidades con valoraciones comunes, pero renunciando ella misma a ser una comunidad de valores.


Robert Spaemann